El Gobierno presentó este viernes con triunfalismo la variación “histórica” del PIB del tercer trimestre. La comparación del PIB de ese trimestre con el del trimestre anterior da un incremento del 16,7%. Pero esa importante variación se produce porque en el segundo trimestre la economía estuvo paralizada.
Cuando comparamos el PIB del tercer trimestre con el del mismo período de 2019, que es la comparación relevante, encontramos una caída de 8,7%. Los últimos dos trimestres son los peores desde 1936.
Pongamos el tema en contexto. Hay estimaciones sobre la evolución del PIB desde 1850. En los 170 años que van desde entonces hasta hoy, el peor año fue 1936: el PIB cayó 22,6% por el inicio de la Guerra Civil. Tras ese funesto año, el siguiente peor es 2020, con un retroceso que rondará el 12%. Un descenso de una magnitud que empequeñece no solo el deterioro de la crisis anterior (2008-2013), sino también el de otros momentos económicos muy duros (1885-1887, 1893-1896, 1902-1905, 1917-1918, 1930-1933, etc.).
Tras esta caída profunda, es prácticamente seguro que en 2021 la economía experimentará un significativo rebote. Aunque solo compense cerca de la mitad de lo que se pierda en 2020, una recuperación del orden del 7% del PIB será un alivio no menor.
La misma parálisis del segundo trimestre estará detrás del rebote del año próximo: con solo funcionar con cierta normalidad durante todo 2021, bastará para lograr una recuperación de la actividad económica y el empleo. Si añadimos la inyección masiva de gasto público anunciada por el Gobierno, la mejoría del PIB puede darse por cierta. Sin embargo, la pregunta es si será suficiente para garantizar un crecimiento económico a partir de 2022.
Una deuda pública de 125% del PIB será una fuente continua de desconfianza, que podría trasladarse a la prima de riesgo
Aunque el crecimiento del PIB sea el mismo, no es indiferente el motivo que lo impulse. Por ejemplo, una recuperación basada en consumo privado financiado con crédito no tiene las mismas probabilidades de prolongarse que un aumento del PIB apoyado en inversión productiva orientada a la exportación. Mientras, en el primer caso, el consumo deberá moderarse cuando los créditos se devuelvan, la inversión para aumentar las exportaciones puede autosostenerse (más exportaciones, que aumentan las economías de escala, que derivan en una mayor productividad, que favorece un nuevo aumento de las ventas al exterior).
Es dudoso que el camino elegido (más gasto público) sea el mejor para iniciar un proceso de crecimiento económico sostenible. El déficit fiscal del bienio 2020-2021 sumará cerca de 22 puntos porcentuales del PIB, el más grande desde la depresión de 1896. Eso tendrá una serie de consecuencias, todas negativas para el crecimiento.
Ese déficit se produce cuando el endeudamiento público rondaba el 100% del PIB. Por eso, en 2021, la deuda pública alcanzará su mayor nivel en 120 años. Tanto en 2020 como en el año próximo, las reglas fiscales de la UE están suspendidas.
Pero antes de comenzar 2022, la Comisión Europea exigirá un plan para que el déficit fiscal y la deuda pública inicien una convergencia con los límites acordados (3% del PIB en el primer caso y 60% en el segundo). Eso será anticipado por los agentes económicos, que preverán recortes de gasto público y/o aumentos de impuestos, lo que desalentará la inversión productiva.
Aun suponiendo que los tipos de interés permanecen en niveles bajísimos, una deuda pública de 125/130% del PIB será una fuente continua de desconfianza, que podría trasladarse a la prima de riesgo y dificultar el financiamiento a las empresas. Si los tipos de interés comenzaran a crecer, la presión sobre las cuentas públicas para pagar la factura de intereses potenciaría los riesgos.
El mayor error que podrían cometer los responsables de la política económica sería interpretar el rebote de la actividad económica de 2021 como si se tratara del inicio de un proceso de crecimiento asegurado. Si la recuperación del año próximo no es acompañada por un plan claro que despeje incertidumbres, podría ser apenas la antesala a una etapa de estancamiento, con la economía lastrada por el peso de la deuda pública y una mayor presión tributaria.
*** Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados.