Tras hacerse su ministro de Finanzas, Paschal Donohoe, con la presidencia del Eurogrupo, la suerte volvió a sonreír a Irlanda en una institución comunitaria. En la mañana del 9 de julio, el propio Donohoe sacaba pecho de la noticia: el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) había fallado contra la Comisión Europea, dando la razón a Dublín y Apple anulando la decisión de Bruselas por la que la empresa californiana debía devolver los 13.000 millones de euros que habría dejado de pagar gracias a las condiciones ventajosas obtenidas en suelo irlandés. Tan ventajosas y discrecionales que habrían supuesto una ayuda de Estado. La alegría del presidente del Eurogrupo podría pasar por un contrasentido: es Dublín y no Bruselas quién dejará de percibir la suma millonaria.
El TGUE, cuya decisión -recurrible ante el el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE)- se fundamenta en la insuficiencia de la Comisión a la hora de probar tanto la estructura de elusión como la actuación discrecional de las autoridades irlandesas, se permite no obstante lamentar la existencia de modelos fiscales insuficientes y -a veces- incoherentes en el seno de la UE. He ahí la alegría irlandesa: lo que está en juego es su modelo de fiscalidad y su compatibilidad con el proyecto europeo, no los 13.000 millones de Apple.
Llamar paraísos fiscales a Irlanda o a la frugal Holanda, argumento muy socorrido estos últimos días de cara a socavar la exigencia de reformas a España por esta última, es atrevido considerando sus tipos. Pero es igualmente osado hablar de Irlanda como un sistema fiscal simplemente más competitivo o apelar a su soberanía nacional a la hora de estudiar el caso Apple. El primer debate que hay que abordar en este sentido no es el de cuál debe ser la presión fiscal en los países de la UE, sino el de si pueden ser permisivos o no con el profit shifting (traslado de beneficios).
En el caso Apple, la empresa estadounidense imputó a su sede irlandesa la totalidad de los ingresos obtenidos en el resto de países de la UE. Y una vez imputados, la filial sita en Cork abona a otra filial de Apple (titular de los derechos de propiedad industrial) la mayor parte de sus ingresos en pago por el uso de estos derechos. El problema reside en que esta última filial solo existe sobre el papel, no tiene actividad y no está radicada en ningún Estado. En resumidas cuentas, las autoridades irlandesas permitieron mediante consultas vinculantes que Apple trasladase sus ingresos en Europa “a la nube”.
Es comprensible la reticencia a ceder soberanía en política fiscal, pero eso no puede perpetuar sistemas injustos
Nos topamos pues con el problema: el debate no está en el modelo ni en lo competitivo que pueda resultar. Está en la aquiescencia de algunos países miembros con prácticas elusivas de las grandes corporaciones, postura insolidaria y contraria a la competencia. Insolidaria porque funciona a costa del resto de Estados miembros que, si imitasen todos el proceder irlandés, asfixiarían el propio modelo, pues su laxitud se sostiene por la atracción de muchos -y grandes- obligados. Contraria a la competencia porque el que empresas como Apple puedan mantener una ingeniería con la que tributar el 0,005% supone una obvia ventaja competitiva frente al resto de operadores que están radicados a lo largo de la UE.
Esta distorsión de la libre competencia en la UE parece que será el camino a seguir por la Comisión para combatir estas prácticas. No en vano, el mismo día de la sentencia el Ejecutivo europeo comunicó al Parlamento y al Consejo que contempla la vía del art. 116 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) corregir este tipo de situaciones.
La senda 116 permite el uso del procedimiento legislativo ordinario (que solo requiere de mayoría simples en el Parlamento y en el Consejo) para reconducir divergencias legislativas entre los Estados miembros que falseen o distorsionen la libre competencia. Este mecanismo permitiría la aprobación Directivas que sienten las bases de un régimen armonizado en el que no tengan cabida estas prácticas desleales con el resto de Estados miembros. Dadas las circunstancias parece justificado -al menos- que Bruselas se plantee dar el paso.
Es comprensible la reticencia de los Estados a ceder soberanía en política fiscal, uno de los pilares a la hora de organizar la vida económica y política de una nación, sin perjuicio de que -posiblemente- hasta que no exista un marco de mínimos común el espacio económico comunitario restará incompleto. Pero ello no puede ser una excusa para perpetuar sistemas injustos y empobrecedores para los europeos. La desarmonización de los sistemas fiscales europeos seguramente sea un problema latente en la UE, pero lo verdaderamente prioritario es acabar con las deformidades que surgen de sus claroscuros.
*** Guillermo Setién es abogado ejerciente, especializado en Derecho Regulatorio y litigación financiera.