Hay dos formas de verlo. Una: la votación de los Presupuestos Generales del Estado consolidó a Frankenstein. La otra: lo que aquello ratificó es la fortaleza del multipartidismo en España.
Y, como colofón, en un lugar tan aficionado al multipartidismo como Cataluña (en especial entre los independentistas), tenemos una avalancha de candidaturas para una convocatoria electoral aplazada, en principio, hasta el 30 de mayo. Aunque nada es seguro por esos lares.
Si en el siglo pasado (hasta 2003) fueron cinco los partidos que se repartían los 135 escaños del Parlamento autónimo catalán, ahora (según las encuestas que se elaboraron para el 14-F) tienen opción de obtener escaño nueve fuerzas políticas. 2021 mantiene así la determinación de seguir desagregando opciones en cada competición electoral.
Esa multiplicidad de ofertas partidarias (esa sopa de letras, en el ya olvidado lenguaje de la Transición) podría permitir que todo el mundo encontrara un partido con el que le resultase fácil simpatizar. O no. Con el pequeño inconveniente que siempre acompaña al multipartidismo: poco importa ser el partido más votado en unas elecciones porque lo relevante es formar parte de la suma ganadora.
Y aún menos importa que una coalición gobernante lo haga fatal si sus componentes son capaces de reeditar alguna combinación mayoritaria. Lo único a tener en cuenta son las sumas poselectorales, con el pequeño inconveniente de hacer casi imposible el destierro de pésimos gobernantes a la oposición si son hábiles negociadores de renovadas coaliciones de Gobierno.
En el extremo opuesto, el denostado bipartidismo solo permite elegir lo que, entre dos, disgusta menos. A cambio, es implacable en la expulsión de los malos gobernantes a ese rincón de pensar que es la oposición. Y como todo Gobierno acaba haciéndose malo a los ojos de muchos antes o después, el bipartidismo es un sistema de segura alternancia en el poder cada cierto tiempo.
Todo esto es obvio y conocido. Como también lo es que España vivía en un bipartidismo imperfecto hasta las elecciones de diciembre de 2015. Aquello fue un movimiento telúrico que acabó con el bipartidismo. Los temblores de tierra habían anunciado la transformación desde las municipales de mayo de ese año, o incluso las europeas de 2014.
Es verdad que algunas comunidades, muy singularmente el País Vasco y Cataluña, habían avanzado hacia ese nivel superior que es el multipartidismo, también imperfecto. Singularmente porque en ambas ha pesado más la ecuación nacionalista que el eje izquierda-derecha. Además, esa singularidad vasco-catalana marcó desde la Transición la imperfección del bipartidismo para el conjunto de España.
El bipartidismo imperfecto que habitó en el Congreso de los Diputados hasta finales de 2015 significaba que la suma de los dos principales partidos concentraba más del 80% de los escaños del Congreso. El máximo se dio en 2008: la suma de los escaños del PSOE y el PP aglutinó el 92,3% del Hemiciclo.
Sorprendentemente, ese máximo (seguido por el de 2004, con un 89,1%) no se corresponde con legislaturas de mayoría absoluta, sino con dos momentos de máxima competición electoral entre socialistas y populares.
Las legislaturas de mayorías absolutas también registraron una considerable fortaleza del bipartidismo. El 88,3% en 1982, con la primera de Felipe González. El 88%, en 2000, con la mayoría absoluta de José María Aznar. Y el 84,6%, en 2011, con la de Mariano Rajoy.
Aquel mundo de ayer se truncó definitivamente en 2015, con la irrupción de Podemos y Ciudadanos. La suma del PP y el PSOE sólo concentró entonces el 60,8% de los escaños. Se podía bajar todavía más. En abril de 2019 sumaron un escuálido 54% de los escaños, para subir algo en noviembre, un 59,7%.
Esta fragmentación es aún mayor en el Parlamento de Cataluña. En 2017,en las elecciones que siguieron a la aplicación del 155, los dos partidos más votados (Ciudadanos y ERC) sólo aglutinaron el 51,8% de los escaños. Fue su mínimo histórico, y puede ir a más el 30 de mayo (o cuando sean finalmente las elecciones que iban a ser el 14 de febrero) porque la fragmentación será aún mayor. De los siete partidos con representación de 2017 se pasará, en principio, a nueve.
No es el sistema electoral lo que lleva ni a la multiplicación de partidos (ni tampoco a los Gobiernos de coalición) en el Parlamento de Cataluña. En el siglo pasado, Jordi Pujol tuvo tres mayorías absolutas: 1984, 1988 y 1992. Y esos tiempos del pujolismo ofrecían la tradicional imagen de un bipartidismo imperfecto que aglutinaba más del 80% de los escaños. Así fue con la excepción de 1980 y 1995.
Pero entonces eran cinco los partidos que se repartían los 135 escaños del Parlament. Había nacionalismo, pero no separatismo, y nadie esgrimía nada parecido al ho tornarem a fer como amenaza a la convivencia.
Lo sorprendente para estas elecciones tan multipartidistas es que el mensaje que se traslada a los electores tiene un inconfundible aroma bipartidista. Se ofrece un "nosotros o…", y en esa disyuntiva sólo se señala, como adversario a batir, a la opción que (en principio) animará más a los propios votantes.
El desembarco del casi-exministro Illa como candidato del PSC a las ya pospuestas elecciones catalanas ha desatado una suerte de bipartidismo ficticio entre los socialistas y sus socios de moción de censura, investidura y Presupuestos.
Fue casi entrañable la ocurrencia de Laura Borràs de lanzar el eslogan Ella o Illa, cuando es bien sabido que la realidad será "los socios de Ella, con Ella, con Illa, o con Ella e Illa", según convenga.
No lo es menos el descontento del PSC ante el aplazamiento electoral del 14 de febrero al 30 de mayo. Engañará a incautos aficionados al bipartidismo, pero la queja socialista es un "¡ay, mi mi-partidismo!".
La moda de apariencia bipartidista no ocurre porque no haya espacio para mensajes multipartidistas que encajen con la evolución política catalana de los últimos años. Los más obvios serían reclamar el voto independentista o el voto constitucionalista.
O, atendiendo a la tradicional separación entre izquierda y derecha, sería pensable pedir un voto de izquierdas que acepte aparcar el secesionismo, o uno de derechas claramente constitucionalista. Pues no.
¿Por qué? Quizá porque, con ofertas de ese tenor, una competición entre nueve incurriría en el riesgo cierto de transferencia de voto entre los distintos partidos de cada una de las grandes opciones políticas. Un riesgo que, quizá, podría primar al partido mejor situado dentro de cada opción.
Un problema (no menor) de esta múltiple competición de ficticios bipartidismos es el riesgo de que, al despertar tras las elecciones, el dinosaurio del independentismo (que sigue ahí) haya engordado inexplicablemente. Y entonces empezará el crujir de dientes.
De momento, entre las muchas formas que pueden imaginarse para conjurar ese riesgo, la aparentemente más ingenua (y realmente más mendaz) es la que exhibe Illa. Escuchando su pretendido compromiso de no facilitar ni formar un Gobierno con independentistas parecería que sueña nada menos que con una mayoría absoluta de los escaños, o que quiere gobernar con aquellos que más desprecia.
No, ni con Ciudadanos, ni mucho menos con el PP, y ni pensar en Vox.
Todo el mundo sabe que lo que el PSC pretende es reeditar el tripartito con ERC y los comunes de Podemos, con la máxima fortaleza propia, lógicamente. Y nadie se engaña pensando que ERC se haya convertido de repente en una jacobina fuerza de izquierdas.
¿Entonces? Entonces la oferta bipartidista de Illa consiste en pretender que, cuantos más votos vayan al PSC, menor será el riesgo secesionista. Porque él cabalgará el tigre independentista de ERC en Barcelona y en Madrid.
Tiene una larga precampaña para contar sus cuentos. Porque así seguimos, cabalgando tigres mientras contamos que les hemos convencido de que lo cool es ser tigres veganos.
*** Pilar Marcos es diputada del PP en el Congreso de los Diputados y periodista.