Hace unos años causó bastante revuelo un libro de Surowiecki titulado The Wisdom of the Crowds, cuyo subtítulo era muy expresivo: “Por qué los muchos son más inteligentes que los pocos y cómo la sabiduría colectiva da forma a los negocios, las economías, las sociedades y las naciones”. La obra argüía a favor de la idea de que una colección diversa de individuos sin ponerse de acuerdo previamente es capaz de hacer predicciones y favorecer decisiones mejores, incluso, que las de los supuestos expertos. Es una tesis optimista y eso siempre provoca polémicas, pero me ha venido a la cabeza al pensar sobre el resultado final de las dos últimas rondas electorales.
Claro es que ponerse de acuerdo en qué es lo mejor y lo peor en materia política es poco menos que imposible, porque el partidismo suele hacer estragos en el juicio, pero no creo que sean muchos los dispuestos a afirmar que ahora estamos peor que hace unos meses, aunque siempre tiene que haber gente para todo, como muy bien dijo Rafael el Gallo, según una tradición bastante controvertida, cuando le presentaron a Ortega como catedrático de Metafísica.
Los votos ciudadanos llenan los escaños del Parlamento, bueno, de unos cuantos, y los políticos tienen que formar gobiernos razonables y duraderos a partir de esa situación. Cuando los políticos, y con ellos unos centenares de analistas más o menos expertos, se ponen a hacer cábalas y contorsiones es probable que no caigan en la cuenta de que el público, que ya está mirando para otra parte, no acaba de entender que sea tan difícil resolver la cuestión.
Lo que ocurre, en muchas ocasiones, es que los políticos dejan de ocuparse de su verdadera misión, formar gobierno y controlarlo a lo largo de la legislatura, para que los ciudadanos vuelvan a emitir su voto al cabo de cuatro años, e, incapaces de ver tan lejos, se afanan en colocar a los suyos, no en interpretar los resultados en beneficio de todos los españoles, sino en maximizar el interés particular de cada grupo. Dentro de ciertos límites, es comprensible que se preocupen de la intendencia, pero nadie les ha dado el voto para eso, y cuando pierden demasiado tiempo en jerigonzas, lo razonable es que los electores vuelvan a pensar que para que todo acabe en tales trapisondas no habría sido necesaria tanta emoción ni tanta altisonancia.
PP y Cs tienen la ocasión de contribuir a que el gobierno esté lo más cerca posible de lo que consideran mejor
Estos días hemos asistido a un espectáculo gracioso, la petición del gobierno para el más votado a cargo de aquellos que mantenían con firmeza lo contrario, y la negación de ese principio por buena parte de sus creativos inventores. Buena parte de la confusión nace del olvido de un hecho fundamental al que la parafernalia electoral pone bajo un manto espeso: en nuestro sistema los electores no votamos a un líder, sino a un partido, no elegimos un presidente, sino un parlamento que tiene que nombrarlo.
El Parlamento tiene cierto margen de maniobra, y de ahí la buena costumbre de que el Rey ejerza su poder moderador presentando un candidato tras oír a los grupos parlamentarios. Un ganador con los mismos votos que Rajoy en 2015 y unos perdedores sin posibilidad alguna de articular otra fórmula, tienen que hacer posible un gobierno con las mejores hechuras que quepa y tienen que evitar el ridículo, y los enormes riesgos, que supondría tener que repetir las elecciones. Todo lo demás son pellizcos de monja y ganas de quedar bien mientras se afanan en amarrar lo que se pueda, pero habría que pedir a los partidos, en especial a los que más presumen de ello, un poco más de altura de miras, menos miopía.
Lo que está sucediendo ahora mismo es que un partido que aspiró con más pena que gloria a convertirse en dueño del centroderecha no acaba de reponerse del asombro de que los electores, en lugar de descabellar al PP que era lo previsto, lo hayan medio rehabilitado negándole que esa plaza estuviese vacante. Tal vez ocurra también que el líder del PP todavía no se haya recuperado del susto, pues, de momento, se ha quedado en eso, y no acabe de encontrar el tono.
Lo que es absurdo es que, puesto que ni el PP ni Ciudadanos pueden gobernar, no acaben de ver claro que su obligación está en contribuir a que el gobierno esté lo más cerca posible de lo que consideran mejor y no entiendan que eso exige facilitar la investidura de Pedro Sánchez, o lo que es lo mismo, no obligarle a hacer aquello que tanto el PP como Ciudadanos piensan que es negativo para España, tanto sea mendigar apoyos destructivos para la unidad y el bien común de España entera, como obligarse a depender de los votos crepusculares de esa peculiar formación que dice dirigir un señor que lleva coleta.
No siempre votar a favor significa una entrega incondicional: Suárez votó a favor de la investidura de González
Puede que piensen que una altura de miras de tal calibre dañaría sus intereses, pero eso es porque confunden a los votantes con los clientes de la organización; estos últimos siempre quieren más, pero los votantes son ajenos a esa contabilidad y, como es lógico, son más desprendidos y prefieren lo mejor para todos, lo menos arriscado, y no cabe duda de que eso exige evitar que el PSOE acabe en brazos de supremacistas y bolivarianos, por mucho que eso suponga que el gobierno quede en sus manos, pero es que no hay otra y empeñarse en lo contrario se puede pagar muy caro.
Claro es que eso habrá de tener contrapartidas, que en Navarra tendrá que gobernar la coalición ganadora, pero estoy seguro de que tanto Rivera como Casado sabrán defenderlas. Con todo, la principal contrapartida es que, tras no poner obstáculos innecesarios a la investidura de Sánchez, quedan años, dos al menos, en que se podrá mostrar lo que ambos partidos no quieren y en qué medida son una alternativa preferible.
Ayudar a que gobierne el ganador, aunque sea precario como es el caso, no es lo que hizo Sánchez en 2016, pero sí lo hizo el PSOE. No siempre votar a favor significa una entrega incondicional: Adolfo Suárez votó a favor de la investidura de Felipe González en 1982, porque entendía que su apoyo moral sería bueno para facilitar el trabajo de la nueva mayoría. No es necesario llegar tan lejos, pero mostrar que no solo les preocupa su partido sino el bien común de todos es la mejor medicina que algunos podrían empezar a administrarse para sanar la fama herida de sus organizaciones.
Este nuevo camino de la democracia española no se tomará como consecuencia de ninguno de los programas políticos que se quedan fuera del gobierno, nadie ha pretendido ganar votos ofreciéndolo porque todos parten de la ficción de que la victoria va a ser suya, sino que se adoptará, si es que se sigue un criterio tan razonable, porque es lo que ha indicado la sabiduría popular después de dos elecciones tan distintas y con enseñanzas tan obvias.
*** José Luis González Quirós es filósofo y analista político.