Ni el muro detuvo a los caminantes blancos, ni las fronteras nacionales detendrían una pandemia. O al menos esto es así a largo plazo; porque a corto, es indudable que ambos obstáculos sí permiten ganar tiempo, de suerte que, si el virus tiene fecha de caducidad, ese tiempo que otorga el obstáculo de la frontera puede resultar vital para vencerlo.
De ahí que entre las primeras y más necesarias medidas que se han tomado esté, en efecto, la de recuperar las fronteras y la soberanía para decidir políticas, restringiendo ese bien del que disfrutamos durante décadas: la libre circulación de personas, bienes y servicios.
Tanto es así que hace unos días Donald Tusk alertaba del peligro de que el coronavirus alentase a quienes desean dar marcha atrás en el proceso de integración europea. La tentación del aislamiento es notable, y la falta, una vez más, de una respuesta decididamente común europea no hace más que empeorar las cosas.
Pero a pesar de todo, el escenario que se dibuja en Europa si proyectamos la situación actual en el futuro es una distopía tan temible que debería bastar para disuadir de tales tentaciones. Fragmentarse hasta desaparecer entre entidades políticas y económicas incomparablemente mayores, empobrecimiento generalizado, tensiones internas constantes intraestatales e interestatales, como en los viejos tiempos… Una acumulación de naciones ensimismadas sería además incapaz de hacer frente a los retos más importantes que tiene la humanidad; unos retos que, para ser superados necesitarán, por el contrario, una cada vez mayor capacidad de coordinación, decisión y acción global.
Habría que sostener la ciudadanía europea sobre bases mucho más sólidas que la mera promesa de prosperidad que proporcionaba el mercado común, avanzando hacia una identidad común, con todo lo que eso implica, porque solo una tupida red de afectos compartidos podría sostener avances ambiciosos en el ámbito de la solidaridad, como puede ser la mutualización del descalabro económico que va a producirse en los países más afectados por el coronavirus. ¿Sería esto nacionalismo europeo?
Los vínculos que unen a los miembros de una sociedad constituyen el valor fundamental para vencer a la pandemia
El mejor modo de combatir el virus también pone de relieve los beneficios de una organización social comunitarista que algunos pueden interesadamente confundir con el nacionalismo. Los epidemiólogos conceden que los estrechos vínculos que unen a los miembros de una sociedad constituyen el valor fundamental de esa sociedad para vencer la pandemia. Son los lazos afectivos los que alimentan con mejores nutrientes la solidaridad, que sin ellos deviene en algo frágil, sutil, casi intangible, una idea abstracta que ni levanta pasiones ni moviliza multitudes. La solidaridad es algo que no se da en el vacío, sino que requiere de una circunstancia concreta y un entorno bien delimitado.
Sabemos desde antiguo, no obstante, que ese comunitarismo no es exclusivo del nacionalismo. Ya Aristóteles, para quien el hombre es un animal político, dudó de que esa comunidad de afectos que nos vincula a la familia, al pueblo y, por fin, a la polis, pudiese ir más allá. O dicho de otro modo: la fraternidad universal puede dar buenos frutos, pero la dimensión "robusta" de la comunidad de afectos, la que propicia los mecanismos de solidaridad, sólo es posible entre los miembros de una misma comunidad política.
Incluso Marco Aurelio, un primer espada del cosmopolitismo, definió al impío como aquel que se abstraía de sus deberes para con el prójimo y no pudo concebir acción alguna en el hombre virtuoso que no se aplicase en el bien de su sociedad.
Es la virtus romana, la que pondera en el más alto grado el amor a la gens, a la familia, y la que antepone el bien común al propio, la patria por delante del individuo. La misma virtus que resonó con fuerza en los albores de la Ilustración, cuando los muñidores de las nuevas entidades políticas fueron conscientes de que el sentimiento patriótico era el instrumento más eficaz para lograr la integración de los ciudadanos. Esa nueva lealtad nacional tenía la función de sustituir las lealtades del Antiguo Régimen: si los súbditos eran leales a su señor, los ciudadanos debían serlo a la patria.
El propio Isaiah Berlin reconocía que para tener éxito ningún proyecto político de tendencia cosmopolita, abierta, debería desatender pilares de la sociedad cerrada que garantizan el arraigo, como son los símbolos, la tradición o la cultura.
La red de afectos fundada principalmente en lazos políticos fue reemplazada por una red de vínculos identitarios
Sentimientos, fronteras, tradiciones, comunitarismo, símbolos… En efecto, este es el terreno donde se mueve el nacionalismo. ¿Qué hay de malo, pues, en esa clásica apelación al "nosotros" en boca de un líder nacionalista para movilizar a su pueblo? ¿Acaso no es positivo reforzar la dimensión sentimental que comparten los miembros de la comunidad? ¿Es posible distinguir entre nacionalismo y patriotismo?
Para dar con la respuesta deberíamos volver a ese momento en el que los ilustrados decidieron apostar por el patriotismo. Veamos qué era entonces la "virtud política", en palabras de Montesquieu: "El amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad". La unión entre amor a la patria y amor a la igualdad era inquebrantable. ¿Y qué había tras el célebre we del "we the people" estadounidense? Exactamente lo mismo: ese "nosotros" era un pronombre sin contenido esencial, como debe ser, que abarcaba por igual a todos los ciudadanos, y fundaba su legitimidad precisamente en esa idea de igualdad.
Fue el espíritu romántico que fraguó en Alemania, en buena medida como rechazo al dominio francés, el que alumbró el nacionalismo tal y como hoy lo conocemos. La red de afectos fundada principalmente en lazos políticos fue reemplazada por una tupida red de vínculos identitarios —los Discursos a la nación alemana de Fichte son un excelente esfuerzo por llenar de contenido esencial ese "nosotros"— y la igualdad dejó de ser el valor fundamental para ceder el paso a la diferencia.
Con el tiempo hemos dado en llamar patriotismo a aquel nacionalismo ilustrado y nacionalismo al romántico, dos conceptos nítidamente diferenciados, aunque los nacionalistas siempre se empeñen en confundirlos.
El mejor modo de distinguirlos es fijarnos en el uso que se hace del pronombre "nosotros" del que hemos hablado. Siendo el pronombre, como es según su definición, una clase de palabras de "significado ocasional", los empeños por dotarlo de un contenido esencial —sustantivo y permanente— son un atentado contra su razón de ser.
Lo que alienta en el nacionalismo es un tenaz desprecio a la igualdad sobre la que se funda el patriotismo
¿Qué uso del "nosotros" se hace cuando desde el nacionalismo se apela a un "frente secesionista común"? ¿Acaso esa llamada puede tener como resultado el fortalecimiento de las esferas de afectos tan beneficioso siempre para la salud de la comunidad, y muy especialmente cuando se está enfrentando una pandemia?
Parece más bien lo contrario. Ese nacionalismo excluyente reduce y daña la red de vínculos y afectos destinada precisamente a servir de protección a los miembros de la comunidad. Divide el "nosotros", lo hace más vulnerable, también al virus. Es una pulsión nociva, destructora y autodestructiva. Un particularismo que excluye otras lealtades más amplias es, además, una proposición de conducta inmoral.
¡Qué diferente ese "nosotros" disgregador del aplauso unánime de los balcones! El coronavirus saca lo peor y lo mejor de las personas, de los credos, de los partidos… y pone al descubierto la enorme distancia que separa el nacionalismo del patriotismo. Por suerte, ni los médicos ni los soldados, por citar sólo dos colectivos, condicionan su sacrificio a la identidad del conciudadano al que prestan su ayuda.
Así que no deberían los nacionalistas apuntarse como propias las virtudes del patriotismo. Su pulsión no solo es distinta, sino opuesta.
Porque lo que alienta en el nacionalismo es, en el fondo, un tenaz desprecio a la igualdad; a esa misma igualdad sobre la que se funda el patriotismo y sin la cual la comunidad política se resquebraja.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.