La mayoría de los españoles no tenemos recuerdos significativos de una época anterior a la Constitución de 1978. Menos del 20% de quienes ahora vivimos en España tenían más de 13 años en el momento de su promulgación; por lo que para más del 80% de nosotros Franco es tan solo un nombre en los libros de Historia o una parte de los relatos que nos contaron nuestros padres o abuelos.
Somos nativos democráticos, formados ya en una sociedad que respondía a los principios y valores que se consolidaron en Europa occidental tras el fin de la II Guerra Mundial y que se extendieron a Europa central y oriental tras la caída del Muro de Berlín. España, además, no solamente se incorporó al club de las democracias liberales, sino que se convirtió en un alumno aventajado.
En los rankings internacionales España está reconocida como una democracia plena, un club selecto del que solamente forman parte 20 de los más de 200 países del mundo y en el que ahora mismo no están ni Francia ni Italia ni Estados Unidos, por ejemplo.
España también sale muy bien parada si se analizan otros indicadores, como el número de sentencias del Tribunal de Estrasburgo que han identificado en nuestro país una vulneración de un derecho fundamental. Con ser, evidentemente, grave cualquier quiebra de los derechos humanos, no puede dejar de señalarse que el número de casos identificados en España es inferior al de países como Francia, Bélgica, Austria o Italia, algunos de ellos con una población mucho menor que la española.
Podemos, por tanto, sentirnos legítimamente orgullosos de la calidad de nuestro sistema político. Las tópicas referencias a la novedad de la democracia en nuestro país o al carácter refractario de los españoles para las formas de organización política basadas en la libertad y la tolerancia no son más que residuos de una leyenda negra que demasiado ha calado entre los propios españoles, pero sin sustento real.
La regulación polaca garantiza mejor la independencia judicial que la que podría aplicarse en nuestro país
Es por esto, precisamente, que debe preocuparnos que en los últimos años y, sobre todo, en los últimos meses, hayan comenzado a aparecer signos de un deterioro democrático que debería ponernos inmediatamente en alerta.
En este sentido, la llamada de atención tanto de la Comisión Europea como del Consejo de Europa por la propuesta de reforma de la designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial es especialmente significativa. Quien siga la pugna entre las instituciones de la UE y el Gobierno polaco percibirá en las declaraciones y notas en relación a la propuesta española el mismo tono de preocupación que se da respecto a los planes de Kaczynski.
Evidentemente, la situación en Polonia y en España no es la misma; pero en lo que se refiere a este tema concreto, la designación del órgano de gobierno de los jueces, la única diferencia es que las mayorías que se exigen en Polonia para la designación son mayores que las que plantea el PSOE y Podemos en España. Esto es, la regulación polaca garantiza mejor la independencia judicial que la que se aplicaría en nuestro país.
Lo más grave, sin embargo, no es esto. Podríamos achacar a la ignorancia de la que hacen gala nuestras élites el que se hubiera llegado a redactar una propuesta como la que conocimos hace un par de semanas. Ahora bien, el que tras haber expresado las autoridades europeas sus temores ante la reforma, el presidente del Gobierno opte por mantenerla, limitándose a suspender su tramitación, da cuenta del deterioro democrático que padecemos.
Utilizar como elemento de negociación una medida que ha sido ampliamente reconocida como contraria a principios esenciales del Derecho de la UE y de los principios democráticos comunes a los países de nuestro entorno tan solo es propio de quien desconoce que tales principios democráticos no son un elemento más del juego político, sino los cimientos sobre los que ha de asentarse cualquier propuesta política legítima. Y no denunciar con la suficiente contundencia esta utilización de mecanismos ilegítimos como herramientas políticas es muestra de un cierto embotamiento de la sensibilidad democrática de nuestros dirigentes y también de la opinión pública.
La democracia y la libertad están siempre en peligro: tan solo una delgada línea nos separa del totalitarismo
La reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, además, no es un caso aislado. Sin salirnos del ámbito jurídico, el nombramiento como fiscal general del Estado de quien había sido ministra de Justicia no ha pasado desapercibido a la Comisión Europea, que ha advertido que este nombramiento compromete al menos la apariencia de independencia que debería tener la Fiscalía.
Fuera de los tribunales, tenemos otro ejemplo reciente de la falta de capacidad de algunos de nuestros políticos para percibir la gravedad de las quiebras de principios democráticos básicos. Hace poco comparecía en la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo Ana Losada, presidenta de la Asamblea por una Escuela Bilingüe en Cataluña. Denunciaba en dicha Comisión la política de discriminación del castellano en las escuelas catalanas. Tras la compareciente, intervinieron distintos miembros del Parlamento Europeo, entre los que había varios españoles, una diputada francesa, otra lituana, una estonia y un diputado polaco.
Quienes tomaron la palabra pertenecían a diferentes grupos dentro del Parlamento Europeo: populares, conservadores, liberales, socialistas y verdes. Casi todos ellos percibieron la gravedad de la queja y la apoyaron, instando, además a que la Comisión europea actuara para proteger los derechos de los niños y de sus familias que estaban siendo infringidos en Cataluña. Los únicos que se apartaron de este apoyo a la queja planteada fueron precisamente dos diputados españoles, una diputada de ERC y un diputado socialista.
Deberíamos alarmarnos ante la circunstancia de que lo que es ampliamente percibido en Europa como contrario a principios democráticos es asumido como normal por nuestros líderes políticos. La democracia y la libertad están siempre en peligro y no hay momento en que tan solo una delgada línea nos separe del totalitarismo. Cuando lo que habita más allá de esa línea comienza a hacerse presente entre nosotros, a merodear por nuestra sociedad, a ser tolerado en el debate político, estamos ante una señal de alarma a la que habría que dar una respuesta inmediata.
*** Rafael Arenas García es catedrático de Derecho internacional privado y vicepresidente segundo de Impulso Ciudadano.