El más recurrente mensaje que llegaba en los últimos años sobre la política sanitaria era aquello de “tenemos el mejor sistema de salud del mundo”. Por principio, hay que desconfiar de este tipo de ránquines tácitos, que nadie se preocupa por acreditar y que tan a menudo son el trampantojo montado por gobernantes en actitud complacida y dadivosa.
España no tiene, y nunca ha tenido, el mejor sistema sanitario del mundo. Tenemos una sanidad que alberga virtudes y defectos, pero que ni es lo buena que pudiera ser, ni tampoco ha recibido la atención política que merecía.
En la parte muy positiva apuntamos el hecho de que constituye un derecho de aseguramiento universal, del que los ciudadanos nos beneficiamos por el mero hecho de serlo. También, que el sistema es macroeficiente: se mantiene con apenas el 6% del PIB en su parte pública y con otro 2% en la privada.
Lograr un nivel máximo de cobertura con una fracción tan pequeña de nuestra riqueza nacional -de las menores de Europa- es posible a base de limitar los precios de los dos principales factores de producción del sistema, los salarios de los profesionales y los costes de los tratamientos.
La sanidad se ha publificado, y así es como el mismo Estado que contrata a los sanitarios impone el valor de sus salarios, o determina cuánto se paga y cómo se accede a los medicamentos que componen la prestación farmacéutica. Mediante una intervención sistemática en origen, orientada exclusivamente a controlar los presupuestos, es como se consigue que por menos de lo que cuesta un seguro a todo riesgo de un vehículo dispongamos de una tarjeta sanitaria que nos da acceso a la cartera de servicios.
Nuestra sanidad adolece, sin embargo, de muchos problemas que están descritos desde hace tiempo, pero que ninguna propuesta política ha encarado con criterio y vigor bastantes como para poder corregir.
No se ha entendido que todos los contactos del paciente con el sistema que no añaden valor, sólo añaden costes
El primero de ellos es que no se ha desarrollado una estrategia clara de creación de valor salud, pensando siempre en los procesos y no tanto en los resultados. Muchas cosas se hacen como consecuencia de los atavismos impuestos por los administradores del sistema, y hay poco espacio para las reformas funcionales y la innovación en gestión.
Una de las consecuencias más lacerantes de esta actitud es que muchos pacientes crónicos se enfrentan cotidianamente a un modelo asistencial fail-first, consistente en tener que subir escalones terapéuticos de poca utilidad si quieren acabar mereciendo, en el mejor de los casos, tratamientos más efectivos. El mismo sistema que autoriza y reconoce el valor de nuevas terapias más seguras y eficaces hace lo posible y lo imposible por relegar su uso.
No se ha entendido algo tan básico como que todos los contactos del paciente con el sistema que no añaden valor, sólo añaden costes. El resultante es una recurrente y dañina ineficiencia, listas de espera perpetuas y niveles de insatisfacción no desdeñables. También, el creciente fenómeno de la inequidad, donde para muchos de esos pacientes la principal variable que condiciona sus tratamientos no es su estado clínico, sino su código postal. Según dónde vivan, será más fácil o mas difícil disponer de una terapia acorde con las guías de práctica clínica.
Tampoco el sistema sanitario español es bueno en entender la calidad asistencial de una manera integral. Nos conformamos con emular el modelo de las cadenas de comida rápida, en el que el escaso valor dietético de lo que se despacha en el mostrador se compensa con el hecho de que todos nos lo podemos permitir.
Con este esquema conceptual hemos ido tirando, y salvo contadas y meritorias iniciativas, se ha relegado la construcción de un sistema de salud en el que la calidad científico técnica se acompañe de la calidad organizativa y la de la relación interpersonal, la humanización, tan relevantes en el manejo clínico de cualquier patología.
La consecuencia es que el sistema sanitario español es un ente menguante, cuya financiación es notoriamente escasa, y al que la alta política le ha prestado una paupérrima atención. Si miramos los programas de unos y otros partidos, apenas hay diferencias en lo que se dice, sin duda fruto del nulo interés que suscita en las cúpulas de tales organizaciones. Todos hablan tópicamente de promover un sistema “universal, equitativo y de calidad”, y a veces recogen una ristra de pretensiones de grupos de interés más o menos justificadas. Ninguno ha sido capaz de definir un modelo cabal de desarrollo sanitario digno de tal nombre y digno de un país avanzado.
El Ministerio de Sanidad se ha desvelado como un ente emasculado, reducido a apenas cuatro despachos
En estas estábamos cuando llegó el Covid-19, y la sociedad se ha percatado de unas cuantas cosas. La primera, la importancia que tiene para todos disponer de un buen sistema sanitario. Y la segunda, las enormes carencias del nuestro.
Si se ha contenido el impacto de la epidemia ha sido por el esfuerzo de unos profesionales que han demostrado que, más allá de quien les pague su nómina, son partícipes de un contrato social que les impele a dar lo mejor de sí mismos en momentos como los actuales. También hemos comprobado que hay excelentes gestores, entre los que sin duda están la mayoría de los consejeros de las comunidades autónomas, capaces de activar recursos críticos en medio de la escasez y el colapso.
Pero también se han visto los graves problemas -muchos de ellos larvados o preteridos en el debate político- de una sanidad escasa. El Ministerio de Sanidad se ha desvelado como un ente emasculado, reducido a apenas cuatro despachos, que no ha podido responder a necesidades tan cruciales como la cualificación epidemiológica de la situación o la ejecución de compras de materiales. En el diseño de Ernest Lluch se dibujó un Sistema Nacional de Salud distribuido en servicios autonómicos sanitarios.
La ilimitada centrifugación ha acabado con ese diseño. Hoy los entes autonómicos se consideran a sí mimos “sistemas” (lo dicen igual en Andalucía que en Cataluña), tienen preponderancia absoluta, y se ha hurtado al Ministerio cualquier capacidad de promover políticas sanitarias integradas, con un Consejo Interterritorial convertido en un parlamentito sectorial de escaso valor en términos de gobernanza.
El presidente del Gobierno ha hablado de “fortalecer” el sistema de salud, y la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica ya está trabajando, o al menos lo intenta, en ese asunto. La pregunta que ineludiblemente hay que hacerse hoy es en qué consiste realmente fortalecer nuestra sanidad.
Fortalecer no consiste en publificar, sino entender la contribución convergente de lo público y lo privado
Y la respuesta ya no no puede estar basada en los tópicos y la vaciedad de antaño. Fortalecer no consiste en publificar más los medios y recursos sanitarios, sino entender la contribución convergente de lo público y lo privado. Fortalecer no es reducir los niveles de corresponsabilidad, sino integrar nuevas iniciativas en el perímetro común. Fortalecer tampoco es decir que va a haber más presupuesto, sino que éste esté ligado a la creación de valor y la consecución de resultados en salud.
Fortalecer tampoco es, especialmente, mantener criterios políticos del viejo régimen sanitario, sino valorar con una nueva mirada todas las transformaciones necesarias, y la principal es hacer lo más conveniente para que las aportaciones de la ciencia y la tecnología lleguen adecuadamente a los pacientes de la mano de los profesionales.
El Plan Europeo de Reconstrucción que ha presentado la Comisión puede ser el estímulo que necesitemos para rescatar a nuestra sanidad de la depauperación política y de recursos que ha sufrido en las últimas décadas. El modelo de Von der Leyen es retador: hay fondos si hay proyectos de mejora en sectores de relevancia europea.
De momento, el presidente Sánchez ha hablado de algunas áreas preferentes, como turismo, comercio, renovables, automóvil, transporte, construcción o digital; ni una palabra de la sanidad. Justo el espacio más necesitado de una reforma responsable y de una mayor financiación, especialmente en tiempos de crisis.
Tras todo lo que hemos visto en nuestra sanidad en relación al Covid-19, no debemos olvidar que estamos en el preámbulo de enormes transformaciones que ya nos propone la ciencia -terapias génicas, nuevas vacunas, tratamientos para el cáncer, medicina de precisión- y la tecnología -digitalización, inteligencia artificial, telemedicina-.
El cuidado y la protección de la salud debiera tenerse hoy como un espacio de interés preferente para la política, esa misma política que hasta ahora ha huido sigilosamente de un compromiso mayor con algo tan esencial para la sociedad.
*** Santiago Cervera Soto es médico y exconsejero del Salud del Gobierno de Navarra.