En este tema la derecha, generalmente, sólo hace dos cosas: reírse o pasar. Sin embargo, es un asunto fundamental en la concepción del individuo, la sociedad, la ley, la moral y la determinación del voto.
El feminismo de la derecha se queda en el feminismo liberal, que se basa en vigilar la igualdad ante la ley y la ausencia de privilegios, y en el feminismo disidente, centrado en dejar en evidencia las inconsecuencias del feminismo oficial.
¿Pero existe un feminismo oficial? Sí, pero está a punto de ser desbancado por el feminismo queer.
Desde El segundo sexo de Simone de Beauvoir se ha profundizado mucho, pero siempre en la misma dirección. La idea era desmontar el orden social alegando que la familia y el género son construcciones culturales que sustentan el capitalismo.
La Nueva Izquierda tomó el feminismo (de momento en singular) como cuña para romper el sistema y asaltó la producción cultural, la educación y los medios de comunicación. La tarea era construir conciencias para cambiar el mañana.
Puesto el mecanismo en manos de los creadores de conciencias, la deconstrucción del paradigma patriarcal sólo podía avanzar. Esto fue más poderoso cuando se hizo realidad lo que escribió la feminista radical Kate Millet: "Lo personal es político".
Esta destrucción del ámbito privado fue decisiva porque la transformación debía iniciarse desmontando lo más íntimo: el género.
Al politizar la intimidad se acabó el individualismo y comenzó la era de los sujetos colectivos identificados por una cuestión biológica. Colectivizaron a las mujeres, las convirtieron en un sujeto único enfrentado a otro colectivo, el de los hombres, y sustituyeron la lucha de clases por la lucha de géneros.
A eso lo llamaron progreso.
En esa lucha de la mujer, el género se presentaba como un obstáculo patriarcal y capitalista, valga la redundancia. El remedio era legislar para hacer justicia en la sociedad.
Esa legislación (que destruía la igualdad ante la ley, dando privilegios al hecho biológico para ajustar cuentas con el pasado, y que animaba con subvenciones y cuotas la presencia de la mujer en el ámbito público) iba creando una moral y un nuevo paradigma.
En ese reseteo, los supuestos valores femeninos aparecen como superiores a los masculinos, y los hombres, si quieren ser modernos o progresistas, deben asumir la nueva masculinidad aconsejada por el feminismo.
De esta manera, la sociedad se ha convertido en un conjunto de minorías identitarias enfrentadas a una mayoría fantasma, la cual debe rendirse a las exigencias de esos grupos. Así, a la persona no se la juzga como individuo, sino como miembro de un colectivo vinculado con la raza y el sexo.
Esto ha sufrido una vuelta de tuerca. Establecido el nuevo paradigma de que hay que deconstruir el patriarcado desautorizando sus conceptos, esto ya no afectaba sólo al género, sino también al sexo. Un hecho biológico y, por tanto, científico.
Ahora bien, el feminismo queer ha colocado la conciencia y el sentimiento por encima de la ciencia.
De esta manera, la definición genital deja de ser sujeto de derecho (ser hombre o mujer) para serlo la voluntad declarada del individuo. Esto es, que el sexo no existe. Sólo existe la autodeterminación sexual.
Esto, claro, desmonta la legislación y la moral que habían construido las feministas culturales y radicales, que basaban el privilegio en la biología.
El feminismo queer, por contra, se centra en resetear la sociedad rompiendo el binarismo de género (hombre y mujer), eliminando la presunción de heterosexualidad y reivindicando la ampliación de los privilegios hacia los trans o no binarios.
Un informe médico para verificar esta condición, dicen, sería una patologización. Su consideración como algo anormal.
¿Cuál debe ser entonces el criterio? La declaración de la persona.
En España, la ley 3/2007 de 15 de marzo permite a las personas trans cambiar en el registro su sexo sin necesidad de tratamientos quirúrgicos, pero con un informe médico que demuestre la disforia de género, y sólo para mayores de edad.
Irene Montero y su Ministerio de Igualdad, donde ficha la niñera mejor pagada de España, propone que a partir de los 16 años no se necesite el consentimiento de los padres y que sólo sea precisa la declaración de la persona, sin necesidad de ningún informe. La identidad se elige, como sentenció Judith Butler.
¿Qué dice el feminismo radical y cultural? Que sus herederas, las del feminismo queer, se pasan porque destruyen toda la legislación del privilegio, como la que obliga a las empresas a tener un 50% de mujeres en sus consejos de administración, la de las listas electorales paritarias, la de violencia de género o la de acceso a subvenciones para pymes o proyectos de investigación.
Todos los cursos sobre igualdad de género, los observatorios y los institutos de investigación quedarían anticuados y obligados a adaptarse a la nueva ortodoxia.
Si se impone la autodeterminación sexual, también se podrá cambiar a voluntad de raza o edad. Si no hay un informe científico que valga, y la identidad sólo depende de la persona, uno puede definirse como quiera cuantas veces crea oportuno.
Es más. ¿Por qué hay que pasar por el Registro Civil, por la bendición del Estado? ¿No sería suficiente decirlo de viva voz o, como mucho, escribirlo en un papel?
Karl Marx escribió que el ser social determinaba la conciencia social, lo que es falso. Ahora que las clases sociales son cuestión de fe y se diluyen por la vida burguesa, es el sexo sentido lo que marca esa conciencia. Y en consecuencia, para la izquierda, también la legislación.
El problema es que la identidad declarada a voluntad es todavía una ficción jurídica y que, como tal, deja sin sentido las leyes de discriminación en favor de las personas nacidas mujeres si se convierte en legislación.
Estaría bien saber qué deciden las ingenieras sociales. Si sigue existiendo el sexo, el género, la edad o la raza, cómo es la nueva masculinidad obligatoria, y si el sentimiento y la voluntad sustituyen a la ciencia y la razón en la legislación. Por ir adelantando el cambio, digo.
Esto es más relevante de lo que parece. Marcel Gauchet hablaba del fin de la democracia occidental conocida, que acaba devorándose a sí misma debido a que ha puesto las simientes para la destrucción de sus fundamentos: la libertad, la justicia y la igualdad.
Esto es lo que está ocurriendo con unos feminismos concebidos como deconstrucción de la sociedad y no como garantía para el individuo.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.