La Libertad es un hecho. Las libertades son facultades. La primera funda. Las segundas capacitan.
La primera (según Rudolf von Ihering) permite organizar necesidades e intereses conforme a un orden, que será jurídico si la comunidad organizada acepta la coacción de la imposición por la mayoría de un interés preponderante.
La primera, como hecho colectivo, y las segundas, como facultades, se diferencian no sólo en el ejercicio, sino en su fundamento. La primera exige homogeneidad de valores y de principios, y en la forma de organizar aquella comunidad (la cultura como costumbre). Por eso la Libertad es colectiva y política (Antonio García-Trevijano).
Las segundas exigen la aceptación normalizada de lo socialmente contrario. Y por eso son civiles.
Las libertades no son sólo acción o límite, utilizando la famosa categoría de Isaiah Berlin, pues en nada se distinguirían de los derechos. Toda facultad posee esta dicotomía. El derecho a deambular exige poder hacerlo por el espacio elegido y que nadie nos lo impida sin causa legitima. Las libertades nacen del acto libre y voluntario del propio albedrío, donde las hacía descansar Aristóteles.
Participan también de la concepción romántica de la búsqueda de la felicidad o del bienestar social (John Stuart Mill), de la doctrina liberal de limitar la acción de la organización estatalizada (John Locke, Thomas Hobbes, Edmund Burke) y de la necesidad de respetar la naturaleza creadora del individuo (Ludwig von Mises).
Sin embargo, nada del escueto repaso realizado las diferencias de los derechos, puesto que todas ellas lo son, como base motora de estos.
Las libertades sólo lo son cuando el individuo acepta, admite y normaliza su contrario, lo adverso. En palabras de Jean-Paul Sartre: “Al querer la libertad descubrimos que ella depende enteramente de la libertad de los demás”.
Las libertades exigen relación. Nadie puede exigir libertades en una isla desierta. El náufrago no puede ejercer sus libertades frente a nadie. Sólo cuando llega otro náufrago puede exigir que se respeten esas libertades. Y sólo las poseerá cuando su contrario admita su adverso. Es decir, a él mismo. De esta forma, los dos serán libres. De esta concepción derivan todas las libertades jurídicas.
La libertad de opinión no se basa en decir lo que uno quiera, sino en admitir de forma normalizada la posición contraria. Por virtud de esta relación, yo podré decir lo que piense sin ser perseguido o censurado. Las libertades requieren reconocimiento mutuo, pero no tolerancia.
Donde hay tolerancia no hay reconocimiento, sino la lábil admisión de una postura por quien goza de una posición dominante. Las libertades actúan como una balanza en equilibrio. Para llegar a este punto, las sociedades deben haber alcanzado un nivel de civismo importante.
Los violentos hechos producidos estos días reivindicando la libertad de un rapero por su condena penal (más como excusa que como causa) deben hacer pensar a la sociedad y a su organización política, el Estado, si están preparados para admitir respetuosamente sus contrarios.
Es decir, si se admite y acepta respetuosamente que también se publiquen, divulguen o distribuyan letras, espectáculos, canciones y otras obras en los que se exprese la voluntad de matar con tiros en la nuca o con coche bomba a raperos, a personas de la clase obrera o a determinados políticos actuales.
Si la sociedad acepta estos términos, el delito penal sobra completamente.
La pregunta que debe hacerse, entonces, es si admitimos nuestros contrarios. Esa es la gran pregunta de las libertades.
Si la despenalización de las conductas expuestas deja la puerta abierta a reconocer la libertad de expresión sólo en un sentido, pero no en el contrario, no se estarán protegiendo las libertades, sino relatos o ideologías. Y donde entra la ideología, el derecho se degenera.
Nadie debería ir a la cárcel por expresar sus pensamientos, ideas u opiniones en prosa o en verso, con ritmo de cuatro por cuatro o clásico. Pero sólo si se admite y se acepta, de forma normal, la expresión ejecutada o interpretada de su contrario.
Y sólo se debería ir a la cárcel si esas ideas son causa suficiente para movilizar a sus adeptos a cometer hechos delictivos contra quien sea. Porque entonces ya no se tratará de un poeta, un rapero o un intérprete, sino de un incitador, un provocador, un proponente o un promotor delictivo.
Las conductas sociales se tipifican penalmente cuando las mismas exigen un reproche colectivo intenso por afectar a bienes considerados esenciales para vivir en comunidad. Es la sociedad la que, con su comportamiento colectivo, admite o reprocha conductas que, recogidas por el legislador, suponen nuevos tipos delictivos.
Sin embargo, la sociedad debe tener el encaje suficiente para admitir lo que no quiere escuchar. Y no se trata sólo de una cuestión jurídica o normativa, sino de reglas de convivencia. La despenalización de conductas delictivas debe hacerse sobre la base de la aceptación de conductas que ya no suponen reproche para la sociedad, y no sólo para una parte de ellas, o para una parte del Hemiciclo parlamentario.
Si ello es así, y al igual que se exige que el legislador penal sólo entre a regular cuando no haya otra herramienta de convivencia menos gravosa para reponer el orden social perturbado, la despenalización sólo puede ser posible cuando la conducta no merece ya el intenso reproche que la sociedad guardaba para dicha conducta (por admitir que la misma puede ser objeto de un reparo menos gravoso para el culpable).
Mientras ello sucede, es menester recordar que nuestra Constitución reconoce el derecho de manifestación, pero pacífica y sin armas. El derecho a manifestarse, como todo derecho, no es absoluto.
El Tribunal Constitucional ha hecho una interpretación amplia del citado derecho político admitiendo la natural alteración de la vida diaria que supone su normal ejercicio, pero fijando limitaciones objetivas y adjetivas cuando su ejercicio pone en peligro personas o bienes, reproduce otras ya autorizadas o se pretende cortar el tráfico (STC 193/2011).
Lo que nunca ampara este ni ningún otro derecho es su ejercicio mediante la violencia. Hoy quedan pocas dudas de que los disturbios ocasionados no son más que una oportunidad para dar rienda suelta a los instintos primarios de conocidos grupos o grupúsculos que no han podido sofocarlos en sus foros habituales a causa de la pandemia.
Desde las instituciones no debería alentarse el maniqueísmo dialéctico de etiquetar qué es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Las instituciones deben ser el reflejo del pluralismo existente en la sociedad. Pluralismo que exige un respeto mutuo a lo diverso.
Sin la admisión de esa lucha dialéctica no puede hablarse de sociedad libre. La imposición del pensamiento único es la semilla de lo que maravillosamente describió Hanna Arendt como la llamada del nazismo a todas las puertas de las casas alemanas.
Las libertades son contrarias a una forma única de ver las cosas, de pensar, de actuar, de decidir y de juzgar. Sin esta consideración no estaremos ante libertades, sino ante facultades concedidas por la sociedad estatal de acuerdo con el relato predominante en la opinión pública.
Cierto es que el derecho penal no debería ser la respuesta a la libertad de expresión o de opinión. En manos de la sociedad está aceptar respetuosamente incluso lo que nos repele o nos perturba. Sólo cuando las sociedades han aceptado esto, el derecho penal ha dejado de ocupar espacio.
La conducta destipificada ya no supone una abyección contra la convivencia y sólo las que posean los resortes reales para alentar a la violencia son las que deben ser consideradas dignas de prohibición y reproche penal. Es lo que en los Estados Unidos llaman juicio de pertinencia. ¿Estamos preparados para algo así? ¿Estamos preparados para aceptar nuestros contrarios?
Por ahora, parece que sólo estamos enredados en la lucha por alcanzar el relato oficialista de lo bueno y de lo justo a través del sentir inmediato de las tendencias en las redes sociales. Una democracia a golpe de tuit.
Posiblemente, no estemos preparados aún. A lo mejor debemos quedarnos como estamos para que no nos ocurra como en la novela de Eduardo González donde Antonio Graco se atormenta preguntándose: “El haberles dado libertad sólo les ha traído problemas”.
*** Marcos Peña Molina es abogado.