Con los avances tecnológicos, el acceso a la pornografía se ha disparado. Mi generación consumió porno en internet antes de conocer el sexo. En el mejor de los casos, esta experiencia actuó como una educación sexual lúdica. En otras ocasiones, el porno fue una cloaca a la que nos asomamos demasiado pronto, sin ser conscientes de que ofrecía ficciones.
Creemos que el deseo sexual es íntimo y personal. Sin embargo, la pornografía moldea los gustos. Sus imágenes enseñan qué nos debe parecer atractivo. Y luego cuesta desaprender lo interiorizado.
Nadie quiere confesar en público que consume porno. Por eso es difícil tener un debate honesto al respecto. Pero valdría la pena el esfuerzo. Sobre todo porque los contenidos mayoritarios son problemáticos desde varios prismas. Aunque no lo percibamos, o lo hayamos descubierto recientemente con el caso George Floyd, el racismo prevalece en muchos ámbitos de la vida. Tanto en la esfera pública como en la privada, incluyendo sus facetas más recónditas.
Frantz Fanon afirma en Piel negra, máscaras blancas (1952) que la sexualidad ayuda a entender el racismo. La razón es clara: el sexo y la raza están ligados a cuestiones de orden y subordinación. En este sentido, la pornografía da claves sobre las dinámicas raciales más inconscientes o inconfesables.
Al igual que otros ámbitos, la industria pornográfica es poco diversa. Los directores, productores y distribuidores más importantes son blancos. Blancas son también las grandes divas. Desde Jenna Jameson hasta Abella Danger, la imagen icónica del porno es una joven rubia y delgada de pechera generosa.
En cuanto a los consumidores, la pornografía mayoritaria se dirige al espectador masculino, heterosexual y blanco. De los 115 millones de visitas diarias que recibe Pornhub, la web líder del sector, el 68% son hombres. Ocho de los diez países con más tránsito están en Occidente.
La industria pornográfica es poco diversa. Los directores, productores y distribuidores más importantes son blancos
Los datos acreditan que este público participa del deseo interracial. Los contenidos, que prefiere verlo en formas familiares y accesibles. Por eso la industria confina a las minorías en roles estereotipados. Así satisface las fantasías raciales de los blancos sin incomodarlos.
Podría objetarse que todos los roles del porno son estereotipados: la esposa infiel, el profesor y la estudiante, el empollón con las animadoras… Cierto, pero estas escenas nunca se interpretan en clave racial cuando los actores son blancos. La blancura es invisible como categoría. Además, algunos estereotipos son más nocivos que otros. Veamos ejemplos.
Pornhub clasifica los cuerpos no blancos por raza o nacionalidad. En 2019, sus palabras más buscadas fueron “Japanese” y “Hentai”, esto es, el manga/anime japonés de contenido sexual. No es de extrañar. Japón tiene la industria pornográfica más desarrollada fuera de Occidente. Asimismo, valoramos a la mujer asiática por su belleza “exótica” y su supuesta docilidad. Por eso la etiqueta “Asian” muestra sobre todo a asiáticas con blancos.
Esta combinación también ofrece testimonios de turismo sexual. Me refiero al submundo retratado por Michel Houellebecq en Plataforma (2001), cuya tercera parte transcurre en Pattaya, la ciudad-prostíbulo de Tailandia. Este topónimo arroja miles de resultados y millones de visualizaciones. Suelen ser cintas amateurs de occidentales con prostitutas asiáticas, grabadas en un contexto de desequilibrio de poder.
Algunas de estas grabaciones contienen imágenes de gran dureza. Por ejemplo, prácticas humillantes de naturaleza sádica. Nada que objetar si son consentidas, pero no siempre lo parece. Los turistas sexuales se aprovechan de la precariedad laboral de algunos países asiáticos, donde muchas jóvenes (incluso embarazadas) buscan desesperadamente ingresos, por ingrata que sea la contraprestación. El sometimiento impuesto constituye, si no un delito, cuando menos una forma atroz de explotación laboral.
Por el contrario, los hombres asiáticos nunca aparecen entre los videos más buscados de Pornhub. Y es casi imposible encontrarlos emparejados con mujeres blancas. Algo parecido sucede en el cine convencional, con excepciones notables como Hiroshima mon amour (1959). Los asiáticos son considerados poco viriles, incapaces de brindar el espectáculo del sexo fálico. De ahí que brillen por su ausencia en la pornografía occidental.
El sometimiento impuesto constituye, si no un delito, cuando menos una forma atroz de explotación laboral
En cambio, el hombre negro bien dotado se lleva la palma. De hecho, el segundo canal más popular de Pornhub es “Blacked”, que ofrece sexo entre negros fornidos y blancas. A juicio de Román Gubern, este subgénero responde a la fantasía de la “rendición erótica” de la mujer blanca, reventada por la virilidad “en su estadio más brutal y primitivo” (La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, 1989).
Según la realizadora Sally Fenaux, “Blacked” ofrece “una versión de King Kong”. El canal perpetúa el mito del miembro gigantesco y representa al negro más cerca del animal que del hombre. Por eso duda que el espectador blanco se identifique con él. De hecho, la imagen del negro violentando a la blanca está en los orígenes del cine racista. Vean El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith, que relanzó al Ku Klux Klan.
Por su parte, las mujeres negras disponen de categoría propia: “ebony” (ébano). Consideradas hipersexuales, son fetichizadas como emblema de la lascivia heterodoxa, degradada y marginal. No hay ninguna actriz negra entre las veinte estrellas más buscadas. Cobran entre un 25% y un 50% menos que las blancas. Sus papeles típicos son la criada, la prostituta y la esclava abusada.
Aunque la conexión no siempre es tan explícita, la imagen sexual negra hunde sus raíces en la historia. El jesuita Alonso de Sandoval, autor del tratado sobre la esclavitud más importante en lengua española (1627), se turbaba ante los esclavos llegados desnudos a Cartagena de Indias. En Estados Unidos, los negros eran vendidos en subastas tras inspecciones corporales minuciosas. La economía sexual de la esclavitud tenía un componente pornográfico.
Ante este panorama, la acusación de racismo es tentadora. Sin embargo, el porno no inventa relatos raciales: los parasita. Estas imágenes seducen porque los espectadores (re)conocen los estereotipos, aunque no crean necesariamente en ellos. La opresión racista y sexual siempre han ido de la mano. Los mismos tabúes que guardaban la frontera racial ahora erotizan su transgresión. La industria pornográfica los explota de forma carnavalesca, sin abordar siquiera el tema explícitamente.
Ahora bien, cabe preguntarse por el impacto de estas imágenes. El porno engancha, por lo que proliferan los adictos. Aunque es difícil probar una relación causa-efecto con hechos concretos, parece plausible que los imaginarios pornográficos vayan calando. Sobre todo a quienes los consumen compulsivamente, sin pensamiento crítico. En este sentido, puede que la pornografía sea tanto reflejo como causa de mayores problemas.
*** Luis Castellví Laukamp es profesor de literatura española en la Universidad de Manchester.