Dejar de contar la historia no lleva a borrar hechos del pasado. Sin embargo, hay quienes así parecen creer cuando muestran una beligerante actitud contra la conmemoración de determinados actos históricos. Omitir la historia, o retazos de ella, es un error. Y puestos a errar, lo peor es la historia sesgada, la que simplifica un relato de los hechos que contiene verdad… pero solo una parte de la verdad.
Esto es lo que ocurre cada vez que se aproxima el día 12 de octubre. Día de la Hispanidad, Día de la Raza, Columbus Day, Día de los pueblos indígenas… Parece que cada cual tiene poder para transformar según su mirada una efeméride. ¿Hay verdaderamente algo que celebrar, o debería ser una suerte de acto de catarsis en que los españoles nos sometamos a una moción de censura universal y terminemos implorando el perdón por lo que un puñado de antepasados nuestros hizo en el Nuevo Mundo? ¿O debemos centrarnos en recordar uno de los mayores descubrimientos de la historia de la humanidad?
Lo cierto es que la fecha llama a invocar el espíritu de Colón. Con su nombre, Simón Bolívar quiso bautizar la nación por él soñada, la Gran Colombia, justificando este nombre “como tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio".
Pero siempre hay algún aventurero intelectual que centra su mirada en un supuesto genocidio. Ningún gran descubrimiento, ninguna hazaña, ningún paso hacia delante de la humanidad merece ser celebrado si su herencia son ríos de sangre y lágrimas. ¿Y es esto así?
Si pretendemos ser justos con la historia, no es riguroso hablar de genocidio en la América española, puesto que en ningún momento por parte de España hubo voluntad de exterminio de los pobladores nativos del recién descubierto continente. Salvo que utilicemos el término de manera figurada para referirnos al enorme descenso demográfico producido en el continente americano a partir de la llegada de las tres naves capitaneadas por Cristóbal Colón.
Sería ingenuo pensar que hombres de un mundo renacentista pudieran asumir la actitud de antropólogos del siglo XXI
En medio siglo, la población de las Antillas prácticamente había desaparecido. En el continente también hubo un brusco y notable recorte de las poblaciones nativas, aunque proporcionalmente en cantidades muy inferiores a las antillanas. ¿Y cómo es posible que ese puñado de españoles que conformaban las huestes de los conquistadores pudiera –en caso de que así lo desearan– acabar de manera masiva con los pobladores nativos?
El enemigo no era el hombre, no. El gran enemigo de las poblaciones indígenas de la América española (y recalco española) fueron los malditos virus para los que unos pueblos aislados durante siglos del resto del mundo no estaban preparados, por no haber generado anticuerpos. La gripe, el sarampión, la viruela, se convierten en armas de destrucción masiva para aquellos pobladores. Y eran armas con vida propia, en absoluto impulsadas o manipuladas por los españoles.
Si alguien se muestra escéptico ante esta realidad, no tiene más que recordar los estragos que la epidemia de peste de 1348 causaron en Europa, donde falleció más de un tercio de la población del continente.
No hubo pues, genocidio. Ay, pero entonces surgen voces que dan vida a una interesante alternativa: la del etnocidio. La huella de la herencia española en América pasó por la aniquilación de toda forma cultural y religiosa originaria.
Sin entrar en leyendas negras o doradas acerca de la realidad cultural, política y social de los pueblos encontrados por los españoles, sería ingenuo pensar que hombres procedentes de un mundo católico y renacentista pudieran asumir la actitud de antropólogos del siglo XXI al encontrar pueblos tan alejados de sus modelos culturales. España tenía conciencia de haber alcanzado un nivel de civilización que era el más elevado en aquel momento: sobre la base grecolatina, con sus aportes al derecho, la lengua, la literatura, el arte,… se apoyaba la antropología cristiana y unos brotes culturales que anunciaban el Siglo de Oro de la cultura española.
No hubo 'etnocidio' en América: lejos de un exterminio étnico o cultural, lo que queda es un mundo mestizo
Así pues, al llegar a lugares donde contemplaron rasgos y actuaciones incompatibles con esa cultura de la que se sentían orgullosos, ponían los medios para evitarlos. Y sin embargo, a la vez, paradójicamente, con aquellos primeros soldados y misioneros españoles surge la base de la ciencia etnológica.
La curiosidad intelectual, junto con el deseo de conocer más para evangelizar mejor, nos ha dejado esa magna obra literaria que son las Crónicas de Indias, un conjunto de relatos sin parangón en la historia de las civilizaciones en el que de manera espontánea sus autores toman la pluma y se lanzan a describir lo que ven en aquellos pueblos. Y contamos así con el relato escrito a veces con admiración, muchas veces con rechazo, pero siempre con interés, acerca de la vida, sociedad e historia de aquellos pueblos. ¿Cómo tendríamos tantos documentos sobre la historia de los incas, teniendo en cuenta que los pueblos andinos no desarrollaron sistemas de escritura antes de la llegada de los españoles? Pudo pasar de otra manera, pero la historia es la que es, y gracias a esos cronistas podemos conocer muchas realidades que es posible se hubieran perdido para siempre.
Ese legado, por tanto, va mucho más allá de un mero baño de sangre, expolio de metales preciosos y aniquilación de culturas autóctonas. Es un legado que pasa por levantar universidades (la primera en Santo Domingo, de 1538), construir hospitales y escuelas, llevar la imprenta, y emplearla para traducir textos castellanos y latinos al quechua, aymara, maya o náhuatl, las principales lenguas habladas en la América prehispánica, que en gran medida se han conservado gracias a esos libros impresos.
Y lejos de un exterminio étnico o cultural, lo que queda es un mundo mestizo; quizá quien mejor simbolice lo que supone ese mestizaje biológico y cultural sea el Inca Garcilaso. En su obra imprescindible, los Comentarios Reales de los Incas, es capaz de poner por escrito esa fusión de elementos recibidos de su madre, una noble inca, y su padre, capitán español. La identidad del Inca Garcilaso es fiel reflejo de la identidad de la América española que, con sus luces y sus sombras, llega hasta nuestros días fragmentada en 19 repúblicas independientes.
El uruguayo José Enrique Rodó, fallecido en Italia en 1917, hablando de la identidad de los hispanoamericanos (así le gustaba llamarlos) decía que le preocupaba el “naufragio de la tradición” de los pueblos que habían formado parte de la América española. Y añadía algo muy interesante, que debería hacernos pensar no solo a los americanos sino también a los españoles, al acercarnos a nuestra historia: “Si hemos de mantener alguna personalidad colectiva, necesitamos reconocernos en el pasado y divisarlo constantemente por encima de nuestro suelto velamen”.
Es una manipulación la dialéctica de obligar a elegir: ¿defendemos el legado español o los derechos de los indígenas?
En resumen, Rodó hablaba de la necesidad de reconocerse como colectivo en el hecho de ser algo propio, tener un carácter personal. Y su experiencia en Europa le llevó a comprender que fuera de América había unos lazos inmateriales, invisibles, que conectaban a todos los americanos que se encontraban en Europa. Y esos lazos no eran los específicos de cada una de las repúblicas americanas. Esa vinculación, de carácter inmaterial, se encontraba en lo que tenían todos en común, fruto de la herencia española, que sin diluir las singularidades de cada pueblo, había logrado crear un sentimiento de comunidad.
Hoy sigue existiendo esa realidad: una lengua hablada por más de 500 millones de personas, un bagaje cultural que se va exportando y tiene cada vez mayor fuerza en los Estados Unidos, el símbolo de una identidad común forjada a partir de un 12 de octubre de hace 527 años, y debe ser celebrada.
Es una burda manipulación la dialéctica artificiosa de obligar a elegir: ¿defendemos el legado español o defendemos los derechos de los pueblos indígenas? Polémica insana, negativa y muy poco respetuosa con la historia. Porque a día de hoy ciertamente tenemos por delante un largo recorrido en la valoración y respeto de las identidades indígenas. Pero no podemos olvidar que en 1504, en su lecho de muerte, Isabel la Católica dejaba por legado en su testamento la obligación de sus sucesores en el trono de velar por el buen cuidado de aquellos indios, cuando otras naciones contemporáneas los hubieran esclavizado, puesto que era la práctica habitual.
La corona castellana los consideró como súbditos libres, y elaboró ese magnífico monumento que son las Leyes de Indias precisamente por entender, adelantándose quinientos años a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que aquellos pueblos recién descubiertos, por su situación de vulnerabilidad merecían recibir una protección especial por parte de las autoridades delegadas de la Corona.
No siempre se respetaron estas leyes; y sin embargo, en la actualidad, cuando hablamos de Estado de Derecho, alabamos la bondad o perversión de un gobierno precisamente en función de su actividad legislativa, aunque no siempre se respeten las leyes promulgadas. Pues si existió una legislación “garantista” en los albores de la Edad Moderna, esa fue la castellana, precisamente haciendo especial énfasis en la protección de los indios, “nuestros buenos súbditos y vasallos”, como les llamó la reina en el lejano año de 1501.
*** María Saavedra Inaraja es doctora en Historia de América de la Universidad CEU San Pablo y miembro del Consejo Asesor de The Hispanic Council.