En momentos de crisis económica, como ahora, el consenso ofrece dos planes para superarla: 1) las autoridades monetarias deben bajar los tipos de interés y expandir la cantidad de dinero; 2) los gobiernos deben gastar todo lo necesario, sin importar el déficit fiscal ni la deuda pública. Ambas ideas, de inspiración keynesiana, son contraproducentes.
¿Por qué hay crisis económicas recurrentes? Por los desequilibrios que la aplicación de esas ideas keynesianas va generando. Esos desequilibrios se resumen en muchas inversiones antieconómicas, realizadas porque las señales del mercado están distorsionadas (demanda inflada artificialmente).
Las crisis son el mecanismo por el cual la economía intenta recuperar su salud (que la inversión sea coherente con el volumen real de ahorro). Pero entonces llegan los políticos, vuelven a implementar estímulos, y la economía nunca cicatriza del todo, haciendo inevitable una próxima crisis. Para peor, aparecen en el camino crisis por otras causas, como la actual por el Covid-19.
No tengo espacio para tratar las dos negativas prescripciones keynesianas, por lo que me centraré en la del gasto público. La idea convencional es que, si el sector privado no gasta, el gobierno debe rellenar el hueco. Así, en teoría, se podrían conservar los puestos de trabajo. Hay tres errores principales por los que esa idea falla.
El primero es que el aumento de demanda que provoca el gasto público no se realimenta. Si el gobierno da cheques para consumir o hace obras públicas, las empresas saben que son ventas puntuales, no sostenibles. Aprovecharían para liquidar inventarios, pero no habría nueva inversión privada, que es lo que se necesita para aumentar el empleo y realimentar genuinamente la economía. Esto debería ser evidente para quien recuerde el Plan E de Zapatero, con el que se despilfarraron unos 17.000 millones de euros, que no evitaron la subida del paro hasta máximos históricos.
El alto nivel de deuda pública genera desconfianza que encarece la inversión: la prima de riesgo sube
El gasto público hay que pagarlo. Para eso el gobierno necesita recursos que obtiene mediante impuestos o deuda pública (lo que equivale a impuestos futuros). Quienes aún no saben que los Reyes Magos son los padres, creen que la deuda pública puede crecer por siempre sin problema alguno. Los demás sabemos que eso no es posible: la carga de intereses compromete crecientes cantidades de recursos y el alto nivel de deuda pública genera desconfianza que encarece la inversión (la calificación de riesgo baja y la prima de riesgo sube).
De ahí que el aumento del gasto público dificulte la recuperación de la economía, mucho más si el gobierno decide subir los impuestos. Por eso, cualquier actividad que genere inicialmente el aumento del gasto público, luego se (más que) compensa con una pérdida de actividad por menor inversión.
Hay, además, un tercer problema para el caso de economías abiertas, como la española (economías que importan y exportan una parte significativa de su PIB; en España, la suma de exportaciones e importaciones equivale al 67% del PIB). En este caso, los estímulos del gobierno acaban en gran medida beneficiando a los socios comerciales.
Un ejemplo es el de la venta de automóviles. Como tres de cada cuatro coches que se venden en España son importados, las ayudas para comprar vehículos acaban favoreciendo, principalmente, a los países donde se fabriquen (aunque haya también un auxilio temporal para los concesionarios locales).
La pervivencia de las ideas keynesianas no obedece a que sean correctas, ni en teoría (¿cómo podría serlo si desprecia el ahorro, que es la base de la prosperidad?), ni en la práctica (desde la alta inflación que provocaron en los años 70 es claro que no lo son). Su pervivencia se debe a que son la excusa perfecta para que los políticos hagan lo que más les gusta: gastar nuestro dinero (y el de futuras generaciones), dar la impresión de que hacen algo y patear la pelota hasta la siguiente legislatura. Incluso, en algunos casos, a sabiendas de que es un juego insostenible.
Mientras la gente no entienda esto y se rebele, en forma de votos, contra el creciente gasto público, nos esperan más crisis, más paro y menos bienestar.
*** Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados.