Tras la segunda embestida del virus, que nos deja 15.000 nuevos fallecidos como consecuencia de haber permitido imprudentemente que penetrara entre nosotros, estamos en un momento de calma tensa que nos permite recapitular las experiencias acumuladas hasta ahora.
Mirando lo ocurrido con nueve meses de perspectiva, creo que lo primero que hay que hacer es poner en valor todos los esfuerzos hechos desde el punto de vista humano, técnico y científico. De no ser por lo avanzada que está la ciencia, esta gravísima pandemia se hubiera cobrado millones y millones de vidas.
Discrepo de quien dice que recurrir al confinamiento es un método medieval impropio del siglo XXI. De entrada, no es un método medieval sino muy anterior, pero al que siempre ha habido que recurrir cuando un agente infeccioso ataca a la población. Hay que tener en cuenta que la Covid-19 es un agente nuevo y no creo que se pueda hacer más en menos tiempo para tratar de neutralizarlo: aprender a diagnosticarlo, prevenirlo, tratarlo y finalmente crear las vacunas para erradicarlo. Y eso lo vamos a hacer en un año, lo que es un reflejo claro de que sí estamos en el siglo XXI.
Hagamos un poco de memoria. Tras el aviso inicial de China y la constatación de los primeros casos de coronavirus en Europa -lo que incomprensiblemente produjo una reacción tardía por parte del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias- empezaron a llegar a los hospitales españoles miles de pacientes diarios de una enfermedad infecciosa pulmonar nueva y desconocida. En ese primer momento, lo único que se podía hacer era dar tratamiento sintomático con oxígeno, antibióticos y antiinflamatorios.
No había suficiente material de protección, ni pruebas diagnósticas, ni respiradores para todos
Por supuesto, durante semanas no había suficiente material de protección para los profesionales, ni pruebas diagnósticas, ni respiradores para todos los pacientes. Y para rematar la tragedia, a la semana de empezar los síntomas, un porcentaje nada despreciable de los enfermos tenía la famosa tormenta de citoquinas que conlleva un problema inflamatorio en los pulmones y otros órganos vitales. Eso hacía que su nivel de empeoramiento llegara hasta extremos que condicionaban semanas de estancia en UCI, con el consiguiente bloqueo de las unidades.
La consecuencia de todo ello fueron 45.000 muertos en tres meses -una mortalidad hospitalaria del 20% y miles de pacientes en residencias que no llegaron a los hospitales-, y el colapso absoluto de todo el sistema sanitario, con lo que implica en cuanto a retraso de tratamiento de otras patologías y falta de atención de procesos crónicos. De los miles de pacientes damnificados por las secuelas de la enfermedad, ya ni hablamos.
Durante estos meses se crearon, primero, técnicas para el diagnóstico de la Covid-19 a través de la PCR -que localiza copias del genoma del virus-, y luego, técnicas rápidas para diagnosticar su antígeno. Se han puesto en marcha cientos de ensayos clínicos con nuevos medicamentos para disminuir la carga viral de forma específica y se han desarrollado vacunas de todo tipo, incluyendo unas con partículas sintéticas de ARNm, que son digeridas por nuestro sistema defensivo para que produzcan anticuerpos específicos que actúan como misiles Tomahawk microscópicos contra proteínas específicas del virus para impedir que penetren en las células y con efectividades superiores al 90%. Y todo esto en un año.
Justo acabo de leer el libro El jinete pálido, escrito como una premonición por Laura Spinney en 2018, sobre la mal llamada gripe española que azotó en forma de tres oleadas al mundo entre los años 1918-1919. Se cobró la friolera estimada de entre 50 y 100 millones de víctimas, y un día desapareció fruto, posiblemente, de la inmunización de toda la población a costa de todos esos muertos.
Esta pandemia no ha mostrado síntomas de debilidad: siempre ha estado muy activa en algún tercio del planeta
Mucho me temo que, de no tener los medios actuales y no estar en el siglo XXI, el destrozo causado por el coronavirus sería superior al de entonces. Sobre todo porque, aunque va por oleadas, en ningún momento ha mostrado esta pandemia síntomas de debilidad y siempre ha estado muy activa en algún tercio del planeta. Ahora, la tercera ola ya ha empezado en Asia y el tercio americano, mientras otros países a lo largo del mundo están en máximos de contagiados de la segunda.
Mientras, cruzamos los dedos para que nuestra segunda ola acabe de remitir totalmente y nos permita que se vacíen las instalaciones sanitarias para cuando comience la tercera. Si es posible, además, que sea en enero, para poder pasar las Navidades con cierta tranquilidad.
Pero el virus no entiende de fiestas y mucho me temo que es difícil que aguantemos hasta entonces. Espero que no miremos para otro lado aduciendo que está todo controlado y que ya rozamos la vacuna con la punta de los dedos para sí salvar las fiestas, porque en enero y febrero nos encontraríamos en la misma situación que ahora.
No podemos estar esperando la vacuna como si fuera el Maná que nos va a salvar a todos. Debemos seguir trabajando a diario, sin relajar las medidas individuales o colectivas, porque el único objetivo debe ser tratar de salvar al máximo posible hasta que llegue ese momento. Por supuesto que el cáncer y las enfermedades cardiovasculares desgraciadamente causan más muertos que el virus. La diferencia es que la Covid-19 es una enfermedad que nos transmitimos unos a otros y por tanto es evitable.
Nada podemos hacer ya por aquellos que enfermaron gravemente y morirán este mes de diciembre, pero sí podemos actuar, con prevención, sobre las potenciales víctimas del virus, para que el inicio de 2021 sea menos trágico. La Covid-19 le ha robado años de vida a muchas personas. Sobre todo a nuestros mayores. Es mejor que tras estas Navidades sigan todos aquí.
*** Juan Abarca Cidón es presidente de HM Hospitales.