Se entregaron los Oscar. Con los premios en el arte pasa algo muy humano. Todos estamos de acuerdo en lo absurdo que es recompensar lo no cuantificable (el talento) y a la vez siempre vamos a preferir ganarlos (la vanidad). Se digiere mejor la sinrazón con una estatuilla de oro.
Además, está ese deseo nuestro de dejar huella de algún modo. Marcharse entre aplausos. Son miles las carreras enteras consagradas a un único objetivo, el señor dorado, y cuando por fin llega… Lo que es la vida. Pasados unos días de la ceremonia, parece claro que se recordará más el tortazo de Will Smith a Chris Rock que el Oscar que se llevó alguna hora después. Y ojo con que no se lo acaben retirando.
Todo esto sucedió en medio de una gala que, una vez más, no iba a ningún lado. ¿Qué pasó en el 99% del tiempo restante? Viendo los datos de audiencia (y eso que han subido ligeramente respecto al año pasado) se llega fácilmente a una conclusión. Los Oscar han dejado de interesar. Y eso es un problema.
Los premios son básicamente una fiesta que el cine se hace a sí mismo para ganar más dinero. Es un acto de autopromoción. Hay que generar iconos y renovarlos a perpetuidad para que el asunto siga funcionando. Nosotros como público también buscamos historias más allá de las que nos sirven en pantalla, una segunda capa de mitología. La joven estrella que se quemó por volar demasiado cerca del sol, el hijo pródigo que regresa al buen camino tras despeñarse por los excesos, la hormiga que poco a poco construye su digna carrera.
Hasta los Oscar no entregados contribuyen a vender. Los tongos, los robos, las conspiraciones, los miembros del jurado. Todo va a favor, todo rema en sentido del cine, de su relevancia. De su industria.
"Lo que antes sucedía en los cafés ahora se habla en internet, y cuidado con la romantización del pasado, porque de las burradas de entonces no quedaba constancia como ahora"
En España hemos tenido hace poco nuestra tormenta particular con el festival de Benidorm para Eurovisión. La verdad, resultaba un poco surrealista y a la vez tremendamente emocionante que la música y su significado pudieran generar debates tan intensos. Esa es la gracia del arte, su subjetividad.
Están en su razón de ser la crítica, el conflicto, las opiniones encontradas. Hacen bien en alimentarse. Lo que antes sucedía en los cafés ahora se habla en internet, y cuidado con la romantización del pasado, porque de las burradas de entonces no quedaba constancia como ahora. Tenían, eso sí, un punto a favor. Se decían a la cara.
Además, hablamos de películas. Qué inútil y a la vez qué hermoso discutir por ello en vez de economía, política o guerra. Qué bien que por un momento sea el arte protagonista.
Precisamente por esto, flaco favor le están haciendo los Oscar al cine. No generan conversación más allá de un tortazo. Las pelis nos suenan vagamente, o ni siquiera. Las caras nos parecen todas repetidas. Por culpa de los móviles, cada vez que asistimos a una pantalla tenemos la tentación de mirar otra pantalla y quizás una tercera a la vez.
Si a eso le sumas las ceremonias bíblicas que se marca la Academia, el resultado es obvio. Tedio e irrelevancia. Sería casi mejor que volvieran al formato original. Un almuerzo privado en el que todas las estrellas y los jefes del cotarro se saluden, se premien y se sacudan si hace falta, pero en la intimidad. Así sucedió en el Hollywood Roosevelt Hotel, en 1929.
Puede que ese misterio, esa ocultación (como defiende el personaje de Jude Law en The Young Pope) sea inmensamente más sugerente que la interminable gala con sus interminables chistes y con sus interminables agradecimientos. Lo de ahora nos remite a un lento declive que parece susurrar, con malicia, que el cine ya ha sido. Que es cosa del siglo XX. Los Oscar lo arrastran en su agonía. Todas las estrellas juntas y a la vez qué poco brillo emiten.
Pamplinas. El cine sobrevivirá como sobrevivió la radio. Superará esta racha de mediocridad y encontrará nuevos caminos. La lupa está en el otro lado. ¿Para qué sirven los Oscar? Ahora mismo, para casi nada. Dejan un sabor amargo del presente y ofrecen como único interés lo mismo que un partido de ice hockey. La posibilidad de que los protagonistas acaben a leche limpia. Y poco más.
Como nota positiva, me alegro mucho del triunfo de Alberto Mielgo y Leo Sánchez en la gala. Lo de la nacionalidad es algo absurdo. Del mismo modo que me impacta más un suceso en Barcelona que en Arabia, me alegra más su premio que si lo hubiera ganado cualquier americano. No los conozco ni nos hemos cruzado nunca. Puede que nunca lo hagamos. Pero habremos cantado igual la tabla de multiplicar en el colegio y sabemos que a Galicia se va por la A-6.
Ay, las identidades. Qué tontas, qué bellas.
*** Santiago Isla es músico y escritor.