En Oviedo, siendo soltero, a Francisco Franco le apodaban "el Comandantín". Su novia, Carmen Polo, pertenecía a una rica familia que no veía con buenos ojos a Francisco, un bajito anodino que vivía en una pensión. Aquel bajito sería un héroe en Marruecos, ganaría una guerra y acaudillaría un país.
Alfredo Landa era otro bajito anodino que hacía reír a los españoles persiguiendo suecas en las playas. Tanto representaba el carácter del español medio, que uno de los lemas de nuestra afición en la final del Mundial de Sudáfrica fue: “¡Cuidado, Holanda, que viene Alfredo Landa!”.
Cuando apareció en la gran pantalla con bigote y una desazón en la mirada, cuando apareció siendo el detective Areta, José Luis Garci temió las risas del público; pero este no rio y Alfredo empezó a cimentar su prestigio: ganaría el premio al mejor actor en el Festival de Cannes y tres goyas.
Andrés Iniesta era un niño responsable, tímido, sencillo. Hasta los doce años vivió en un pequeño pueblo de Albacete. Aunque nunca destacó por su físico, acabaría ganando un Mundial de fútbol.
Por una vez, el 11 de julio de hace diez años los españoles nos sentimos miembros de una misma fraternidad. En la España que acaudillaba Franco, en las plazas de los pueblos —abarrotadas— había altavoces que radiaban los partidos. Si les hubieran contado a aquellos aficionados que España iba a ganar un Mundial, hubiesen mostrado la misma mueca de escepticismo que si les hubieran dicho que el ser humano llegaría a la Luna. (Igual hubiesen reaccionado el niño Andrés y sus amigos porque España nunca pasaba de cuartos).
El escritor mexicano Juan Villoro dice que el fútbol nos lleva cada fin de semana hasta el niño que llevamos dentro; por eso Andrés y sus amigos siguen siendo niños cada fin de semana; por eso aquellos aficionados de la posguerra que se arremolinaban en las plazas de los pueblos —aquellos que aún vivan, claro—, siguen siendo niños los domingos; por eso el anciano caudillo volvía a su niñez cada vez que veía a Di Stéfano y a Puskas en la televisión.
Las últimas generaciones, en todo el planeta, han cambiado religiones por futbolistas, catedrales por estadios
Otro escritor, el uruguayo Juan Carlos Onetti, en el Instituto Francés de Barcelona pronunció un invierno palabras perfumadas de alcohol: “Hay que meter en el mismo saco a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. A cualquiera que tenga fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados… Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe ha de ser puesta en lo más desdeñable y subjetivo: en la mujer amada de turno, por ejemplo. O en un perro, en un equipo de fútbol, en un número de ruleta, en la vocación de toda una vida”.
Las últimas generaciones han cambiado religiones por futbolistas, catedrales por estadios, incluso en lo más recóndito de nuestro planeta. La fotógrafa Isabel Muñoz explica muy bien esta nueva fe: “He estado con tribus que viven completamente de espaldas al progreso y lo que les llega es el Barça y el Real Madrid. En las cárceles de El Salvador, por ejemplo, en los días de partido había paz”.
La semilla de los mundiales de fútbol la plantó el francés Jules Rimet: acabada la Primera Guerra Mundial, así pretendía lograr la fraternidad entre los países. Sin embargo, como toda fe, también ha producido mártires: en la final del Mundial de 1950 disputada en el estadio de Maracaná, la victoria de Uruguay llevó al suicidio a veinte brasileños. Y la clasificación para el Mundial de México de 1970 provocó una guerra entre Honduras y El Salvador.
Ryszard Kapuscinski, que fue portero, lo cuenta en La guerra del fútbol: “Causó seis mil muertos y una veintena de miles de heridos […]. El fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo e histeria hurrapatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra y fortalecer el poder de la oligarquía en ambos países”. Era el verano del 69. En un pueblo cercano a Tegucigalpa, en una casa abandonada, el comandante de un batallón escuchaba la radio: “Armstrong, Aldrin y Collins se dirigen a la Luna…”.
Para Nabokov, la Luna es el “espejo retrovisor de la fantasía”. Con un “escalofrío delicioso” vería en la televisión “los primeros pasos flotantes del hombre sobre el talco de nuestro satélite”, despreciando a quienes no querían gastar dinero para pisar el polvo de un mundo muerto.
De joven, le apasionaba jugar de portero tanto como cazar mariposas azules. En Habla, memoria lo recuerda: “En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis”.
En la posguerra, para ver los partidos, algunos cambiaban cupones de la cartilla de racionamiento por entradas
También fue portero Miguel Delibes (en el Sedano FC): “El fútbol, para mí, a los doce años, estaba en todas partes, lo impregnaba todo, era casi como Dios: una presencia constante”. Y Albert Camus defendió la portería del Racing Universitario de Argel: “Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en el mundo en los que me siento inocente”. Entre el fútbol y el teatro se quedaba con el fútbol, “sin duda”. (Belmonte prefería el fútbol a los toros).
Si Marx había escrito que la religión era el opio del pueblo, el año que los norteamericanos pisaron la Luna Max Aub escribió: “El fútbol es gran adormidera. El opio de los pueblos”.
En la posguerra, para poder ver los partidos, algunos españoles cambiaban los cupones de la cartilla de racionamiento por entradas. Y Vargas Llosa se queja de que, en el Perú actual, la gente no tenga dinero para comprar un libro, pero estén los estadios llenos.
Sea lo que fuere, los futbolistas forman parte del nuevo Olimpo; más que sustituir a Dios, han sustituido a los dioses mitológicos. Cuando era niño, una noche de luna llena, me crucé con Racic —el portero yugoslavo del Castellón— como si me cruzara con un gigante. Al ver la fascinación en mi rostro, me guiñó un ojo.
Decía Camus que la patria es la selección nacional de fútbol. Ojalá todas las discrepancias políticas pudieran resolverse en el mullido césped de un estadio; ojalá este césped acabara para siempre con la hierba rala de los campos de batalla; ojalá vivamos algún día una revolución del balón. Franco vio todos los partidos televisados del Mundial 74. En aquel mundial se enfrentaron por única vez en la Historia la RFA y la RDA. ¿Israel y Palestina podrían enfrentarse solo en un estadio?
Hace diez años la Selección española de fútbol —nuestros dioses mitológicos— nos hizo salir eufóricos a la calle y abrazar a personas que no conocíamos, pero parecían hermanos. Por una vez, diferentes generaciones de españoles nos uníamos sin que importara nuestra forma de pensar. (Juraría que vi a mi abuelo, como si volviésemos a Castalia cogidos de la mano).
No he vivido nada parecido ni creo que vuelva a vivirlo. Sin embargo, los dioses grecolatinos eran mortales —nadie les ha visto desde hace siglos—; Savater habla incluso de su analfabetismo. El año pasado Xavi Hernández dijo que Catar no era una democracia, pero funcionaba mejor que España. Y hace dos años Iker Casillas puso en duda la llegada del hombre a la Luna.
Después de ganar el Mundial, el fútbol dejó de tener interés para mí: ya no había nada más grande que conseguir
Este verano de 2020 el coronavirus ha hecho que los futbolistas entrenen con mascarilla y que los únicos espectadores en los estadios sean los pájaros. Pedro Sánchez, igual que Franco en los sesenta, espera levantarnos el ánimo con fútbol y turismo.
El 11 de julio de 2010, antes de la final del mundial, Nelson Mandela hizo su última aparición pública. Aquel personaje legendario que, siendo adolescente, había jugado al fútbol en campos polvorientos, los pies descalzos; aquel dios mitológico a quien el fulgor de la Luna mantenía despierto cuando conducía clandestinamente por los caminos, apareció en el césped del estadio de Johannesburgo montado en un cochecito eléctrico, nonagenario, sonriente como casi siempre.
Cuando el cine acababa de nacer, las escenas con luz de luna se rodaban de día y luego se coloreaba de azul la película. La Luna, que fascina por igual a niños, asesinos y suicidas, es un reflejo de la complejidad de la vida. Decía Bertrand Russell que cuando vemos nuestro satélite estamos viendo el futuro de la Tierra, que se convertirá en algo muerto, frío y sin vida.
Después de ganar el Mundial de Sudáfrica el fútbol dejó de tener interés para mí: mientras envejecían los dioses (Casillas sufrió un infarto; Racic, cuyo corazón se había debilitado, murió en Serbia, a la orilla del Danubio), me di cuenta de que ya no había nada más grande que conseguir.
Pisar el polvo lunar, igual que levantar la Copa del Mundo, hizo que disminuyera nuestra capacidad de soñar. Las sombras de la Luna no eran provincias ni reinos, como creía Galileo; las regiones que nunca habían sido reinos volvieron con sus delirios identitarios y se acabó el efímero sueño de la fraternidad entre españoles.
En Memorias de un niño de derechas, Umbral todavía conserva la inocencia: “Luego estaban los semidioses nacionales, los jugadores del Madrid y de otros grandes equipos, los porteros internacionales, aquellos a quienes no veíamos sino en los cromos y en alguna fotografía de los periódicos”.
Desde que ganamos el Mundial, en la camiseta de la Selección española luce una estrella dorada a la altura del pecho. “Lo que hemos de agradecer a los astronautas norteamericanos no es que nos mostraran la Luna de cerca, sino la Tierra de lejos”, dijo Félix Rodríguez de la Fuente. El exiguo tamaño de nuestro planeta azul debería ser el mejor antídoto contra los egos, sin perder nunca la capacidad de soñar.
*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista.