España en Bélgica: ¿dejarse escupir o hacerse respetar?
El autor critica el desprecio de las autoridades belgas a la democracia española y su connivencia con los políticos catalanes huidos.
“El reciente cambio penitenciario aplicado a los presos catalanes me recuerda a los regímenes dictatoriales”. “La Comisión Europea debería poder pedir a España que adapte al Estado de derecho y a la realidad moderna la parte de la Constitución Española que proviene de la era de la dictadura franquista y no es democrática”.
Son palabras recientes de Jean Jambon, presidente de Flandes, en sendas sesiones en el parlamento regional dedicados a Cataluña y a debatir sobre la democracia española.
También en el parlamento federal del país, el diputado de la derecha nacionalista, alter ego de Carles Puigdemont en esa cámara, Karl Vanlouwe, proclamaba en pregunta oral al primer ministro: “La ONU (sic) y nuestra propia Corte de Apelación han confirmado que los catalanes no pueden tener garantías de un proceso penal justo en España”.
Inmutable, el primer ministro Alexandre De Croo no sólo no rebatió ninguna de tales afirmaciones, sino que tampoco hizo gesto alguno en apoyo de España. Se limitó a proclamar su fe en la independencia judicial, citando al propio Puigdemont cuando había proclamado su felicidad por encontrarse en un país con “una democracia de alta calidad como la belga”.
El primer ministro hacía así propia la comparación del expresidente fugado, que había alabado esa supuesta calidad democrática belga en obvia contraposición a la supuesta falta de democracia en España.
Estas citas, que podrían ocupar varias páginas, deberían abrir los ojos en España a lo que está ocurriendo en este momento en otro país de la Unión Europea con la plena complicidad de sus dirigentes políticos, nuestros socios y aliados en tantas actividades y proyectos.
En ese país, y muy especialmente en su mitad flamenca, neerlandófona, hace ya tiempo que se traspasó una frontera que (en mi opinión) no deberíamos tolerar. Como es evidente, es perfectamente legítimo discrepar sobre el contenido de la sentencia del procés.
O sobre la dureza de nuestro actual Código Penal en este tipo de situaciones y la posible conveniencia de su reforma. O incluso sobre si conviene articular los mecanismos de gracia, los indultos, que permitan corregir por decisión política lo que la ley y la Justicia han impuesto.
Ese debate existe dentro de España, y no nos debe ni molestar ni ofender que tenga reverberaciones entre nuestros socios y amigos fuera de nuestras fronteras.
Pero lo que está ocurriendo en Bélgica va mucho más allá. Es otra cosa. Ahí se proclama que España no es un Estado democrático. Que tenemos una Constitución heredada de Franco.
Que los tribunales españoles, incluido el Tribunal Supremo, actúan sobre los ciudadanos catalanes como la justicia de un poder colonial. Que se encarcela a la gente por defender sus ideas. Y que incluso peligra la vida y la integridad de los así condenados.
Este discurso ya no está solo en boca de parlamentarios agitadores y demagogos afines al independentismo catalán. No.
Es un discurso que, como un líquido sucio, está permeando las estructuras del Estado belga ante el silencio (una veces convencido, otras simplemente cobarde) de los responsables de su Ejecutivo federal y de Flandes.
Y, lo que es muchísimo más grave: es un discurso que ya empapa también las resoluciones judiciales de esos jueces supuestamente independientes.
El juez Llarena ha empezado a abrir los ojos a la realidad del país al que pretende pedir colaboración y confianza mutua
Conviene recordar que Bélgica es ya, prácticamente, un Estado confederal. Ese Gobierno subestatal que preside el señor Jambon (que cuenta con una activa representación económica en Madrid y Barcelona, a la que suponemos asustada e incómoda por tener que desarrollar sus funciones en un Estado cuasiautoritario como el nuestro) ostenta casi todos los poderes que en cualquier otro estado europeo están reservados al Estado central.
Y también el Poder Judicial belga se encuentra así dividido en dos mitades: formalmente, a través de la lengua, aunque con evidentes connotaciones políticas a la vista de todos. Por eso los fugados optaron (era su derecho) por someterse a los jueces flamencos y a un proceso en una lengua que no entienden. No se equivocaban.
Un juez flamenco (que vive y trabaja inmerso en esa misma sociedad con tan alto concepto de nuestra democracia y nuestras libertades) ya dictó una resolución denegando la entrega del exconsejero Puig, que carecía de inmunidad, cuestionando la autoridad de los jueces españoles y dando por válida la falta de garantías en España.
Con el agravante de que el absurdo sistema europeo de entrega, tal como se aplica en aquel país, hizo imposible que ni en esa sala de vistas ni en los documentos de la causa se escuchara defensa alguna del sistema judicial español.
El juez Pablo Llarena, instructor de esta causa, ya se ha bajado del ridículo y estéril pedestal en el que estaba subido, y ha empezado a abrir los ojos a la realidad del país al que pretende pedir colaboración y confianza mutua. Más vale tarde.
Su reciente cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la UE pone eficazmente en negro sobre blanco cada una de las ridículas afirmaciones de los jueces belgas. Y todavía es posible que desde Luxemburgo se les ponga en su sitio y se les recuerde su deber.
El Gobierno debería recordar a los gobernantes belgas la legitimidad de nuestras instituciones
Pero hablamos de jueces que, si no cambia la atmósfera a su alrededor, si no se corrige el falso discurso del poder político en Bélgica, sólo podrían adoptar una decisión favorable a la entrega a ese país represor y autoritario llamado España por un acto de obediencia resignada al derecho europeo.
Y ello, frente al desprecio de sus conciudadanos y a la mirada crítica de sus propios gobernantes.
No me parece sensato aceptar resignadamente esta situación demencial y tan contraria a la verdad. Sin duda, la defensa de la imagen de un país no está reservada a su Gobierno.
Pero este debería recordar a los gobernantes belgas, federales y regionales, que incluso respetando su opinión sobre un conflicto político, que obviamente ni entienden ni conocen bien, resulta intolerable su obsceno e ignorante desprecio a nuestra Constitución, a la legitimidad de nuestras instituciones y a la calidad de nuestra democracia.
Lamentablemente, va acercándose el momento de aplicar los mecanismos, públicos o no, de los que los Estados serios que se respetan a sí mismos disponen cuando quieren hacerse escuchar y respetar.
*** Ignasi Guardans es doctor en Derecho y analista en políticas públicas.