Cuando muere un poeta, quedamos en una posición extraña, con un pie en cada lado de un abismo. Lo más vivo de él, que es su poesía, si es auténtica, se queda, radiante, entre nosotros. Nos llegan los ecos de su muerte, pero la sentimos lejana.
El poeta polaco Zagajewski (1945-2021), con unos versos tan íntimos y a la vez tan abiertos a la trascendencia, entra de lleno en esa categoría de poetas en última instancia inaccesibles a la Parca. Había escrito en Tierra de fuego (1994): “En mí vivían antiguos poetas, cantaban”; y él ahora es uno de ellos.
Continuador de la prodigiosa constelación de poetas polacos del siglo XX, Czesław Miłosz, Wisława Szymborska o Jan Twardowski, comparte “la rara virtud” que subrayó Charles Simic: “Su legibilidad en una época en la que los experimentos modernistas han hecho de mucha de la poesía escrita en otras latitudes algo sencillamente hermético”.
Gracias a esta impagable accesibilidad y a que de su poesía ya he escrito en varias ocasiones, me centraré hoy en sus lecciones políticas. Esas nos las ha dejado de herencia. Una herencia que urge aceptar.
Su biografía es apasionante, también legible, fotogénica, casi novelesca. Huyó, escaldado, del marxismo y, en la Europa Occidental, asistió, atento, a la evolución de nuestras sociedades. Por eso su perspectiva es imprescindible. Sufrió “la dificultad de pasar de los tiempos heroicos del anticomunismo a los momentos de relativismo actual, de expectaciones morales disminuidas y estándares artísticos superficiales”, como resumió Susan Sontag.
Recientemente había advertido: “El populismo difuso es una forma de semifascismo, porque la gente no respeta las palabras. Y no les importa la verdad”.
Años antes escribió: “Ay del escritor que valore la belleza sobre la verdad”. Profetizó, pues, la posverdad. Con magistral perspicacia crítica se dio cuenta en Solidaridad y Soledad (1990) de que “casi todos los escritores eminentes buscan la verdad”, aunque a sus lectores luego les interesen otras cosas.
Zagajewski ha sido muy consciente de cuáles eran los temas conflictivos de nuestro tiempo y no les ha perdido la cara
Estaría de acuerdo con el joven François-Xavier Bellamy que, en Permanecer (Encuentro, 2019), defiende la importancia política de la literatura y, en particular, de la gran poesía, porque conserva el valor desdeñado de la verdad en un mundo de subjetividades líquidas.
Aunque Zagajewski renunció a la poesía explícitamente comprometida con un argumento contundente: “Si vives en una sociedad abierta que tiene prensa libre, la poesía política está de más”; en realidad, como buen polaco que experimentó que la poesía es la última defensa del pueblo, siempre dio la batalla social, pero en prosa, en prensa y en ensayos, y una forma más sutil con una poesía de hondas raíces humanísticas.
Zagajewski ha sido muy consciente de cuáles eran los temas conflictivos de nuestro tiempo y no les ha perdido la cara. En La belleza ajena (1998) arremete contra las leyes de memoria y los decretos de olvido.
Comprende que la poesía es un ariete imprescindible del pasado: “En tiempos como los nuestros, asediados por la estupidez y la amnesia, la memoria, naturalmente, es extremadamente preciosa. Y la poesía se considera a menudo una especie de tributo al dios de la memoria. La elegía se convierte en el rey de los poemas; no sólo evita el olvido de nuestras pérdidas, sino que lucha por inmortalizarlas, por preservar la frescura y la fuerza de lo que ha pasado. ¡La elegía no es un epitafio! Está más cerca de un epitalamio, ya que celebra el matrimonio del pasado y el presente”.
También lo hace contra la disipación y la cultura del entretenimiento: “No es tiempo lo que nos falta hoy, sino concentración”. Emprende la defensa de la libertad interior, que es la que corremos el peligro de que nos succionen.
En Solidaridad y soledad (1990) sostiene: “Puede ocurrir que caigas en la esclavitud, pero hay algo que debes evitar a todo precio: volverte esclavo”. Y advierte, con brillante lucidez y buena memoria, del modo en que estos tiempos nos pueden privar de nuestras raíces: “En los países del Pacto de Varsovia protestábamos porque la tradición había sido traicionada, pero no en el sentido de los museos o las costumbres burguesas, sino en lo que atañe a la decencia del ser humano”.
Sus poemas (paladines de la decencia) nos aguardan en sus libros. Frente a Adorno, que consideró que la poesía era imposible después de Auschwitz, Zagajewski se empeñó en dejarnos la esperanza intacta. Escribió: “Pero la ropa se seca tendida en las cuerdas blancas y resuena la risa de un niño. El niño crecerá y será policía o cura. Por eso creo que, después del fin del mundo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Naturalmente, es preciso recordar lo que ha ocurrido y pensar en lo que ocurrirá, pero, así y todo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada. Dar largos paseos. Contemplar las puestas de sol. Creer en Dios. Leer poesías. Escribir poesías. Escuchar música. Ayudar al prójimo. Hacer la pascua a los tiranos. Alegrarse del amor y llorar la muerte”.
*** Enrique García-Máiquez es escritor y articulista.