No. España no vive una crisis ni una oleada migratoria. Lo que está sucediendo estos días en Canarias es otra nueva crisis de acogida o, si se quiere, una crisis de gestión de políticas migratorias. Ya sucedió en 2006 con la conocida como crisis de los cayucos. Visto que no aprendemos de nuestros errores, me atrevo a aventurar que seguiremos tropezando con esta cuestión durante un tiempo.
Parece lógico pensar que un país de más de 47 millones de personas puede tener medios y capacidades para acoger a 30.000 personas, que son las que han llegado a España en 2020 de forma irregular por vía marítima, según datos del Ministerio del Interior. Ahora bien, para ello la infraestructura de acogida debe tener una dotación a la altura de las circunstancias.
Desde hace décadas, en España y en la UE el debate público y las políticas sobre migración están monopolizadas por el régimen del control migratorio. Este régimen no es otra cosa que una ideología con un fuerte sesgo sedentario que criminaliza la movilidad. La obsesión consiste en evitar por todos los medios que lleguen personas migradas a España y expulsar a sus países de origen a quienes ya han logrado entrar.
La política migratoria en España, independientemente del color político de quien ocupe la Moncloa, es esencialmente competencia del Ministerio del Interior y, por ello, una política policial y de seguridad. Esto hace que la dimensión relacionada con la integración de las personas migradas se encuentre realmente ninguneada e ignorada. Ello a pesar de que el órgano encargado se elevó de Secretaría General a Secretaría de Estado en 2018, con Hana Jalloul al frente. La espectacular diferencia entre los recursos humanos y financieros para migración del Ministerio del Interior y los del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones avalan esta tesis.
Lo anterior se debe a que, como es habitual en las sociedades tecnocráticas, la discusión se ubica en el cómo y no en el qué. La deliberación sobre los fines ni está ni se le espera. El discurso hegemónico sobre la migración señala que no hay nada que discutir: debemos detener las migraciones porque son un problema de seguridad. En su variante más naif, y no por ello menos infundada, se insiste en aquello de que “lo idóneo es ayudar a los países para que sus pueblos no tengan que migrar”.
La migración queda reducida a una cuestión meramente técnica acerca de cómo ser más eficientes en su control
De este modo, la migración queda reducida a una cuestión meramente técnica acerca de cómo ser más eficientes en los dispositivos de control migratorio. Por un lado, esto se traduce en una gigante inversión en servicios y tecnologías de fronteras, cuya máxima expresión es el Sistema Integrado de Vigilancia Exterior (SIVE). Como han analizado recientemente desde la Fundación porCausa, esto ha propiciado el (re)nacimiento de un nuevo sector: la multimillonaria industria del control migratorio, de la que se lucran muchas empresas. Por otro, se materializa en procesos de externalización del control migratorio en terceros países, donde destaca Marruecos por encima del resto. Muchos actores han mostrado su preocupación porque los socios en política migratoria sean países que vulneran sistemáticamente los derechos humanos.
La cuestión es que este modelo no funciona. En los meses de octubre y noviembre la ruta migratoria Sáhara Occidental-Canarias se ha intensificado, debido a que la ruta del Estrecho tiene un altísimo nivel de vigilancia y ha hecho casi imposibles las salidas desde esa zona. Quizás en las próximas semanas se intensifique el control marroquí de la costa atlántica del Sáhara Occidental por la presión de España a Marruecos, pero previsiblemente, estos flujos volverán a trasladarse al Estrecho, a Argelia o incluso a Libia. De nuevo, no estaremos estableciendo soluciones estructurales ni duraderas y otra crisis de acogida volverá a producirse.
Suele ser útil fijarse en las lecciones aprendidas. En 2015, Grecia demandó una respuesta europea conjunta para la gestión de la llegada de 800.000 personas refugiadas a su territorio, procedentes fundamentalmente de Siria. Sin embargo, la UE dejó sola a Grecia para afrontar este aumento de flujos migratorios. La única excepción fue Alemania con su wilkommenskultur aunque, finalmente, cambió de rumbo por el coste electoral que comenzó a suponerle a la CDU. La insolidaria respuesta de la UE en 2015 provocó un completo colapso del sistema de acogida de Grecia lo que, a su vez, propició el drama humanitario de Moria y de los otros 20 campamentos de refugiados que se crearon desde 2015 en este país.
Igual que Grecia, Canarias demanda ahora que la llegada de 18.000 personas migradas a su territorio en 2020 sea gestionada por el conjunto de España. La instalación de campamentos con una capacidad de 7.000 personas anunciada por el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones no es una solución sostenible ni oportuna, máxime cuando casi la mitad de las plazas de acogida de la Península están vacías.
Aunque a otra escala, ahora vamos camino de una situación parecida. El Gobierno de España está derivándole sus responsabilidades en materia de migración a Canarias, adoptando una actitud similar a la de la UE en 2015. Esto ya está generando un colapso en este territorio.
Dado que el Ministerio del Interior se niega a trasladar a las personas migradas a la Península, el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha optado por el modelo griego de Lesbos. El ministro argumenta que es distinto, porque la mayoría de estas personas son retornables, eufemismo habitual para no decir expulsables.
Políticamente tampoco parece aceptable la idea de convertir las Canarias en una suerte de 'islas cárcel'
Sin embargo, en la práctica, el acuerdo de readmisión entre España y Marruecos firmado en 1992 ha estado muchos años sin aplicarse, y cuando se ha hecho ha sido con marroquíes y muy pocas veces con nacionales de terceros países. Tampoco ha sido sencilla la aplicación de los acuerdos firmados con Argelia y Mauritania.
Los acuerdos de readmisión o de repatriaciones son un asunto peliagudo al que muchos países africanos oponen una gran resistencia, especialmente cuando se trata de readmitir a nacionales de terceros países. Por tanto, sin entrar en aspectos jurídicos o éticos, fiar la solución a las deportaciones no es ni siquiera una opción realista.
En cualquier caso, se está trasladando una idea peligrosa: la extraterritorialidad; Canarias como un espacio de excepcionalidad donde se restringe la libre circulación. En tanto que Canarias es espacio Schengen, esto no es admisible jurídicamente. Políticamente tampoco parece aceptable la idea de convertir las Canarias en una suerte de islas cárcel.
La citada obsesión por la técnica y por el cómo presenta este asunto como un problema de coordinación entre actores. Es frecuente leer estos días este tipo de análisis en los medios de comunicación. Incluso, la ministra de Defensa, Margarita Robles, se ha pronunciado en este sentido apelando a la autocrítica. No hay duda de que es precisa una mayor solidaridad y colaboración entre los actores, surgida a partir de una responsabilidad compartida de la gestión del fenómeno migratorio.
Sin embargo, la cuestión trasciende con mucho a los medios e interpela a los fines. Es preciso deliberar acerca de un mejor equilibrio entre las políticas de integración de las personas migradas y la seguridad en las fronteras. Convendría comenzar por discutir los propios cimientos del régimen del control migratorio.
*** Augusto Delkáder Palacios es profesor de Relaciones Internacionales en la UOC y experto en migraciones.