Felipe VI, en la celebración de la Pascual militar de 2020.

Felipe VI, en la celebración de la Pascual militar de 2020. Casa Real

LA TRIBUNA

Felipe VI tiene que actuar para propiciar pactos de Estado

Felipe VI puede y debe actuar constitucionalmente a favor de la estabilidad política y los acuerdos de Estado. Más aún en una época de crisis como la actual.

30 abril, 2022 02:35

Resulta algo más que una paradoja. El régimen del 78 que se configuró desde su origen, según sus defensores, como un régimen de consenso, es incapaz de propiciar dentro de él grandes pactos de Estado. Incluso ante una crisis tan grave como la que estamos padeciendo, PSOE y PP, los dos grandes partidos que lo sustentan, son incapaces de alcanzar necesarios acuerdos en materia institucional y económica.

Pedro Sánchez saluda al rey durante la jura de ministros de su gobierno.

Pedro Sánchez saluda al rey durante la jura de ministros de su gobierno. EFE

De ahí la conveniencia de plantear esta cuestión: ¿por qué no interviene el jefe del Estado en la consecución de algo tan deseable para el bien de España? Muchos contestarán que lo anterior no entra dentro de sus funciones, que en ningún caso le corresponde e incluso que sería contraproducente para sus intereses e imagen pública.

Pero, si se realiza un correcto análisis de la Constitución, se valora el alcance y gravedad de la actual recesión económica y se tienen en cuenta ejemplos comparados de otros regímenes parlamentarios de nuestro entorno, todo apunta en la dirección de una posible actuación regia. Si no ocurre de esta manera será, sin duda alguna, por las singularidades propias del origen y funcionamiento de nuestra monarquía de partidos.

Así, por ejemplo, las funciones constitucionales del rey, tanto las generales establecidas en el Título II (símbolo, arbitraje, moderación, con conocimiento y participación en los asuntos de Estado) como las concretas, determinadas en el importantísimo artículo 99 (proposición al Parlamento del candidato a la presidencia del Gobierno), configuran el papel institucional del monarca como lo que realmente es: un actor privilegiado destinado a favorecer acuerdos (o, al menos, evitar enfrentamientos y tensiones) entre las formaciones políticas.

Y lo que puede llegar a ser más trascendental: también a propiciar mayorías parlamentarias para la investidura de un presidente de Gobierno cuando los resultados electorales no resuelven con claridad esta cuestión.

En definitiva, según nuestra Constitución, el rey debe actuar desde su posición institucional, como así ocurrió en su importante discurso del 3 de octubre de 2017 donde exhortó a todos los poderes del Estado a oponerse a la declaración unilateral de independencia de Cataluña, como órgano autónomo que es para llevar a buen puerto su función de integración política. Una integración política que no únicamente opera a través de los actos simbólicos y de representación del Estado. Y que tampoco puede quedar reducida a una difusa integración afectiva que algunos autores quieren adornar bajo la expresión irracional de “la magia de la monarquía”.

Su arbitraje y moderación, nunca mejor dicho, deben ser reales. Tienen que materializarse en actos concretos, todo lo discretos y sutiles que se quiera, ordenados a solucionar problemas, acercar posturas, moderar extremismos y arbitrar disputas.

Así lo reconocen numerosos propagandistas monárquicos que insisten en la imprescindible “utilidad del rey” como una de las claves para defender la existencia y continuidad de la institución. “Hechos son amores y no buenas razones”, sentencia el refrán popular. Pues bien, ante una crisis de extrema gravedad como la actual, algo debería hacer la institución monárquica para propiciar acuerdos mayoritarios y afrontar conjuntamente, como Estado, un panorama más que predecible de siniestro total.

El caso de la gran coalición (CDU y la CSU bávara más socialdemócratas del SPD) durante dos legislaturas en Alemania, y la determinante actuación del presidente de la República Italiana Sergio Matarrella, hace justo un año, al conciliar posturas de partidos políticos opuestos y sacar adelante el nombramiento de Mario Draghi como primer ministro de Italia para liderar “un Gobierno fuerte de alto perfil que active iniciativas, no un Ejecutivo en campaña electoral”, son la demostración de que estos acuerdos de Estado son normales y necesarios en otros regímenes formalmente similares al nuestro.

Nadie pide en España, por ahora, un Gobierno de coalición, pero sí acuerdos de Estado y compromisos de gobernabilidad. Así lo expresó el pasado domingo en EL ESPAÑOL el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños: “Si el PP renuncia a pactar con Vox en toda España, el PSOE le ayudará a la gobernabilidad”. Una propuesta que, de momento y quizá por inverosímil, no ha tenido ningún recorrido.

¿Por qué estos compromisos son tan difíciles de realizar en nuestro país? ¿Por qué son más factibles los pactos de Gobierno con partidos extremistas? Quizá, aunque no lo sepan nuestros dirigentes políticos, el problema se encuentre en la propia configuración de nuestra monarquía de partidos.

"Nuestra Constitución no es la norma fundamental de nuestro régimen: es el pacto de la monarquía con la izquierda y los nacionalistas"

En contra de lo que se nos ha vendido por parte de la propaganda oficial, el “consenso del 78” tuvo en nuestro régimen un sentido eminentemente coyuntural y político, pero no social, adquiriendo el papel en nuestra Transición de “pacto fundacional” (“acuerdo originario”, en palabras del profesor Óscar Alzaga) y siendo instrumentalizado como palabra mágica para el funcionamiento de nuestro sistema político.

Para Alzaga, el consenso significó un “pacto político constituyente” que, por sus características, establecía la existencia de una “Constitución elástica” (abierta) que debía ser aplicada con arreglo al principio anterior. Lo que él denominó como “prácticas postconstitucionales” regidas necesariamente por el criterio superior de tal mecanismo.

Sucede que el “pacto de régimen del 78” que determina su funcionamiento no fue rubricado exclusivamente por la monarquía, la izquierda política y la derecha española más moderadas. También lo suscribieron la extrema izquierda, con el Partido Comunista, y los partidos nacionalistas vasco y catalán, siempre soberanistas. Todas estas fuerzas forman parte, desde su nacimiento, del pacto del consenso de nuestro sistema político

Aunque algunos líderes del Partido Popular calificados editorialmente como políticamente indeseables todavía no se hayan enterado de la razón del supuesto “plano inclinado” de la política española a favor de la izquierda y los separatistas, esta supremacía no tanto moral como política se debe a que nuestra Constitución no es la norma fundamental de nuestro régimen.

Por encima de ella está el pacto de régimen de la monarquía con la izquierda y los nacionalistas. Ejemplo de lo anterior son los pactos preconstitucionales de la Corona con los nacionalistas. Unos pactos por Decreto Ley que reconocieron la Generalitat Provisional de Cataluña (septiembre de 1977) y el Consejo General Vasco (mayo de 1978) antes de que en diciembre de 1978 los españoles refrendáramos el sistema autonómico establecido en la Constitución. 

El pacto del régimen que da origen a nuestro sistema lo comprendió a la perfección la izquierda, en el sentido de intercambiar la aceptación de la monarquía a cambio de la hegemonía del socialismo en el poder.

Los nacionalistas lo entendieron como la aceptación de la Corona a cambio de conseguir la autonomía y el poder regional, sin renunciar, como así ha sido, al soberanismo.

Por el contrario, la derecha interpretó que el pacto político garantizaba su seguridad, lavaba su pasado franquista y permitía, como así ocurre, su posible alternancia en el poder sin realizar cambios estructurales.

De todos los firmantes, quienes lo han tenido siempre más claro han sido los propios monarcas, en un principio Juan Carlos I y en la actualidad Felipe VI, para quienes todos los pactos son posibles (recordemos lo que en 2003 Juan Carlos I les dijo a los dirigentes de Esquerra Republicana: “Hablando se entiende la gente”) siempre que pivoten alrededor del binomio izquierda + nacionalismo, que es lo que ellos piensan que protege mejor sus intereses.

Eso sí, con la única condición de respetar incondicionalmente su inviolabilidad (ahí tenemos el archivo final de las investigaciones sobre los presuntos delitos que pudiera haber cometido Juan Carlos I por parte de la fiscalía del Tribunal Supremo) y la institución que representan.

"Cuando no existen razones importantes para justificar esta inacción se puede pensar que ésta esconde un interés de parte"

Un ejemplo de todo lo anterior lo tenemos en la actuación de Felipe VI durante sus cerca de ocho años en el trono, en los que ha tenido que asistir a cuatro elecciones generales, una moción de censura ganadora y ocho rondas de consultas con los líderes políticos, las penúltimas finalizadas con un “don Tranquedo” (no moverse un milímetro a favor o en contra de una solución) cuando se produjo el bloqueo con Pedro Sánchez tras las elecciones de abril 2019.

Lo hizo en contra de lo que establece la Constitución en su artículo 99.4: “Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los artículos anteriores”.

Felipe VI no realizó ninguna propuesta más, dejando pasar el plazo de dos meses, disolviendo las Cámaras y convocando elecciones, las del 10 de noviembre de 2019, que posibilitaron el Gobierno del PSOE con Podemos con los apoyos de Bildu y Esquerra Republicana.

Aunque en el palacio de La Zarzuela sigan convencidos de todo lo contrario, Felipe VI puede y debe actuar constitucionalmente a favor de la estabilidad política, los acuerdos de Estado y la investidura, cuando toque, de un presidente del Gobierno que garantice la gobernabilidad, la continuidad del Estado y la unidad de España. Más aún en una época de crisis como la actual.

No hacerlo también es una posición política. Y cuando no existen razones importantes para justificar esta inacción se puede pensar que ésta esconde un interés de parte o, aunque parezca extraño, la propia dinámica institucional del régimen.

*** Javier Castro-Villacañas es abogado, periodista y autor del libro El fracaso de la monarquía (Planeta, 2013).

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