Lo que está en juego hoy en las universidades catalanas es que sigan siendo lo que por su naturaleza académica deben ser: ámbitos de educación, de cultura y de libertad. Sacudidas en las últimas semanas por huelgas, manifiestos incendiarios, cartas de profesores a rectores y discutibles exenciones al régimen ordinario de evaluación, los campus de Cataluña no hacen más que reflejar la profunda división en que nos ha sumido a todos la deriva secesionista del nacionalismo.
Nadie en su sano juicio puede ya ignorar esa división, y de lo que se trata ahora es de asumirla, diagnosticarla, y prescribir los remedios para su reducción, porque ninguna comunidad de ciudadanos puede soportar por mucho tiempo un nivel de enfrentamiento civil como el que vivimos hoy en Cataluña, so pena de sufrir una degradación de la que será cada vez más difícil recuperarse. Y que nadie olvide que la degradación de la ciudadanía en Cataluña puede tener graves consecuencias para todos los españoles.
Las universidades pueden y deben contribuir a que Cataluña recupere la concordia. Para empezar, recuperándola ellas mismas. En nada ayuda que se permita a unos pocos (porque son unos pocos, por muy encapuchados que se presenten) impedir por la fuerza el desarrollo normal de las actividades académicas que una mayoría está dispuesta a continuar porque no ve cuál es el sentido de paralizar las clases. Tampoco ayuda que a estos pocos se les concedan beneficios extraordinarios en el sistema de evaluación, que la mayoría siente como privilegios injustificados. Ni que los claustros aprueben manifiestos que ocultan las radicales discrepancias que nos separan, ofreciendo a cambio una imagen monolítica, sesgada y partisana de la universidad.
Todavía estamos a tiempo de rectificar: debemos permitir que los estudiantes protesten, porque en la naturaleza noble de la juventud habita el compromiso con un mundo más justo y la urgencia del deseo por alcanzarlo hoy mejor que mañana; pero debemos asegurar que cada uno contribuya a ese mundo mejor a su manera, también yendo a clase con toda normalidad, quizá porque no comulga con la concepción de la justicia de los que protestan y tiene otra muy distinta. Debemos permitir la protesta, sí, pero también fomentar la responsabilidad por los propios actos en vez de transmitir el mensaje de que ser un ciudadano libre y crítico exime de la obligación de someterse a la ley común, aunque sea el modesto protocolo docente que establece las condiciones de la evaluación.
La universidad debe comprometerse más que nunca con la libertad de todos, que es la libertad de cada uno
Debemos, también, asegurar la neutralidad de las instituciones académicas. En estos tiempos convulsos, el ideal de la neutralidad puede parecer demasiado débil y poco glamuroso. Muy al contrario, los que lo defendemos lo hacemos convencidos de que se funda en un fuerte compromiso con el ideal de la libertad. Porque la libertad, flor delicada, requiere ámbitos adecuados para poder crecer y fortalecerse.
La universidad ha sido uno de esos ámbitos, pero para seguir siéndolo ha de mantenerse neutral ante las distintas concepciones ideológicas de sus alumnos y profesores, es decir, no ha de tomar partido por unas o por otras, sino permitir y fomentar que todas puedan expresarse sin temor alguno a desviarse del credo asumido oficialmente por quienes llevan las riendas de la institución, sin verse influidos por él. Puesto que sólo la razón, y nunca la autoridad, es el tribunal que ha de juzgar nuestras creencias.
Quienes hemos suscrito la Carta abierta a los rectores catalanes en defensa de la neutralidad y de la libertad académicas también tenemos creencias ideológicas, y muy distintas entre sí, pero las expresamos individualmente donde y cuando toca. Nos ubicamos a lo largo de todo el espectro político y en ese aspecto unos estamos muy alejados de otros. Lo que nos une es la común convicción de que la universidad debe cobijarnos a todos, como una madre que estimula lo mejor de cada hijo sin mostrar nunca preferencia por ninguno.
En estos tiempos convulsos, la universidad debe comprometerse más que nunca con la libertad de todos, que es la libertad de cada uno. En eso consiste la neutralidad de una institución pública y académica: en el compromiso radical con la libertad. Ese compromiso es lo que está en juego.
*** Ricardo García Manrique es profesor de la Universidad de Barcelona y miembro de Universitaris per la Convivència y del Foro de Profesores.