En Cartas desde Iwo Jima, en una escena magistral, Clint Eastwood narra la incapacidad del hombre de enemistarse cuando se siente parte de algo común. Un joven reclutado por el ejército imperial japonés lee la carta de la madre del soldado americano que acaba de asesinar. Las palabras de la madre del hijo difunto son las mismas palabras de su madre. El mismo drama, el mismo amor. Y ya no puede seguir en la batalla.
La discordia se libra siempre en la abstracción. La realidad concreta de las personas rompe la caja oscura de la ideología, nos libera y humaniza.
Vuelve a mí esta escena como un eco del debate sobre la presencia de los intelectuales cristianos en el mundo de hoy. La conversación se inició en noviembre con un artículo de Diego S. Garrocho en EL ESPAÑOL que se preguntaba dónde está la intelectualidad cristiana en las actuales batallas culturales.
A ella se sumaron numerosas voces, con distintos enfoques, de personas con fe y sin ella. Desde entonces se ha sucedido, inesperada y respetuosa, una conversación coral en decenas de artículos, entrevistas, conferencias y mesas redondas. La última, celebrada la pasada semana en la Universidad de Navarra, congregó de forma presencial y virtual a más de 300 personas.
El tema interesa y los intelectuales cristianos existen. Ahora el debate se centra en cómo comunicar la visión cristiana del mundo ante una audiencia indiferente al hecho religioso. No es casual que este interés haya surgido durante una pandemia que nos deja errantes en el camino de una pesadilla distópica.
Abordaré la cuestión desde la perspectiva de la comunicación y con la convicción personal de que la fe religiosa humaniza y promueve una búsqueda de sentido deseable. Como cualquier otra disciplina, la comunicación en la esfera pública tiene sus reglas, que se aplican con independencia de la veracidad del mensaje.
Me parece que la situación actual de los intelectuales cristianos es parecida a cuando pierdes la contraseña de un sistema operativo. Tus códigos han quedado antiguos y necesitas conseguir una nueva clave. Para desbloquear la situación, sugiero reflexionar sobre tres aspectos: el contexto actual de la comunicación, la legitimidad del comunicador y el mensaje de su propuesta.
Decía G. K. Chesterton que el papel del intelectual es oponerse y seducir al mundo. Si el pensador cristiano quiere seducir al mundo, debe conocerlo y amarlo. No sirve el aislamiento resignado, ni el mimetismo, ni el frentismo estéril. Sólo cabe conocer el corazón del hombre y compartir con él nuestras dudas y perplejidades. Porque vivimos en una sociedad vulnerable, insegura y atizada por sentimientos de agravio que clama con tristeza por el hogar perdido.
El intelectual cristiano vive también en esta tierra rota, siente la ausencia, necesita escuchar y sentirse acompañado. Su propuesta debe convertir el dolor actual en un gesto de lucidez, reconstruir un imaginario habitable donde reconocer al otro y seducir por la belleza de su Verdad. Sentirnos víctimas de la misma enfermedad nos hace anhelar juntos la curación.
Hoy más que nunca se necesita forjar la personalidad con inteligencia relacional. El contexto no es una amenaza, sino una oportunidad para dialogar y exponer la propuesta cristiana.
La comunicación nos enseña que cuando la conversación pública está polarizada hay que empezar a reconstruir un terreno nuevo sobre valores comunes: la protección de la vida y la libertad, la primacía de la justicia y la igualdad, la defensa de los más débiles y excluidos, el sentido de comunidad, el cuidado del medioambiente... El diálogo es reconocer que la Verdad es una búsqueda.
Los cristianos sabemos (o debiéramos saber) que la Verdad nunca se posee entera. Porque no es algo, sino alguien (Cristo). No es una doctrina que poseemos, sino una Persona por la que nos dejamos poseer.
Y eso hace que la búsqueda de la Verdad sea un proceso sin fin, una conquista sucesiva, abierta siempre a otros que agregan, comparten y enriquecen (Jutta Burggraf). Se necesita humildad y una gran seguridad en tu identidad para aprender de todos y ganar algo superior.
La comunicación nos dice también que la conversación pública se establece mediante marcos, estructuras mentales que conforman nuestro modo de ver el mundo. Los marcos pueden proponer temas inclusivos, marcar agenda propia y mover a la acción. O pueden derivar en un conflicto enconado que acabe con la cancelación del otro.
El lingüista George Lakoff sostiene que el lenguaje activa los marcos. La forma expresiva, las palabras elegidas y el tono cordial no son sólo signos de buena educación. Son el espejo de nuestra alma. Son el puente que facilita la escucha y hace accesible el mensaje. Pensar de modo diferente requiere hablar de modo diferente.
La nueva contraseña para entrar en la esfera pública pide a todos (cristianos o no) una inteligencia contextual, relacional y comunicativa que ponga a las personas en el centro de la conversación para promover una cultura del encuentro que supere esta asfixiante polarización. Abandonar el fracaso de las ideologías al servicio del poder. Abrazar la razón al servicio de la Verdad.
Aspirar al mayor bien posible para vivir juntos el resto de nuestros días. Se necesita paciencia o un disparo de muerte. Es lo que aprendió aquel soldado japonés tras leer la carta de una madre desconocida que acababa de perder a su hijo. Ojalá nosotros no tengamos que pagar tan alto precio.
*** Santiago Fernández-Gubieda es adjunto al vicerrector de Comunicación de la Universidad de Navarra.