Estación de Bolonia, 2 de agosto de 1980
El autor reflexiona sobre el terrorismo coincidiendo con el 40º aniversario del atentado más sangriento de la historia de Italia, cometido por los Núcleos Armados Revolucionarios (NAR).
El año 1980 fue el más mortífero en cuanto a atentados terroristas en Italia. Algo parecido ocurrió en España, siendo el segundo año con más muertes debido a este tipo de ataques, después de 2004.
En Italia, en doce meses, las organizaciones armadas de extrema izquierda marxista-leninista mataron a veinticinco personas: quince las Brigadas Rojas, seis Primera Línea, una los Núcleos Terroristas Territoriales, una las Rondas Armadas Proletarias, una la Brigada XXVIII de Marzo y una los Comités Comunistas Revolucionarios.
Objetivos de los terroristas fueron agentes de Policía, carabineros, empresarios, jueces, políticos locales, periodistas, profesores universitarios. A este abanico tan dispar de víctimas hay que añadir los ajustes de cuentas entre terroristas, que, al ver que su estrategia asesina no daba los frutos deseados, se empeñaron en eliminar a quienes decidían abandonar la organización en la que militaban para acogerse a las los beneficios penitenciarios, que favorecían a todo aquel que aceptaba colaborar con la Justicia.
En el bando opuesto, la ultraderecha neofascista, responsable de las matanzas más sangrientas de la década anterior, ejecutó el atentado más violento. La mañana del 2 de agosto de 1980 –no un día cualquiera, sino el primer sábado de vacaciones de verano– un artefacto estalló en el nudo ferroviario más transitado del país: la estación de Bolonia.
En la sala de espera, abarrotada de viajeros, una potente explosión acabó con la vida de ochenta y cinco personas (una de ellas española: Francisco Gómez Martínez, de 23 años, trabajador en una empresa textil de Barcelona, de vacaciones por Italia). Alrededor de doscientos fueron los heridos. En un primer momento se pensó en la explosión de una caldera, más tarde en una posible fuga de gas. Sin embargo, el intenso olor a pólvora no dejaba dudas de que lo que estalló había sido una bomba.
Los NAR conformaban una especie de sigla de oportunidad para elementos incontrolados que cometían atentados
Se inauguraba así la década que –a pesar de este tremendo atentado y de los demás asesinatos perpetrados por las organizaciones marxistas-leninistas– sería recordada, más que por el recrudecimiento inicial del terrorismo, por haberse logrado su fin.
Esa misma tarde, el presidente de la República, Sandro Pertini, conmovido como pocas veces en su larga carrera política, confesó haberse quedado sin palabras para describir “el mayor crimen cometido en Italia”. Dos días después, el primer ministro, Francesco Cossiga, fue el primero en hablar de responsabilidades fascistas refiriéndose al atentado.
El iter judicial, confirmando una triste tradición italiana, ha sido largo, complejo y no exento de dudas y misterios. Se celebraron tres juicios. El último concluyó hace seis meses, en febrero, cuarenta años después del atentado. Cuatro militantes de los Núcleos Armados Revolucionarios (NAR), nombre detrás del cual estaban unos jóvenes neofascistas (el líder de la banda, Giuseppe Valerio “Giusva” Fioravanti, tenía tan solo 22 años en el día del atentado) fueron sentenciados a largas condenas.
Los NAR conformaban una especie de sigla de oportunidad para elementos incontrolados que cometían atentados y los reivindicaban con ese nombre. Fueron sus mismos fundadores quienes afirmaron en sede judicial, sin ocultar una cierta satisfacción, que cualquier persona que tenía “ambiciones revolucionarias” podía apropiarse de esa sigla para firmar sus acciones violentas. Algo parecido ocurrió en España con los Guerrilleros de Cristo Rey. Quien realizaba un hecho delictivo podía certificar su autoría gritando “viva Cristo Rey”.
Los NAR actuaban como una conglomeración de grupos espontáneos, alentados más por conductas nihilistas individuales que por una real convicción ideológica consolidada. De hecho, su interpretación del fascismo era prácticamente nula.
Hubo adolescentes que militaron en organizaciones terroristas desprovistos de una verdadera convicción política
Fioravanti, a los jueces que le preguntaban por el activismo neofascista de su grupo, contestó con apabullante franqueza: “Señoría, nosotros no éramos fascistas. Nos gustaba aparentar que lo éramos, porque la gente odiaba a los fascistas […] queríamos atraer el odio de los demás […] Lo único que nos unía era el rencor contra determinadas formas de discriminación hacia nosotros”.
Se desprende así la imagen de unos jóvenes desorientados, fascinados por conductas rebeldes y de marginación social, atraídos por la violencia, cuya radicalización recuerda a lo que ocurre hoy con el yihadismo en Europa. Al margen de una evidente radicalización del Islam (Gilles Kepel), se estaría produciendo también una islamización de la radicalización (Olivier Roy). Es decir, el yihadismo ha encontrado su caldo de cultivo entre un segmento de la población joven, ya de por sí propensa a la radicalización.
Que unos muchachos se hayan radicalizado en un sentido y no en otro es solo consecuencia de una simple combinación entre demanda y oferta. A la galaxia neofascista violenta de finales de los setenta le pasó algo parecido. Hubo adolescentes que militaron en organizaciones que dieron el salto a la lucha armada desprovistos de una verdadera convicción política que respaldara sus trágicas decisiones. No por ello hay que mitigar hoy, después de tantos años, las culpas individuales de quienes decidieron armarse y matar. Esa elección personal y subjetiva no se justifica ni con el nihilismo autodestructivo ni a través de la interpretación de ninguna fe política.
Afortunadamente, lo ocurrido en Bolonia hace cuarenta años no fue la antesala de otra década de violencia terrorista, tal y como había sucedido después de otro atentado, en Milán en 1969, sino uno de los últimos actos de los años de plomo, un largo decenio durante el cual en Italia organizaciones armadas de diferente orientación ideológica difundieron el pánico y el terror. Lo hicieron, por suerte, sin obtener nada a cambio, no logrando siquiera tergiversar el relato de lo que hicieron.
Renato Guttuso, probablemente el artista italiano más distinguido de aquella época, dedicó a las víctimas del atentado de la estación de Bolonia una acuarela que tituló como el grabado de la serie de los Caprichos de Goya El sueño de la razón produce monstruos. Lo único que añadió fue la fecha: 2 de agosto de 1980.
*** Matteo Re es profesor del máster en Análisis y Prevención del Terrorismo de la Universidad Rey Juan Carlos.