Analizando retrospectivamente lo que pasó durante los meses de marzo y abril, parece evidente que la única forma de detener el avance del virus era el confinamiento total. El estudio de seroprevalencia realizado antes del verano desveló que, por el retraso en la toma de medidas, aproximadamente 2,5 millones de personas (el 5% de la población) fue contagiada de golpe.
Ante la imposibilidad de gestionar la situación de otra forma, dada la falta de opciones terapéuticas y el desconocimiento de la enfermedad, la única solución era escondernos en nuestras casas. Eso sí, asumiendo que aquellas familias que tuvieran un miembro contagiado iban a verse sometidas de forma abrupta -como así paso y tuvimos familias enteras ingresadas- al azote inclemente del virus.
Claramente el virus venció en ese primer ataque y sólo nos quedó la posibilidad de huir en forma de confinamiento; política de tierra quemada en la que sólo tuvimos la posibilidad de escapar de un enemigo del que en ese momento, simplemente, no sabíamos ni podíamos tratar de otra forma.
Hoy, cualquier forma de confinamiento es un fracaso de nuestra gestión, de nuestra estrategia, aunque haya que acudir a él si es necesario porque lo primero es la vida de las personas y todo lo que sean medidas de restricción de derechos de forma general, modificando nuestra vida normal, son pequeñas derrotas.
Durante estos meses, hemos aprendido mucho sobre el virus. Hemos incrementado relativamente nuestro arsenal terapéutico, aunque no haya nada definitivo. Conocemos mucho mejor su mecanismo de transmisión y, lo importante y la clave del manejo de la crisis, somos capaces de identificar a los contagiados y sus contactos.
Ya sabemos perfectamente lo que tenemos que hacer para evitar más los contagios; test, test y test. Además las soluciones tecnológicas empiezan a ayudarnos a gestionar también la expansión de la pandemia y estamos hablando en un tiempo récord sobre la posibilidad de disponer vacunas. Ahora bien, hablemos de futuro.
Estamos lejos de llegar al control total de la enfermedad, y mucho más lejos de lograr que desaparezca
Decía hace unos días en este periódico el doctor Eduardo López Collazo, que es imposible esperar la llegada de una vacuna 100% efectiva. Yo añadiría que, por cuestiones logísticas, es imposible que alcance al 100% de la población. Por tanto, esperar que un virus que se transmite por vía respiratoria se erradique del todo con la vacuna también es inalcanzable, al menos en el corto o medio plazo.
Habrá que seguir avanzando en la investigación y el conocimiento del virus, pero lo que sí sabemos a día de hoy son dos cosas: que el virus tiene una letalidad global aproximadamente de un 1%, y que más allá del riesgo propio de la gente mayor y con procesos crónicos, existe un tanto por ciento de pacientes que, sin que sepamos aún por qué, tienen una reacción al virus fruto de la liberación de citoquinas que les produce un proceso inflamatorio que les lleva a una situación cercana a la muerte.
Ante este escenario y la existencia de un virus de alta contagiosidad por vía respiratoria, desgraciadamente creo que estamos lejos de llegar al control total de la enfermedad, y mucho más lejos de lograr que desaparezca. Esto nos lleva irremediablemente y hasta que llegue ese supuesto control -que vendrá de la inmunización masiva y de un tratamiento realmente efectivo que parece estar mucho más lejos que la vacuna- a tratar de volcarnos en identificar esos sujetos con esa predisposición a la reacción fatal.
Tendremos que tratar de convivir con el virus durante mucho más tiempo del que pudiéramos estimar inicialmente. Y eso sin perder de vista la posibilidad de que, como pasa con otros virus como el de la gripe, la Covid-19 mute anualmente en cepas nuevas ante las que sea necesario desarrollar nuevas vacunas.
Me temo que a diferencia con otras pandemias a lo largo de la historia, la complejidad de la sociedad del siglo XXI, la globalización y las posibilidades que permiten los avances tecnológicos, hacen que la crisis de la Covid-19 y la capacidad que tengan los Estados de adaptarse al mismo, pueden marcar el futuro socioeconómico de las naciones. Incluso pueden ser la puntilla definitiva que incline la balanza del orden mundial en favor de los países asiáticos como China, frente a los países occidentales, mucho más dados al reconocimiento de derechos individuales y al respeto de la burocracia que los anteriores.
Hemos aprendido que dos semanas de retraso es tiempo suficiente para que se colapsen los servicios sanitarios
Por tanto, si queremos sobrevivir como sociedad, debemos de acostumbrarnos a convivir con el virus de forma real y efectiva. Y hay que afinar muchísimo más en las medidas a implementar para tratar de conseguir esa supuesta nueva normalidad y salir del estado de anormalidad permanente en el que nos encontramos y que no nos permite atender otra cosa que no sea la pandemia.
No queda más remedio que, de forma pragmática, dejar de lado cualquier interés que no sea el puramente sanitario y tratar de ser mucho más prácticos en la adopción de medidas que permitan adaptarnos rápidamente, mejorar nuestro enfoque de la crisis sanitaria y garantizar la sostenibilidad económica del sistema.
Con esta enfermedad hemos aprendido que dos semanas de retraso es tiempo suficiente para que se colapsen los servicios sanitarios, con el resultado de miles de muertos extra. No parece, por tanto, razonable que por cuestiones puramente administrativas o burocráticas tenga que tardarse muchas semanas más, por ejemplo, en la implementación de una solución tecnológica -la app radar covid- que puede contribuir claramente en la ayuda al rastreo de contagios y sus contactos. A la postre, esa es la única medida efectiva para controlar la expansión de la enfermedad y las consecuencias que de ella se derivan.
Del mismo modo, habrá que buscar soluciones imaginativas para tratar de equilibrar las necesidades económicas de la población. Si hay que cerrar los locales de ocio nocturno habrá que tratar de compensarlo mediante fórmulas que permitan su supervivencia a medio y largo plazo, porque está claro que esta crisis va para largo y no es posible en esos ambientes garantizar la distancia social.
En definitiva, gestionar una crisis como la que nos enfrentamos no es confinar a la gente. Gestionar es utilizar todos los resortes a nuestro alcance para que todo el mundo tenga las mismas oportunidades a pesar de las dificultades. Es personalizar las medidas que necesita cada uno. Gestionar la crisis es priorizar la salud de las personas, mirar por el bien común frente a intereses políticos e incluso normas legales o administrativas no esenciales que sólo suponen un estorbo para salir de una situación que nos puede llevar irremediablemente al vagón de cola de los países de nuestro entorno por muchos años.
*** Juan Abarca Cidón es presidente HM Hospitales.