En términos estrictamente electorales, el PSOE es hoy un partido ganador. Cierra 2020 con apoyos sobre censo muy escasos, por debajo del 20%, y la valoración de Pedro Sánchez rodea un ridículo 3,5 sobre 10.
Pero el partido va primero en todas las encuestas, la nota de su líder es la mayor de todas y, cuando se pregunta por la renovación del presidente del Gobierno, el nombre de Pedro Sánchez aparece por delante de cualquier otro.
Hasta el CIS reconoce que los apoyos a su gestión no superan el 30%, uno de los porcentajes más bajos de toda Europa. Su Gobierno no es más que el producto de un equilibrio en el que cinco partidos sólo buscan su propia notoriedad o elevadas contraprestaciones económicas.
La antipatía que despierta Sánchez en la derecha es además monumental, por lo que se percibe como una mezcla de arrogancia, impostura, mentira y manipulación.
Pero Sánchez ha sabido compensar estas debilidades mediante dos acciones paralelas, sin duda planeadas y dirigidas con constancia y clarividencia por Iván Redondo.
Por un lado, la psicológica. Es decir, por una hábil gestión del miedo (como emoción colectiva que necesita reducir incertidumbre) mediante un exceso de comunicación, anuncios e iniciativas.
Por otro lado, una red de alianzas relativamente sólidas que le asegura a Sánchez el poder durante meses y que aleja al PP de cualquier esperanza por un vuelco matemático en las encuestas.
La estrategia implica tensión. Pero bien soportada, esta es inteligente y, sobre todo, eficaz. Porque al lado de la sobreactuación estética y del sólido muro de contención parlamentaria, Sánchez ha logrado instalar en el subconsciente colectivo un nuevo marco de acción política que PP y Ciudadanos aún están intentando descifrar.
Aquí radica el mérito real de Iván Redondo. Bien o mal, el Gobierno avanza bajo un nuevo paradigma, mientras que la oposición se enfrenta y debate aún en el antiguo.
La estrategia implica tensión. Pero bien soportada, esta es inteligente y, sobre todo, eficaz
Realmente no es tan nuevo. Max Weber lo llamó “ética de la responsabilidad” intentando superar la “maldad” de Maquiavelo. Se trata de algo así como la validación moral de toda acción política, independientemente de sus connotaciones éticas, morales o ideológicas, y siempre que no haya otro camino para alcanzar el bien común.
En nuestro caso, se trata de una suerte de hiperrealismo político adaptado a la España multipartidista y multinacional del siglo XXI.
PP y Ciudadanos asisten así con frustración, primero, y resignación, después, a los pactos con separatistas, a la intromisión en la judicatura, a la negligente gestión de la pandemia y a lo que algunos califican incluso de descaradas prevaricaciones de Tezanos.
También, nada más y nada menos, a la apertura del debate monarquía-república bajo un manto de persuasión comunicativa donde la veracidad, la transparencia, los principios o la excelencia en la gestión son lo de menos.
Por eso, cuando ambos partidos, Ciudadanos y PP, encuentran el argumento del paradigma antiguo, basado en la “ética de la convicción” que Weber definió como la forma de hacer política basada en la coherencia y la firmeza de principios, la sociedad ya ha asumido como buena la última iniciativa de Sánchez bajo los sagrados principios democráticos del diálogo, el respeto a las minorías, la estabilidad, la convivencia y la oposición a la "extrema derecha".
Redondo y Sánchez saben, además, que la dimensión generacional está a su favor. Casi un tercio del cuerpo electoral es, debido a su edad, relativista. Ha olvidado a ETA, convive con las tensiones territoriales sin el dramatismo separatista y piensa que cambiar de régimen es lo mismo que cambiar de Gobierno. Es decir, que Felipe VI es simpático “pero prescindible”.
Con la pandemia entre paréntesis, esos jóvenes viven en una sociedad del bienestar donde la solidaridad, la ecología o los derechos sociales, bajo la ya indiscutible bandera de la igualdad de (trans)género, lo son todo.
Es cierto que hay jóvenes reaccionarios, de un lado y del otro. Y es cierto que el paro creciente y los errores de gestión han desgastado al Gobierno en general y a Pedro Sánchez en particular hasta el punto de que, a fecha de hoy, la suma de la izquierda nacional (PSOE, Podemos y Más País) habría bajado del 44% al 40%, mientras que la suma del mal llamado centroderecha (PP, Vox y Ciudadanos) habría pasado del 43% al 46%.
Redondo y Sánchez saben, además, que la dimensión generacional está a su favor. Casi un tercio del cuerpo electoral es, debido a su edad, relativista
Pero, para desgracia de estos últimos, es absolutamente inviable una reunificación de todo ese espectro ideológico. Porque ese es el máximo porcentaje al que se puede llegar, al menos en términos históricos.
Con esos supuestos, el PSOE sigue y seguirá por encima del PP. Las bases de Vox y del PP, que hace unos meses eran las mismas e intercambiables, son ahora enemigas y están obligadas a elegir. Y aunque Inés Arrimadas no lo crea, el escaso votante que le queda a Ciudadanos no está preparado para ser bisagra del PSOE y tiende a la desbandada.
Las elecciones catalanas dejarán esto en evidencia y deberían hacer reflexionar a PP y a Ciudadanos acerca de mecanismos pragmáticos de unión, fusión, adhesión o pacto. Pacto que ponga esa coalición por encima del PSOE en las encuestas y que haga que la ciudadanía perciba la existencia de una alternativa en potencia.
En ese contexto, Vox no es un problema, sino una oportunidad, pues comparte o ha compartido con el PP y con Ciudadanos más del 50% de sus votantes, además de varios gobiernos regionales y municipales.
Qué decir del PNV, que siempre ha estado con quien ha gobernado. Se llama realismo político. No se gobierna si no se pacta. No se gana si no se pacta.
Una vez quemada la primera moción de censura, y despreciado Vox, poco más le queda al PP que no sea explorar su unión con Ciudadanos de forma lenta, prudente, inteligente y pragmática.
Después tendrá que escuchar a las bases y fijar la cada vez más necesaria ideología en el nuevo marco psicológico, social y político que, guste o no, ha rediseñado Sánchez.
*** Gonzalo Adán es doctor en Psicología Social y director de Sociométrica.