Bolingbroke, un pensador y político inglés del XVIII, escribió un librito titulado Idea del rey patriota. La tesis era bien sencilla: toda monarquía parlamentaria funciona con la combinación ponderada de dos elementos: el Rey y los partidos en las Cámaras. El problema que veía Bolingbroke era la dificultad para disciplinar a los miembros de esos partidos en una vida honrada y de servicio público. El motivo era que esos dirigentes tendían a la corrupción y al bloqueo del gobierno.
La solución era un rey patriota; esto es, un Jefe del Estado que liderase la vida política desde el ejemplo y la legalidad, porque ese era el verdadero servicio a la patria. Bolingbroke no tuvo fortuna con su propuesta hecha en tiempos de Jorge III y Jorge IV, pero sí en el reinado que comenzó en 1837, el de Victoria, no sin grandes problemas. La actuación de la Corona y de las élites políticas dieron entonces una solidez al régimen parlamentario que fue la envidia de Francia, o de España.
Juan Carlos I era ese rey patriota. Una vez orillado Don Juan de Borbón por Franco, el joven príncipe concitó la esperanza de no pocos opositores para que a la muerte del dictador el país se inclinara por la democracia. Su discurso en Nueva York y el apartamiento de Arias Navarro-”un desastre sin paliativos”, dijo-, aventuraba lo mejor dentro de una país muy tenso por el terrorismo y el ruido de sables. Y así fue.
Resultó ser la figura que encarnaba la modernidad, la paz, el diálogo, el respeto y la democracia. Ese conjunto llevó a que el rey Juan Carlos quedara al margen de la disputa política y periodística. Al tiempo que se iba forjando el mito de la Transición como anclaje histórico para el sistema de la Constitución de 1978, el Rey formaba parte de esa narración. Al igual que los Padres constitucionales, o que Adolfo Suárez, su figura, vida y trayectoria, incluido su papel en el 23-F, quedaron como ejemplarizantes.
La abdicación en 2014 por los escándalos en su vida privada y sus inútiles disculpas dieron una moratoria a Juan Carlos
El republicanismo suave envainó la espada. Felipe González lo enterró para el PSOE, y el PCE lo dejó para otra época. Estos nuevos monárquicos pasaron a llamarse “juancarlistas”. Era una forma honorable de usar el papel de fumar para sostener su monarquismo circunstancial.
Pasaron partidos y presidentes por el Gobierno, y ninguno dijo nada, sometiéndose a la conveniencia de mantener el papel dignificado del Rey. El símbolo pesaba mucho. Era la unidad de España, querido y admirado, embajador de nuestro país en todo el mundo -claro que entonces no sabíamos hasta dónde-.
La abdicación en 2014 por los escándalos en su vida privada, y aquellas inútiles palabras -“No lo volveré a hacer. Lo siento mucho”-, dieron una moratoria a Juan Carlos. Sin embargo, la distancia con el rey Felipe VI no hizo más empezar. No es que el heredero estuviera preparado, es que sabía perfectamente que el titular de la Corona tiene como principal misión hacer lo preciso para conservar el reino. Y eso es lo que ha hecho.
La conservación del reino de España supone propiciar el buen entendimiento entre las fuerzas políticas, la estabilidad institucional, el respeto al protocolo y a la legalidad, y defender la imagen de la monarquía con un comportamiento impecable. Era necesario, por tanto, eliminar de la Familia Real a todos aquellos que enturbiaban el proyecto de su reinado por la imagen negativa, como Urdangarín, la Infanta Cristina y ahora su propio padre. Del mismo modo debía presentarse como la institución apartidista por excelencia, moderadora y de conciliación, siempre en defensa de la Constitución de 1978, fuente de su legitimidad.
Esto se agrava porque los interesados en sentar en el banquillo a la monarquía son los socios de Pedro Sánchez
Las noticias sobre la fortuna de Don Juan Carlos, aireadas por el ex comisario Villarejo y la princesa Corinna, suponían dos problemas. El primero era que eliminaban el principio de confianza en el cumplimiento de las funciones dignificantes, de prestigio y credibilidad. Es decir; que de no hacer nada tras la denuncia, el Rey dejara de ser el símbolo de lo mejor de la Constitución de 1978 y de nuestra democracia.
El segundo problema, y quizá el más grave, es que las noticias de los fondos saudíes en fundaciones alimentaba el relato que define a la Transición como una gran farsa, que produjo un mal texto, la Constitución. Esto se agrava porque los interesados en sentar en el banquillo a Don Juan Carlos y a la monarquía son los socios de Pedro Sánchez: Unidas Podemos y los nacionalistas.
Llegados a este punto, es preciso apelar a que no paguen justos por pecadores. Esto significa la necesidad de valorar a Felipe VI por su persona y actuación, por la demostración eficaz en el cumplimiento de sus funciones, su honradez y servicio a la democracia y a la legalidad.
Muchos años atrás, en la Restauración, Alfonso XII, sin duda el mejor Borbón hasta que llegó Felipe VI, no quiso que su madre, Isabel II, pisara tierra española. Cánovas se negó. No quería que una persona que arrastraba una imagen de corrupción pública y privada tan grande como discutible enturbiara el comienzo del reinado de su hijo. Isabel II se enfadó, rompió platos en su palacio parisino y gritó, pero se quedó en la capital francesa. Volvió a su querida España años después, con permiso, y la gente, esa que con el tiempo solo recuerda lo positivo, la recibió con grandes muestras de afecto. De la Historia, el ejemplo.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.