¿Está naciendo un nuevo nacionalismo español?
Como reacción al independentismo ha resucitado una idea reaccionaria de la nacionalidad española que olvida que la ciudadanía está abierta a todos con independencia de su origen.
Cuando Rocío de Meer despotrica contra el ideal de ciudadanía realiza una confesión de parte. Una confesión nacionalista, para más señas. El nacionalismo español no es un mito. Era algo residual, pero 2017 cambió las cosas. El intento de golpe de Estado en Cataluña ha generado una reacción, y no precisamente una de corte cívico-republicano. El nacionalismo español ha encontrado cauce político.
Quienes incurren en el más puro formalismo son aquellos que ignoran lo que ese papel implica: la titularidad compartida sobre el territorio político, lo más común que existe. La riqueza, constitutivamente nacionalizada porque no puede ser privativa de nadie, sino propiedad compartida de todos; los accidentes geográficos; el territorio físico; y la trama de derechos e instituciones comunes.
En los últimos tiempos, empieza a germinar una política identitaria que trata de neutralizar los identitarismos nacionales centrífugos y fragmentarios. De signo aparentemente contrario y vocación friccional, en el fondo ambos nacionalismos se retroalimentan.
- Pero tu país cuál es?
— Rocío De Meer ن (@MeerRocio) February 21, 2022
- Mi país es Marruecos
- Pero si tú has nacido aquí
- Pero mis raíces son de ahí.
La nacionalidad no es un papel. Es muchísimo más. pic.twitter.com/Mc7qowbzxG
A cuenta de las recientes polémicas sobre las bandas latinas o la tradición cultural española, hay quien no ha perdido ocasión para esgrimir su concepción reaccionaria de la cuestión nacional. La religión, en una versión que de forma sombría empieza a extenderse, es presentada como un filtro legítimo para el acceso a la condición de ciudadano. Nadie niega que España sea un país de tradición cultural católica, pero eso no resulta determinante en términos de adscripción a la comunidad política.
Y es ese precisamente el rasgo definitorio de la idea de ciudadanía: una cualidad política. Por eso, ni el catolicismo ni ninguna otra fe pueden determinar de ningún modo el acceso a los derechos y deberes que implica ser ciudadano español. La etnia, la raza y la religión no pueden ser criterios atendibles para estratificar la ciudadanía, que es una idea que no admite gradaciones. No se puede ser cuarto y mitad de ciudadano. Se es ciudadano o no se es. Son las leyes las que determinan las reglas que regulan nuestra ciudadanía.
"Los argumentos y las razones han sido socavados en favor de la irracionalidad y los sentimientos como filtro para tener o no derechos"
Quien pretenda esgrimir tales criterios, aunque sea de forma subrepticia y cobardemente ocultos bajo la idea de cultura, no merece otra consideración que la de reaccionario.
Por eso, el intento de hacer pasar una tradición histórico-cultural como un factor determinante para filtrar y determinar el acceso a la condición de ciudadano de una comunidad política es una trampa inaceptable, sea cual fuere el perímetro que se invoque para asentar la tesis nacionalista de turno.
España es un país convulso a nivel territorial por el delirante borrado de la idea de ciudadanía en el debate público. Los argumentos y las razones han sido socavados en favor de la irracionalidad, la superstición y los sentimientos como filtro de derechos. No sentirse español pretende hacerse pasar como una fórmula atendible para determinar el perímetro de la comunidad política. Como si la ciudadanía fuese una apetencia del espíritu, una mística o una metafísica quintaesenciada y no la cualidad política que es.
Una cualidad política que no admite grados ni fracciones. Ser ciudadano no depende de la apetencia de cada cual. No elegimos formar parte de la comunidad política a la que pertenecemos, sino que dicha pertenencia nos viene dada.
Todas y cada una de las fronteras son arbitrarias. Votar las fronteras es, por tanto, un planteamiento de origen viciado y democráticamente inaceptable. ¿Quién las vota? A la hora de determinar previamente quién decide, uno está delimitando el perímetro de la comunidad política. El resultado de esa votación sería totalmente irrelevante. Quien se ha quedado fuera de la decisión deja de ser conciudadano. Alguien, arbitrariamente, ha tenido que determinar antes quién vota y quién no.
No se trata de porcentajes o de mayorías, sino de aquello que no es susceptible de votación alguna, al menos si pretendemos respetar la comunidad política en su versión más genuinamente republicana.
El onanismo sentimental de la frontera no sólo constituye un absurdo lógico, sino que cae del lado de la indignidad. Las guerras, los enlaces matrimoniales, la sangre y la violencia han determinado las fronteras a lo largo de la historia. Redefinirlas con arreglo a criterios étnicos, lingüísticos o religiosos (basta observar nuestro presente geopolítico) es un plan macabro y destructivo. Carece de sentido sentirse orgulloso o avergonzado de ser españoles. ¿Es que acaso dejar de ser algo casual?
No, nuestra ciudadanía no es una facultad electiva o discrecional. Quien carezca de apego identitario hacia los símbolos tampoco está legitimado activamente para disponer arbitrariamente de lo que es de todos. Podrá sentirse como le dé la gana. Podrá, incluso, irse del territorio político por Barajas, por el Prat o por donde quiera, pero sin llevarse un territorio político que no le pertenece privativamente.
Más allá de emociones o brumosas metafísicas, convendría recordar, desde la mirada más limpia que podamos tener, ajena a místicas pulsiones identitarias, que la comunidad política no es cuestión menor. Lo público y lo común, dos ideas que asoman constantemente en las declaraciones de los líderes de las supuestas izquierdas, parecen orillarse cuando de enfrentar la secesión se trata.
No es aceptable que unos pocos se sustraigan a la decisión colectiva sobre lo que es de todos. No se trata de medir banderas o emociones para calibrar la longitud o intensidad de cada una, ni de bucear en las procelosas aguas de la historia para enfrentar el debate desde la vocación de eternidad o esencialismo (con más mística que rigor).
No está de más recordar que ni siquiera la historia, con avatares que podrían haber sido distintos, puede servir de pretexto para el reaccionario proyecto de la secesión: el levantamiento de una frontera entre iguales allí donde no existía antes. Aunque la historia hubiera sido la que anhelan sus habituales falsificadores, ello no justificaría que, conformada una nación política y dentro del marco de una comunidad política democrática (con las insuficiencias que se quiera denunciar, que no son pocas), se pueda ejercitar el privilegio de secesión.
El derecho compartido no emana, en suma, de que España históricamente fuera (que fue) imperio, nación histórica y, desde Cádiz, nación política, porque podía no haber sido. No conviene esencializarla ni construir a su alrededor una mística que habilite una presunta defensa, y que en el fondo debilita y opaca su significado innegociable. El de una comunidad de iguales.
"Lo que implica el DNI, despreciado por privilegiados y nacionalistas como un papelito, es la igualdad de los no elegidos por familia, azar o riqueza"
No es una quintaesencia ni está escrito en ningún texto sagrado lo que será en el futuro. Es posible, incluso, que deje de ser. Pero esa decisión habrá de correspondernos a todos. A los cacereños, tan dueños de Cataluña como los catalanes, y a los gallegos, tan dueños de Andalucía como los andaluces. Todos esos gentilicios no apelan más que al circunstancial uso de una parte del país, en virtud de una contingente demarcación administrativa, que no puede invocarse para trocear la unidad de decisión conjunta.
España es el perímetro de ejercicio de la titularidad compartida sobre riqueza, territorio, accidentes geográficos y trama de derechos e instituciones comunes. La unidad política en virtud de la cual redistribuimos entre todos los conciudadanos, sean mujeres u hombres, blancos o negros, ciudadanos nacidos aquí o allá, de una orientación sexual o de otra. Los criterios de acceso a la ciudadanía están en las leyes, no en el racismo de unos ni en la inflamación identitaria o clerical de otros.
No existen imperativos de emoción en la comunidad política, pero sí una tajante indisponibilidad del derecho colectivo del que somos todos titulares. Ese papelito, que desprecian privilegiados y nacionalistas de todas las fronteras, es esencial para los no elegidos por familia, azar o riqueza.
Eso es la ciudadanía. Un implacable igualador para los cualquiera. Y un antídoto potente contra todos los nacionalismos.
*** Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.