Disney ha decidido proteger a nuestros hijos de Peter Pan, Dumbo y Los aristogatos. Su impacto es dañino, dicen, y por ello a partir de ahora estas películas sólo se podrán ver acompañadas de adultos y después de haber leído el siguiente rótulo: “Este contenido incluye representaciones negativas o tratamiento inapropiado de personas o culturas. Estos estereotipos eran incorrectos entonces y lo son ahora”.
En un acto de liberalidad, la compañía del ratón ha decidido finalmente no eliminarlas del catálogo, pero sí advertir de su peligrosidad, tutelando el envoltorio con la citada advertencia. Viene a ser como lo de las cajetillas de tabaco: “Fumar mata”.
Aunque aquí, más que ante una prescripción de salud pública, estamos ante una admonición de salud moral. Si el tabaco mata el cuerpo, Dumbo mata el espíritu.
Como quiera que (todavía) hay gente que se ha quejado, calificando esa acción de censura, Disney ha respondido que no. Que lo suyo es la educación en valores, y que si no han retirado esas piezas apestadas es porque albergan el propósito de aprender de ellas.
La idea es que, protegidos tras el prescriptivo cristal sanitario, los niños pueden asumirlas como ejemplo vitando, es decir, como aquel que enseña por su contrario la forma de bien obrar.
Mas para ello se ha de contar con la colaboración de los padres. De ahí la aclaración: los niños sólo podrán ver esas películas una vez que sepan que son incorrectas y bajo la supervisión de unos adultos responsables que puedan, literalmente, “generar conversaciones para crear juntos un futuro más inclusivo”.
Esta prevención, además, está pensada sólo para las piezas clásicas incorrectas, esas en las que el mal ya está hecho y sólo cabe aislarlo y vacunarse contra él.
En adelante la prevención ya no será necesaria, se aclara, porque las obras ya habrán nacido “correctas” de la mente de su creador: “Disney se compromete a crear historias con temas inspiradores y ambiciosos que reflejen la rica diversidad de la experiencia humana en todo el mundo”.
No son pioneros en esto, los de Disney. Se limitan a adaptarse al signo de los tiempos. Hace poco conocimos la retirada del catálogo de HBO de Lo que el viento se llevó, o la purga en bibliotecas escolares de varios cuentos de hadas. Sí, cuentos de princesas y de caballeros que matan dragones…
¡Menudos ejemplos! Con esas lecturas se pueden pervertir las mentes infantiles inoculándoles mil maldades, desde la explotación infantil hasta el heteropatriarcado opresor, pasando por el supremacismo, el incesto, el maltrato animal, el acoso sexual o el racismo, e incluso crímenes más abominables, como la antropofagia, el infanticidio o la no inclusión en los relatos de personajes de género no binario.
Totalmente alineado con el espíritu Disney, Joe Biden ha presentado el Gobierno más Benetton de la historia de Estados Unidos.
Como en los carteles publicitarios de esta marca, inclusiva y diversa avant la lettre, las personas que aparecen en la foto se dirían escogidas por el color de su piel. Los rostros componen un mosaico de colores rico en matices. Una cuestión de diseño: aquí un pelo níveo, por ahí un contraste chocolate, más allá un matiz de castaño, otro de cobrizo.
El sexo también importa, tanto el biológico como el psicológico, a la carta. En consecuencia, además del aumento de cuota femenina, se incluye ya entre los altos cargos, concretamente como número 3 de Sanidad, a una persona transexual.
Y dado que esto de escoger o descartar según la raza o el sexo es hoy signo de progreso social, la prensa integrada ha celebrado el gabinete entrante de Biden como "el más comprometido con la diversidad en la historia de Estados Unidos".
Era de esperar la reacción entusiasta del New York Times, buque insignia de las políticas identitarias raciales y de género. Para este medio, el presidente Biden ha cumplido su promesa de crear un gabinete “que se parece a Estados Unidos”.
Es decir, un Gobierno cuyos miembros son reflejo de toda la clase de gente que uno puede encontrar en el país. El reflejo se queda en el sexo y en la piel, todo hay que decirlo, porque ninguno de estos socios de fondos de inversión que forman el gabinete es pobre, por ejemplo.
Pero pelillos a la mar. La frase tiene pleno sentido para los redactores y lectores del New York Times, convencidos de que los miembros de las diferentes identidades en promoción hablan, piensan, comen, aman (y por ende diseñarán y ejecutarán las políticas públicas) en función de su identidad.
"Yo como afroamericano pienso que…". Pensar como blanco o negro, hombre o mujer, homo o hetero, es una derrota del pensamiento. De ahí la esperanza del progresismo estadounidense en el nuevo Gobierno, presentado como el generalato del principal ejército planetario en la guerra contra la cultura occidental, esa odiosa creación de hombres blancos heterosexuales.
Otro importante frente de esa guerra cultural son las escuelas. Y también ahí es clave lo inclusivo y lo diverso. Sobre esos mismos principios que justifican la censura protectora de Disney y el diseño de gabinete arcoíris de Biden se levanta el andamiaje de la corriente hegemónica entre los sistemas educativos.
La ley vigente reformada por la señora Celaá es sólo una vuelta de tuerca más en una filosofía pedagógica que año tras año demuestra su fracaso. Porque las promesas, sobre papel, de estos planteamientos han conducido a resultados contrarios a los prometidos.
La teórica inclusividad termina por agravar en la práctica la exclusión de los incluidos, mientras que la teórica diversidad se traduce en la práctica en la homogeneización del grupo en una mediocridad indeterminada, donde, como en la noche hegeliana, todos los gatos son pardos.
Ante el hundimiento, sin embargo, se sigue cavando. Y para alcanzar esa indeterminación, los contenidos van perdiendo importancia.
No interesa su calidad, pues según la pedagogía realmente existente el conocimiento separa a los individuos, estableciendo intolerables jerarquías entre los que saben más y los que saben menos.
Y todavía interesa menos evaluar esos conocimientos según unos estándares de aprendizaje objetivos y comunes. Hay que evitar dejar pistas que pongan en evidencia el fracaso del sistema educativo.
Así que nada de exámenes, y menos aún si son pruebas externas, porque las comparaciones son odiosas y la competencia, más todavía. Además, los exámenes son un vestigio de la opresora cultura occidental.
En su lugar, hay que evaluar de tal manera que se camufle el fiasco. Así se fomenta un tipo de evaluación integral y por proyectos, dotada de una enrevesada casuística de competencias, procedimientos y actitudes difusas, sin otro marco de referencia que cada individuo aislado.
El fin se logra. Ese oscurantismo acaba facilitando aprobados generales de promociones enteras de alumnos que años atrás no hubieran obtenido ni el graduado escolar.
El resultado de esta pedagogía relativista, deconstruida, nihilista, donde la Nada avanza devorándolo todo como en la inolvidable Historia interminable de Michael Ende, es el quebranto de la escuela como principal herramienta de redistribución y vehículo de movilidad social.
Sin una preparación exigente para un futuro competitivo, quienes tienen menos oportunidades quedan abandonados a su suerte, lo cual va en contra de uno de los valores fundamentales de la educación, en especial para los más desfavorecidos o vulnerables.
Si quisiéramos creer en conspiraciones, esta sería una buena candidata. ¿Qué poder oculto ha conseguido infiltrarse entre la pedagogía "progresista" para que construya el tipo de escuela más alejada de sus intereses?
O tal vez se trate de un Genio del Mal como el que imaginó René Descartes, introducido en las mentes de los muñidores de planes educativos para disponer su naturaleza de tal modo que sistemáticamente crean estar en la verdad cuando están en el error.
Porque nada hay menos emancipador que la escuela inclusiva y diversa.
Mas a pesar de los pesares, ambos pilares son incuestionables. Están asentados en el sólido cimiento que proporciona la Unesco, el principal foco irradiador de principios para la mejora de la Humanidad.
Llegados a este punto, revelo una curiosidad. ¿Sabían que el primer director de la Unesco fue Julian Huxley, destacado científico eugenista, nieto del pionero eugenista Thomas Huxley (conocido como el bulldog de Charles Darwin) y hermano del también eugenista Aldous Huxley, autor de la novela Un mundo feliz?
El eugenismo es ese sueño de perfeccionamiento de la especie humana que produce despertares de pesadilla.
Pesadilla como la era del vacío que estamos viviendo y que Gilles Lipovetsky predijo con una lucidez inquietante. El triunfo de la censura, ya sea de Peter Pan, de Lo que el viento se llevó o de Carmen, ya se trate de William Shakespeare, de Vladímir Nabokov o de Mark Twain, o incluso de J. K. Rowling: nada de la cultura occidental está a salvo.
La dictadura de lo políticamente correcto establecida ya en el Gobierno del Imperio, consagrado a las políticas identitarias y raciales. La devaluación de la verdad o de la historia, entendidas como construcciones personales, el abandono del principio de objetividad. La dilución de contenidos en las escuelas.
Cabe preguntarse por qué nos quieren idiotas. No es fácil encontrarle sentido a esta destrucción sistemática del mundo del ayer. Tal vez la respuesta sea la que Aldous Huxley puso en boca de un personaje de Un mundo feliz: “Y este es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que tiene uno que hacer. Todo condicionamiento se dirige a lograr que la gente ame su inevitable destino social”.
Sí, tal vez lo que describió este eugenista en su célebre novela no era una distopía, como siempre hemos interpretado, sino un ambicioso plan de ingeniería social, diseñado para construir una sociedad de siervos estúpidos, pero satisfechos.
O tal vez no, simple casualidad. En cualquier caso, ya fuera ficción de anticipación o planificación real, describió la guerra en la que estamos inmersos, amenazados por una realidad de individuos anestesiados y sin libertad, destinados a amar su servidumbre.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.