Todo adolescente tiene derecho a ser un inconsciente del mismo modo que todo adulto tiene la obligación de dejar de serlo. La pubertad es, probablemente, el período más hiperbólico de nuestra existencia. Y es que son tantas las primeras veces que vivimos durante esos años que la vida se hace prácticamente insoportable.
El dato que ofrece Sarah-Jayne Blakemore, neurocientífica de la Universidad de Cambridge, da cuenta de esta terrible y fascinante singularidad: la adolescencia es el único período de la vida humana en el que la primera causa de mortalidad son los accidentes. En esto, además de en la afectividad intermitente, también nos parecemos de jóvenes a los gatos.
Aunque ahora encontremos a hombres de 40 años con gorra y patinete en Lavapiés o en el Raval, todos sabemos que los años de adolescencia coinciden, o deberían coincidir, con los últimos años de instituto. Es durante esa época cuando ensayamos la construcción de nuestra identidad y son esos los años en que la simbología política ocupa un protagonismo que después, en las personalidades maduras, tiende a mitigarse.
Los años de adolescencia son los años de las pulseras, las chapas y los parches, y la identificación con determinadas causas y banderas son determinantes por cuanto nos dicen no sólo lo que somos –previsiblemente unos inconscientes saludables– sino también lo que queremos ser. En ese tiempo suelen convivir en nuestra cabeza indomable demasiadas vocaciones: queremos ser todo lo que admiramos, aunque exista una palmaria contradicción entre los héroes y los valores que admiramos.
Sin Vox ni Podemos en el horizonte, la bandera que estaba de moda en nuestro verano de los 18 era la de Jamaica
Recuerdo que yo mismo, inmerso en una confusión sonora, tenía en la pared de mi habitación una foto en blanco y negro del Che Guevara y un trozo del muro de Berlín. Supongo que mis padres se sonreirían cuando vieran ese pequeño altarcito de contradicciones cuyo único propósito era dejarle claro a mis amigos que tenía unos firmes valores épico-sociales. Sobre el vínculo entre la estrella de la boina del Che y la segregación operada por el muro de Berlín todavía era incapaz de establecer una relación causal. A algunos, esto es duro, todavía les pasa.
Esta relación entre los signos políticos y la panoplia con la que los adolescentes de Madrid concurríamos a los bajos de Argüelles en los 90 quedaba, las más de las veces, depurada durante el verano en que pasábamos del instituto a la universidad.
El verano de los 18 –es decir, El Verano por excelencia– era el período en que arrancábamos los parches de las cazadoras, en que nos cortábamos las pulseras con banderas –sin VOX ni Podemos en el horizonte la que estaba de moda era la de Jamaica– y en que, urgidos por abrazar la vida adulta, decidíamos prescindir de la necesidad de contarle a todo el mundo a quién votábamos, qué ídolos imitábamos o por qué lemas creíamos que estaríamos dispuestos a morir. Aquel verano nos hacíamos mayores.
De un tiempo a esta parte, aquellos usos iniciáticos, identitarios y cándidamente púberes han vuelto a replicarse en la escena política entre personas adultas. Del mismo modo que ahora hay señoras modernas que llevan zapatillas de velcro de las que calzábamos en preescolar, la iconología adolescente se prolonga entre diputados veteranos en forma de camisetas con mensaje, mascarillas con escudos y frases sentenciosas en los perfiles de redes sociales. Allí donde antes un adulto hacía de la prudencia y la mesura una virtud conquistada, ahora nos encontramos a políticos abandonados al show camisetero. Si esto era la nueva política, podrían haberlo avisado.
Que le perdonemos la eterna adolescencia a Keith Richards no quiere decir que debamos hacer lo mismo con nuestro vecino
A lo mejor soy yo quien está cada vez más alejado de las pasiones y me estoy perdiendo el secreto de las fiestas. Pero nadie podrá negar que hay algo inquietante en que un adulto sienta la necesidad de fijar su identidad en un icono en el que anuncia que él es "muy español, mucho español", "antifa 2.0" o "defensor de los derechos del cangrejo de Wisconsin". Y, qué demonios, que le perdonemos la eterna adolescencia a Keith Richards no quiere decir que debamos hacer lo mismo con nuestro vecino.
El tránsito hacia la vida adulta, también en términos civiles, exige una cierta valentía. Sin la cobertura tribal que nos procura la bisutería simbólica multiplicada en los entornos digitales estaríamos condenados a tener que pensarlo todo por nosotros mismos, exactamente como sería deseable en cualquier ciudadano responsable y libre. Disputar idea por idea, valor por valor o certeza por certeza es algo que no sólo requiere esfuerzo sino que, además, y esto es lo peor, nos obliga a negociarnos nuestro afecto y nuestro odio sin guion previo. La vida adulta, tal es su amargor, nunca fue otra cosa.
Pese a todo, lo más decepcionante no es la moral de rebaño que inspiran los símbolos, ni tan siquiera la pereza mental sobre la que se asienta su exhibición impúdica. Lo verdaderamente despreciable es el expolio espiritual que tantas veces enmascara una cruz de borgoña o un triángulo rojo. Busquen y encontrarán: detrás de cada símbolo siempre hay alguien traficando con un dolor ajeno. El valor heroico de un escudo que nunca defendimos, el estigma de una persecución que nunca padecimos o el mérito de una batalla a la que jamás comparecimos.
No es que seamos unos eternos adolescentes. Es que a lo peor no somos más que unos vulgares canallas.
***Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid