Hace ya unos años el que fuera factótum del grupo Prisa y, por tanto, máximo gurú de la intelligentsia progresista biempensante en España, Juan Luis Cebrián, había hablado de la “insidiosa” Reconquista para referirse al proceso histórico en el que, sea como fuera, se forja España como sociedad política.
Recientemente en el diario El País, en un artículo firmado por Guillermo Altares, se habla, irónicamente, de la “rabiosa actualidad de la Edad Media” al achacar a ciertos partidos de “ultraderecha”, de reciente creación, el tratar de buscar en las luchas de ese período la justificación de posicionamientos políticos actuales.
En concreto, naturalmente, en el artículo se refieren a Vox, que abrió su campaña electoral en Covadonga con dicha intención, o que retiró, como primera medida, una estatua de Abderramán III en un ayuntamiento gobernado por este partido en Aragón.
Es curioso que en dicho artículo se pase por alto el hecho de que desde hace ya más de cien años existen partidos en España, que pueden ser calificados perfectamente de extrema derecha, que llevan buscando en la Edad Media la justificación de sus posiciones actuales, unos posicionamientos que significan la fragmentación de España en trozos y que, parece ser, a esa intelligentsia progresista biempensante no le ha llamado la atención durante todo este tiempo. Solo con la irrupción de Vox ven “edad media”.
Y el caso es que durante buena parte del período llamado de Transición (nombre no menos ideológico, por cierto, que el de Reconquista), se ha querido borrar o desdibujar el concepto de España en la Edad Media (“España no existía”, se repite hasta la saciedad) para tratar así de justificar la realidad presuntamente pre-española de las distintas autonomías, particularmente de las llamadas “históricas”, que tienen según parece su origen justamente en la Edad Media.
Negando la realidad histórica de la España medieval, aparecerían las identidades autonómicas en plena edad dorada
El “Estado Autonómico” debía tener su razón de ser en la historia, y para ello había que negar la idea medieval de España y reconocer así, en los distintos reinos medievales, los antecedentes históricos de las autonomías actuales. Cataluña, País Vasco, Galicia son sociedades formadas -esta es la pretensión- con anterioridad a España, incluso al margen de ella, suponiendo en ellas una trayectoria que, de algún modo, España interrumpe autoritaria o dictatorialmente.
Y es que España no es sino, según esta visión, un sobredimensionado imperialista de uno de esos reinos medievales, Castilla, que en su pujanza quiso absorber y anular otras “identidades” peninsulares. Identidades a las que la España setentayochista les debe, por fin, un reconocimiento constitucional (Título VIII), que implica, a su vez, una damnificación como consecuencia del daño en ellas producido por el expansionismo castellano. La autonomía es una sociedad más añeja y auténtica que la artificiosa España, epifenómeno producto del espurio, rancio y mesetario imperialismo castellano.
Digamos que la labor tecnológica administrativa, relativa al desarrollo competencial autonómico, tenía que venir acompañada necesariamente de una labor ideológica de legitimación de una existencia pre-española de las autonomías, poniendo a la historiografía a su servicio. Así, para esta visión autonomista la “Reconquista”, lejos de ser un proceso histórico -real-, es más bien un modo ideológico “españolista” de dar por buena la acción de la España medieval; una España, a su vez, que no es más que un reflejo proyectado por la historiografía españolista (“mater dolorosa”) de los siglos XIX y XX.
Negando, pues, la realidad histórica de la España medieval, aparecerían las identidades autonómicas en plena edad dorada, ricas, florecientes (con sus tradiciones, ritos, mitos e idiomas “propios”) que, con la Transición a la democracia, habrían de algún modo de ser restauradas (tras su eclipse castellano-españolista). En definitiva, en el medievo no hay España, esta es la coartada que el autonomismo quiere encontrar en la historiografía.
Pero el caso es que esta negación se da de bruces con la documentación, con las reliquias y los relatos medievales, en los que España allí está, presente y, además, con un formato político determinado, el formato del Imperio. Porque es cuando borramos la palabra imperio (“imperiofobia, si se quiere, por utilizar los términos de Roca Barea) de la historia de España, cuando esta pierde sentido, sentido unitario, y es que es la identidad imperial lo que da unidad a la historia de España. Una identidad imperial de origen medieval, pero que, en todo caso, se consumará con el descubrimiento y conquista americanos, cuando el mundo medieval (mediterráneo) quede completamente desbordado por la acción (atlántica) del propio imperio español (acción que queda reconocida en la divisa “plus ultra” que figura en el escudo).
“La Española” o “La Nueva España” son nombres que hablan de una continuidad política imperial española
En este sentido son fundamentales, por las contundentes pruebas documentales que ofrecen acerca de la realidad histórica de la España medieval, los libros de José Antonio Maravall, El concepto de España en la Edad Media (Centro de estudios constitucionalistas, 1981), y de Menéndez Pidal, El Imperio hispánico y los cinco reinos (Instituto de estudios políticos, 1950) que, precisamente, ya responden a esa pretensión ideológica (“autonomista”) de anularla.
Es así que, con el colapso de la Hispania romano-visigoda (el Reino de Toledo) producido tras la conquista musulmana, los núcleos dispersos de identidad cristiano-romanos asentados en el norte tratan de restablecer esa unidad visigótica perdida (según la idea gótica mozárabe de re-conquista) pero con el resultado de la generación de una nueva sociedad, con una nueva identidad política que, si bien se asienta sobre las base de la sociedad visigótica previa, sobre todo en el terreno jurídico -Liber iudicorum- y teológico político -conversión de Recaredo al catolicismo en el III Concilio de Toledo-, su desarrollo responde a unos principios constitucionales nuevos (que se puede percibir en el cambio de nombre de los reyes, la monarquía es hereditaria y no electiva, y otros fenómenos).
El Imperio español (Alfonso III, Alfonso VI, Alfonso VII, emperadores, Alfonso X y el “fecho del imperio”, etc.) es la nueva identidad política en la que se transforman las sociedades cristianas peninsulares -reinos, condados…- en lucha indefinida (infinita) contra el islam; una nueva identidad que se va consolidando en su avance hacia el sur teniendo en la ciudad de Oviedo, fundada por Alfonso II como la “nueva Toledo” (que a su vez se fundó como la “nueva Roma”), su primer centro imperial de expansión. Y es que el islam había roto la unidad visigoda produciendo la dispersión de sus partes, unas partes que terminan coordinándose y reuniéndose (solidariamente) bajo un Imperio católico que trata de restituir la unidad cristiano-romana previa (Regnum Hispaniae), pero con una identidad, y esta es la cuestión, ya distinta de la romano-visigoda.
Es este el origen de España como sociedad política, cuya identidad -de ahí su novedad- no se va a agotar justamente en la restauración de su unidad peninsular (de hecho la unidad peninsular romano-visigótica ni siquiera se recupera políticamente a través de la nueva identidad española: ahí sigue Portugal desde Aljubarrota, y a pesar de su anexión por España entre 1580 y 1640), sino que esta unidad va a quedar completamente desbordada vía atlántica a través, sobre todo, del descubrimiento y conquista, con todo lo que ello implica (organización geográfica, jurídico-política, lingüística…), del “Nuevo Mundo”.
“La Española” o “La Nueva España” son nombres que hablan de una continuidad política imperial española cuya identidad se hace inasimilable con la identidad de la Hispania romano-visigótica (y es que este “salto oceánico”, que decía Ortega, ya no se puede justificar desde luego como “reconquista”).
La noción de “reconquista” es algo “insidiosa”, pero no porque resulte belicista sino porque es una noción estrecha
Históricamente hablando España es pues, sobre todo, la ejecución, hasta donde pudo -y pudo mucho- de ese proyecto imperial que surge en época medieval en lucha contra el islam, pero que desborda la unidad peninsular ya en época moderna, para acabar convirtiendo los tres grandes océanos, tras la anexión de Portugal, en, prácticamente, “mares interiores” suyos.
Es verdad, pues, que la noción de “reconquista” es algo “insidiosa”, si se quiere, pero no porque resulte en exceso belicista, y por tanto antipática para ciertos oídos piadosos, sino porque es una noción estrecha, restringida al mundo antiguo y medieval.
Precisamente la acción de España a través del Atlántico, convertirá en regional ese ámbito mediterráneo (en el que la noción de “reconquista” sí tiene algún sentido), de tal modo que serán los “caminos de agua” oceánicos abiertos por la náutica española lo que hará de la “reconquista” un término insuficiente para explicar su propia historia como imperio, al quedar esa noción restringida y circunstanciada al ámbito (mozárabe) peninsular.
La acción imperial que comienza en Covadonga, en efecto, puede verse “reconquistadora” si la acción de España se quedase en 1492. Pero lo que comienza a partir del 12 de octubre de ese año ya no es una “reconquista”, sino una acción de descubrimiento y conquista (continental y oceánica), con centro en Sevilla, que es lo que da a España relevancia desde el punto de vista de la Historia Universal, y en donde el imperio español cobra su verdadera identidad y dimensiones. Es América la que hace a España (y no al revés).
En definitiva, la “Reconquista” es insidiosa, sí, como categoría historiográfica, pero por insuficiente, no por excesiva.
*** Pedro Insua es profesor de Filosofía y autor de los libros ‘Hermes Católico’ y ‘Guerra y Paz en el Quijote’ y de '1492, España contra sus fantasmas' (Ariel, 2018).