No sé si nos odiamos, pero es obvio que ya no nos queremos. No importa que miremos a España, a Europa o a Estados Unidos. El ruido, el aturdimiento y la violencia de cualquier debate demuestra que todo está lleno de enemigos.
Como en cualquier divorcio, la culpa y la traición siempre es de una de las partes, aunque por estética y civismo convengamos en decir que la responsabilidad de una ruptura es siempre compartida. Cuando algo se rompe no tiene sentido preguntarse cómo pudo llegar a construirse. La democracia ilustrada agoniza y se anuncia una verdad terrible: pase lo que pase el populismo ya ha ganado.
Ninguna autopsia sirve para revertir la muerte, aunque la necropsia de nuestra convivencia política puede brindarnos consejos útiles de cara al futuro. Aún recuerdo los sofisticados argumentos con los que algunos aspirantes a intelectuales de izquierda decidieron volar por los aires las líneas maestras de la democracia liberal y es que, si te ofrecen el cielo en la Tierra, el imperio de ley sabe a poco.
Conflicto, desobediencia o disenso —citaban a Rancière en francés, la mésentente— se convirtieron en ídolos conceptuales y muchos quisieron desarticular el consenso de aquello que sofisticadamente rubricaron como el Régimen del 78. Olvidaron, eso sí, que un consenso es algo tan delicado como la reputación de un hombre: se tarda años en construirla, pero basta un segundo para demolerla irreversiblemente.
La primera expresión del populismo vino de la izquierda, y eso hizo que a muchos les cogiera con la guardia baja
Los niños malos de las casas bien, para quienes el juego de la revolución fue siempre su pasatiempo favorito, propusieron hacer saltar todo por los aires mientras la gente sencilla asentía ante aquel despliegue de conceptos con la misma ingenuidad con la que un paciente se rinde ante las manos del doctor. La clase trabajadora estaba harta, también como siempre, y unos chicos listos y leídos dijeron que iban a defenderlos con libros de Chantal Mouffe y Carl Schmitt debajo del brazo.
La terapia que proponían era desde luego novedosa: no sólo había que atacar la Transición, sino que había que deslegitimar el canon cultural que la hizo posible. Muñoz Molina, todavía lo recuerdo, era el blanco favorito. Algunos, como mi amigo Mario, de Orcasitas, escuchaban fascinados aquel rumor populista aunque en la intimidad se derrumbasen y confesaran que El jinete polaco les parecía una excelente novela, cosa que obviamente es cierta.
Aquellos eran los años en los que “el miedo iba a cambiar de bando”, en los que se justificaba “el jarabe democrático” y en los que miles de encapuchados rodearon el Congreso nadie sabe ya por qué motivo. Todas esas acciones habrían sido censuradas por cualquier izquierda ilustrada y, sin embargo, fueron homologadas como una travesura algo desmesurada de una juventud a la que, por cierto, razón no le faltaba.
Creo que, como dijo Vargas Llosa, ahí se jodió el Perú. España tuvo la desgracia de que la primera expresión del populismo vino desde la izquierda, lo que hizo que a mucha gente cabal le cogiera con la guardia baja sin prever que el marco populista es una condición formal y adaptable a cualquier signo político.
Pasó el tiempo y, a través del butrón antiliberal que abrió Podemos, el populismo más conservador no tardó en posicionar a sus peones. Cuando se trata de crear enemigos, de agitar el miedo y de apelar a la emotividad más baja, pocos saben hacerlo mejor que Vox. Un partido roto y con el césped embarrado era un terreno propicio para el advenimiento de esta fuerza política que terminaría por darle cerco a los viejos usos y maneras liberales.
Para quien no tiene mejores talentos, no hay mejor política que aquella que engendrar adversarios
Si los chicos de Podemos teorizaban sobre “el sintagma vacío”, los de Abascal supieron reconocerlo a la primera en el más viejo de los símbolos políticos: la bandera. La temperatura y el ruido siguieron subiendo hasta el punto de que los partidos tradicionales sintieron la tentación de sumarse al derrumbamiento de los protocolos formales, el respeto por las instituciones y la custodia de la palabra pública.
La nueva política no trajo ninguna regeneración al Congreso y sí muchas camisetas con mensaje y mascarillas con banderas. La mala fortuna quiso que, en medio de este declive, nuestro país tuviera que enfrentar uno de los retos políticos más complejos de su historia reciente con la gestión de la Covid-19.
Entre los viejos partidos, a un lado había un comité de expertos invisible y al otro, un licenciado del CES Cardenal Cisneros despedía a una doctora por Oxford. El mundo al revés, pero de poco servirá agitar la verdad prudente e ilustrada mientras el mantra esencial del populismo se hace carne a lo largo y ancho del espectro ideológico. No inquietan sus mentiras, lo que de verdad da miedo son sus verdades.
Todos han aprendido que nada une más que un enemigo común, y para quien no tiene mejores talentos no hay mejor política que aquella que sólo sabe engendrar adversarios. Recuerdo ahora a Nicanor Parra, quien en uno de sus artefactos poéticos advirtió que la izquierda y la derecha unidas jamás serían vencidas. Tenía razón el chileno, aunque no quizá en el sentido que propuso. Maldito genio. Aquella jaculatoria que concibió en clave humorística apunta hoy a una terrible realidad: a esta izquierda y a esta derecha ya no hay quien las pare.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.