Finalmente, los identitarios ingleses han conseguido su objetivo. El brexit se ha consumado, y a partir de ahora el Reino Unido ya no tendrá que someterse al siempre lento y siempre insatisfactorio proceso de armonizar con el resto de los países de la Unión Europea sus intereses económicos y políticos por medio de acuerdos. Acuerdos, compromisos e instituciones comunitarias que no permiten nunca extraer todas las ventajas de la propia posición, y obligan a ceder soberanía, y a aceptar planteamientos no deseados en múltiples temas, en pro de la concordia.
Todo esto se acabó. El lema de los brexiters era la recuperación plena de la soberanía y el control (take back control), y ya lo tienen. A partir de ahora, podrán competir a cara de perro con los demás países europeos, procurando arrebatarles (con ventajas fiscales y laborales) empresas y mercados. Y además sin ni siquiera tener que preocuparse por contribuir al esfuerzo común para el desarrollo de las regiones más desfavorecidas del continente, o a la solución conjunta de los problemas que se presenten en cualquiera de los países de la Unión.
Es el triunfo del egoísmo nacionalista sobre el intento de tender puentes hacia el exterior de la propia tribu. Identidad. Identidad. Identidad. Y ningún ideal de comunidad solidaria, y ninguna noción de apoyo mutuo, más allá del ámbito de la comunidad nacional. Dicho en palabras de un viejo político germano, de cuyo nombre no quiero acordarme: "Nunca creáis en la ayuda externa; nunca en la ayuda que provenga de fuera de nuestra propia nación, de nuestro propio pueblo. El futuro depende exclusivamente de nosotros".
Pero mientras que los británicos se disponen a explorar una vez más esa vía, el resto de los países de la Unión Europea continúan esforzándose en construir y mantener la estructura política y económica supranacional iniciada en el Tratado de Roma. Una estructura débil, sin duda alguna. Con la debilidad inevitable en toda conjugación de múltiples voces, pueblos e intereses divergentes. Pero una estructura política bella, a pesar de su debilidad... o tal vez incluso por esa debilidad.
Quizás sorprenda al lector el uso de una categoría estética para hacer referencia a una estructura política, pero permítame insistir en ella. Porque se trata de un aspecto que no suele tenerse en cuenta cuando se habla de estos temas, y merece la pena llamar la atención sobre el mismo.
Es el triunfo del egoísmo nacionalista sobre el intento de tender puentes hacia el exterior de la propia tribu
¿En qué sentido se puede hablar de la belleza de la Unión Europea? El filósofo irlandés Francis Hutcheson, en su ensayo de 1725 titulado Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza ―una de las reflexiones más profundas e influyentes en la historia de la estética―, afirmó que la belleza se sigue de "la unidad en la variedad". Es decir, de la presencia de una gran diversidad en la que, sin embargo, descubrimos un principio que supera la fragmentación irracional. Un principio que, en cierto sentido, convierte la mera dispersión en un conjunto, y lo vuelve así hospitalario. Acogedor.
Que este tipo de vivencia estética se puede experimentar también en el orden político, nadie ha sabido reconocerlo y describirlo mejor que el escritor austriaco Joseph Roth. En sus novelas y relatos ―singularmente en El busto del emperador, La marcha Radetzky, y La cripta de los capuchinos―, Roth ofrece un tributo literario memorable a su patria destruida por los nacionalismos: el Imperio Austrohúngaro. La débil monarquía supranacional que, en su aspiración a una civilizada unidad política, sobre un sustrato de múltiples pueblos y lenguas, constituye el precedente más directo de la actual Unión Europea.
En su evocación de la patria supranacional perdida, Roth insiste con frecuencia en la belleza de la "unidad en la variedad" lograda en aquel orden político. Y en la riqueza vital que suponía el ser ciudadano de un orden así:
"La monarquía imperial era un pequeño retrato de la variedad del mundo, y era por eso el único hogar... Y en cada país se cantaban otras canciones; y en cada país los campesinos llevaban otras ropas; y en cada país se hablaba otra lengua y aun varias lenguas distintas. Y lo que tanto entusiasmaba.. era la combinación de negro y amarillo [la bandera de los Habsburgo], solemne y alegre, que tan familiarmente lucía entre los diversos colores...
Como todos los austríacos de aquella época, ...amaba lo permanente dentro de la constante transformación, lo usual dentro del cambio y lo conocido dentro de lo inusual. De este modo, lo extraño se volvía familiar sin perder su color; y de este modo, la patria poseía la eterna magia del extranjero".
La mayor pérdida que podían sufrir ya la han sufrido: la autoexclusión de esa bella y débil unidad que es Europa
La familiaridad surgía de un espíritu unificador ―recuerda Roth― manifestado en unos símbolos e instituciones comunes, que no eliminaban las diferencias, pero las envolvían en un ambiente reconocible. En un marco de validez general. Y convertían así una multiplicidad de pueblos y de lenguas en un hogar, proporcionando a los ciudadanos del mismo la inigualable experiencia de poder vivir en un orden político que poseía al mismo tiempo el sabor de lo local y de lo extranjero.
Esto mismo es hoy la realidad de la Unión Europea. Esa fusión de lo extranjero y lo local que resulta de la proyección, sobre los distintos fondos nacionales, étnicos, y lingüísticos, de un espíritu unificador. Espíritu que se manifiesta precisamente en todas esas instituciones y normativas que nuestros identitarios de aquí aborrecen no menos que los británicos.
Las aborrecen, y las caricaturizan como intromisiones del "monstruo burocrático de Bruselas" en la soberanía nacional, pero son ellas las que nos permiten viajar por buena parte del territorio de la Unión sin tener que cambiar de moneda, y las que nos proporcionan una tarjeta de asistencia sanitaria válida por doquier. Son las normativas unificadoras que facilitan la homologación de los títulos universitarios en todos los países de la Unión, y que permiten a cualquier ciudadano de la unión establecerse y trabajar en cualquier lugar de Europa, y a los empresarios y agricultores producir y vender sus productos en cualquier parte del territorio, sin tener que preocuparse por aranceles y tasas aduaneras.
Los identitarios ingleses pretenden ahora seguir vendiendo sus productos libremente en esta Europa, pero manteniéndose al margen de todas esas normativas que dan sentido al libre comercio como parte de un hermoso proyecto político de mucha más envergadura. No es muy probable que se salgan con la suya.
Pero al margen de las restricciones que se vean obligados a aceptar en sus planes, por motivos estrictamente técnicos, la mayor pérdida que podían sufrir ya la han sufrido: la autoexclusión de esa bella y débil unidad en la variedad, que es Europa. La pérdida de esa intensa fusión de lo familiar con lo extraño, de la identidad con la diferencia, en que consiste la ciudadanía europea. A partir de ahora ya no tendrán más que la identidad. La unidad sin variedad. Es lo que han querido.
*** Francisco José Soler Gil es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla.