San Sebastián, 23 de enero de 1995. Llueve intensamente en la ciudad, como casi siempre que ETA decidía imponer su ley. En el imaginario colectivo, el diluvio convertía todos aquellos cuerpos cubiertos con mantas, féretros, cementerios y demás escenografía en algo aún más trágico, más triste.
Aquel lunes de enero de hace veinticinco años, pasadas las tres de la tarde, Gregorio Ordóñez Fenollar, teniente de alcalde de la ciudad y diputado en el Parlamento vasco por el Partido Popular, se dirige junto a varios compañeros del partido al restaurante La Cepa, en la Parte Vieja. Una vez allí, mientras come y charla sobre lo dura que ha sido la jornada, un hombre encapuchado se dirige hacia él y le descerraja un tiro en la nuca.
Ordóñez se desploma sobre la mesa ante los gritos del resto de clientes y empleados del bar. Esa imagen, con un enorme charco de sangre y el etarra huyendo de la escena, permanece imborrable en la memoria de María San Gil, su secretaria, una de las tres personas que acompañaban a Gregorio aquella mañana y que, años después, se convertiría en presidenta del PP vasco.
Gregorio Ordóñez, nacido en Caracas en 1958, comenzó a vivir en Euskadi cuando apenas tenía seis años. Sus padres, ambos españoles, decidieron regresar después de haber emigrado años antes. Tras licenciarse en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra, comenzó su andadura política a principios de los años ochenta. Se afilió al Partido Popular, harto de estar sometido al yugo de ETA y al paso que marcaba la izquierda abertzale.
Con el paso de los años salió elegido concejal del Ayuntamiento de San Sebastián para, posteriormente, convertirse en parlamentario vasco y presidente del PP de Guipúzcoa. Siempre alegre, campechano, muy detallista, y amante de los Blues Brothers, con los que solía amenizar sus viajes en coche. Así era Goyo, como era conocido entre sus más allegados.
Mantuvo un discurso contundente contra ETA y el nacionalismo, en tiempos donde eso te podía costar la vida
Casado con Ana Iríbar en 1990, tuvieron un hijo, Javier, que apenas contaba con poco más de un año cuando le arrebataron a su padre. Para él, siempre será un referente: "ETA no sólo asesinó a mi padre, también me robó la posibilidad de tener recuerdos de una vida con él".
Durante sus más de doce años de actividad política mantuvo siempre un discurso contundente contra ETA y el nacionalismo vasco, en tiempos donde eso te podía costar la vida, como así ocurrió.
Ordóñez era muy cercano con sus conciudadanos, le gustaba charlar con ellos y recorrer a pie la ciudad para palpar el sentir del pueblo. Algo temperamental, siempre iba de frente y, a pesar de su beligerancia contra la banda terrorista, se ganó la admiración de muchos donostiarras que no solían votar al Partido Popular.
Ordóñez fue, en definitiva, uno de esos ciudadanos valientes que decidió vivir sin el candado del miedo en la boca. Constantes eran sus mitines donde criticaba a ETA y a su brazo político, algo inusual en el País Vasco de aquella época: "En 1981 me metí en política porque quiero mucho a mi tierra y no me daba la gana verla sometida y doblegada por los pistoleros de ETA", "muchos ciudadanos donostiarras exigimos que la basura empiece a funcionar por donde debe funcionar, por las cloacas. Los ciudadanos normales no tenemos por qué cruzarnos con esa gentuza por la calle"’.
Decidió no esconderse, no amilanarse ante los violentos. Estaba convencido de que era la forma de instaurar la democracia y la libertad en el País Vasco.
El consejero de Interior del Gobierno vasco, Juan María Atutxa, consideró que no era prioritario asignarle escolta oficial
En mayo de 1995 se celebraron elecciones municipales en toda España y Ordóñez partía como claro favorito para hacerse con la alcaldía de San Sebastián. Una victoria histórica que ETA no podía asumir (hasta la fecha ningún alcalde de la ciudad ha pertenecido al Partido Popular).
En los años noventa, el brazo político de la banda gobernaba en numerosos municipios del País Vasco pero, sobre todo, gobernaba las calles a través de la intimidación y la persecución del que no era como ellos, del que decidía desmarcarse del pensamiento único. Lo que era una estrategia callejera de ETA a través de sus cachorros, se convirtió en algo más serio a finales de 1994, donde, a través de la ponencia Oldartzen, aseguraban que los próximos objetivos serían los concejales y políticos de a pie. Gregorio Ordoñez fue el primero.
Unos meses antes del asesinato, en una carta contra Ordóñez, Ramón Jáuregui y otros políticos vascos publicada en el diario Egin, el altavoz de la banda durante muchos años, el etarra Antón López Ruiz, Kubati, preso en aquellas fechas, expresaba lo siguiente: "Sólo quiero acusaros de querer ser verdugos de la honradez y del amor a unas siglas: ETA". "Me despido de todos vosotros con desprecio y con el deseo esparanzador de que algún día, al poner la radio, oiga por ella una buena noticia que me alegre el día".
En reuniones mantenidas meses antes de su asesinato, Ordóñez confesó que sentía preocupación y que intuía que le estaban siguiendo. Esa intuición se convirtió en certeza poco tiempo después.
El consejero de Interior del Gobierno vasco, Juan María Atutxa, consideró que no era prioritario asignarle escolta oficial y Goyo decidió, ante tal situación, comprarse un arma, la cual portaba bajo su americana o, en ocasiones, bajo el calcetín. Como ciudadano de bien, casado y con un hijo, aquello le venía grande, no estaba hecho para campar con una pistola por la calle.
Aún se desconoce quién apretó el gatillo, si Carasatorre o quien después asesinó a Miguel Ángel Blanco
De poco le sirvió ante la cobardía de la banda terrorista, que siempre mató por la espalda. Ordóñez decidió enfrentarse a ETA a pecho descubierto, era su forma de entender la vida y la libertad, y no iba a claudicar fácilmente.
El asesinato del político vasco fue la crónica de una muerte anunciada. Durante los meses previos al asesinato había sufrido numerosas amenazas. Seguramente, la más dura, la que se produjo poco antes de fallecer. En una llamada telefónica, que durante tanto tiempo martilleó la cabeza de su esposa y que aún hoy pone los pelos de punta, la banda terrorista le advirtió de lo que podía pasarle si no abandonaba su tierra: "Gregorio, estamos hasta los cojones de ti, una declaración más tuya y tu familia corre riesgo de morir, cualquiera de ellos, estamos hasta los cojones ya de ti, ¡fuera de Euskadi cabrón!".
Gregorio quedó destrozado por el asesinato, en diciembre de 1994, del sargento de la Policía Municipal Alfonso Morcillo. Ambos llevaban tiempo investigando acerca de las posibles infiltraciones -que posteriormente se confirmaron- de la organización terrorista en el estamento policial, y Ana, su esposa, le notaba preocupado por ello. En tiempos en los que Partido Socialista y Partido Popular estaban hermanados en Euskadi, ambos luchando por la supervivencia, su esposa sentía que, en su particular cruzada contra la banda, a su marido le habían dado la espalda el resto de fuerzas políticas que defendían la democracia.
El 23 de enero, el comando Donosti, integrado por Valentín Lasarte, Carasatorre Aldaz y García Gaztelu, Txapote, ejecutó el plan que llevaba meses preparando. Siguieron los pasos del edil vasco desde el Ayuntamiento hasta la Calle 31 de Agosto, donde se encontraba el restaurante al que solía ir a comer Gregorio con algún compañero.
Según la sentencia dictada en 2006, Lasarte fue el encargado de la planificación del atentado; sus compañeros, de hacer el trabajo sucio. A día de hoy se desconoce quién apretó el gatillo, si Carasatorre o quien, dos años y medio después, haría reventar en llanto y rabia a millones de españoles asesinando a sangre fría a un joven concejal de Ermua.
Fue una vida comprometida con la libertad, una vida corta, pero lo suficientemente intensa para que mereciese la pena
El asesinato de Gregorio Ordóñez generó una conmoción muy poco común en la sociedad vasca hasta la fecha. Una sociedad que poco a poco iba despertando de su letargo, que dejaba de forma progresiva de mirar para otro lado y que, gracias a plataformas como Gesto por la Paz o Basta Ya empezaba a desmarcarse de forma manifiesta de la violencia y a distinguir el bien del mal.
Con Goyo se iba una persona que no dejó indiferente a nadie. Se granjeó también muchos enemigos, aquellos que no compartían la defensa de la convivencia en paz y en libertad. Se iba un político que guardaba un profundo amor por San Sebastian, que conocía cada rincón de la ciudad y que tenía una enorme vocación por el servicio público.
Se decretaron tres días de luto oficial en la ciudad y un crespón negro ocupó su asiento en el pleno extraordinario celebrado al día siguiente en el Parlamento vasco. Enterrado con honores, su capilla ardiente, instalada en el Salón de plenos del Ayuntamiento, fue visitada por miles de donostiarras que quisieron darle el último adiós a un político diferente, atrevido, que luchó contra el régimen totalitario que pretendía imponer ETA. Su testigo lo cogió la llamada Generación Blanco, que entró en política con Ordóñez como referente.
Esta semana, familiares y amigos acudirán a la Parte Vieja de San Sebastián, la misma a la que Goyo nunca quiso ir acompañado de su mujer. Tampoco ella ha querido, salvo en contadas ocasiones, dejarse ver por allí en estos veinticinco años. Se colocará una placa en recuerdo a su figura a la entrada del restaurante donde fue asesinado, con el objetivo de luchar contra la desmemoria y el falso relato que busca la izquierda abertzale. Para que los más jóvenes sepan que allí, no hace tanto tiempo, el terrorismo acabó con la vida del futuro alcalde de su ciudad, con aquel hombre al que un sector enfermo de la sociedad vasca, liderado por Kubati y los suyos, querían ver muerto.
Un hombre que asumió una vida arriesgada pero comprometida con la libertad. Una vida corta, demasiado corta, pero lo suficientemente intensa para que mereciese la pena.
*** Jaime González es graduado en Relaciones Laborales y Recursos Humanos por la Universidad de Extremadura.