La nueva política duró muy poco. Surgió bajo el impulso de aquella emoción que inspiró el 15-M y se desplegó al socaire de una indignación que sólo originalmente pudo decirse transversal.
El ciclo que se inauguró en las elecciones generales de 2015 terminó por agotarse en las pasadas elecciones de Galicia y Euskadi. En esta ocasión ni siquiera podrá decirse que fue bonito mientras duró, porque lo más doloroso de todo es que sigue siendo verdadero aquel eslogan que lo desencadenó todo: no, no nos representan. Ni entonces ni ahora, o al menos no deberían.
Pero hubo un tiempo ‑algún día se lo recordaremos a nuestros nietos‑ en que aquella ausencia de representación legítima quiso concretarse en dos proyectos políticos, Ciudadanos y Podemos, que hoy se desangran por heridas distintas pero idénticamente mortales.
Del pacto de las élites y del activismo universitario surgieron dos sensibilidades íntimamente opuestas que han acabado por derrumbarse en un mismo precipicio: su previsible insignificancia. La nueva política se anunció con tintes mesiánicos y cerca estuvo de arrogarse un papel protagonista. Con rastas o con zapatos castellanos (a ambos lados después se calzaron las New Balance) aquella energía generacional quiso hacer de la nueva política una ocasión para la esperanza.
Recuperada la conciencia tras la crisis de 2008 nuestros jóvenes confiaron en que por fin les había llegado su momento. Nuestra democracia requería pulsar el botón de reinicio, pensaron, y Spain reloaded habría sido un título cabal para la película si no fuera porque para algunos el nombre de nuestro país resultaba impronunciable.
Es posible que Ciudadanos y Podemos sigan jugando un papel meritorio en la política española, pero es más que probable que nunca lleguen a ocupar el papel protagónico al que aspiraron. Algunos estaban tan complacidos viendo caer al adversario que no se dieron cuenta de que una ocasión histórica para la regeneración pasaba por delante de sus narices. Es por ti, insensato, y no sólo por tu enemigo, por quien doblan las campanas.
Va siendo hora de asumirlo: es posible que la excelencia sólo pueda situarse fuera de la política formal
La renovación funciona sobre todo como promesa y no hay un rol más confortable -que se lo digan a tanto futbolista malogrado- que el de joven aspirante. Lo peor de todo es que el ocaso de aquella nueva política tiene tintes trágicos ya que la realidad frente a la cual quería funcionar como terapia sigue existiendo, y en un estado de corrupción agravada.
La crisis de legitimidad de las instituciones públicas y el desgaste de credibilidad de nuestra clase política siguen en ascenso al tiempo que nuevas amenazas parecen declinarse en tiempo futuro. Los riesgos se multiplican, pero ahora contamos con una solución menos.
El tiempo apremia y reinventar la política ya no es una opción. O no la única, ya que es muy probable que los problemas políticos por venir tengan que encontrar alternativas fuera del juego de los partidos y los ciclos electorales. La exigencia resulta casi imperativa puesto que gran parte de nuestros intereses se deciden, nos duela o no, en esferas que no son inmediatamente políticas pero que sí pueden someterse a criterios de exigencia, transparencia y ejemplaridad pública.
Mentía Mandeville cuando quería confiarlo todo a los vicios privados y es que, en contra de lo que sostuvo en su fábula, sólo convirtiendo la virtud y la ejemplaridad privada en un capital común podremos salir de esta.
Va siendo hora de asumirlo: es posible que la excelencia sólo pueda situarse fuera de la política formal. No es un problema de actores sino que es un defecto de las reglas que pautan el juego. La mejor España se parece a sí misma, como se parecen las buenas familias con las que arrancaba Tolstoi su Anna Karénina. Y sí, la mejor diputada de Podemos y el mejor diputado del PP se asemejan mucho más de lo que ellos mismos querrían confesar, pero el antagonismo de la dramaturgia política les impide celebrar ese consenso.
No esperemos a que nadie desde el terreno político opere esa convergencia de la virtud ya que el juego del adversario resulta demasiado rentable a los mediocres.
*** Diego S. Garrocho es profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid.