“¿Resistirá la retaguardia?”, se preguntaban los soldados franceses, en 1916, irónicamente inquietos, mientras ponían el cuerpo y resistían, a costa de innumerables bajas y tormentos, bajo la lluvia de fuego de la metralla alemana.
La retaguardia, en esta guerra de Ucrania, es ante todo el gran pueblo ucraniano, que aguanta, resiste y nos llena de admiración.
Pero, detrás de esa primera retaguardia (retales de privaciones, lágrimas y heroísmo cotidiano), hay otra, la gran retaguardia que constituye el internacionalismo de la humanidad que se ha puesto manos a la obra. Nosotros, los occidentales; nosotros, los estadounidenses, los europeos, además de algunos escasos países democráticos de otros territorios, hemos dado buena muestra de ese internacionalismo durante estos últimos ocho meses para ayudar a Ucrania, la nación agredida.
Aunque hemos dejado que Afganistán vuelva a caer en manos de los talibanes, estamos ayudando y armando a los victoriosos defensores de Kiev, Járkov, Jersón o Izium para que salgan triunfadores de la batalla por la libertad; la suya y la nuestra, íntimamente entrelazadas.
La retaguardia de Ucrania fuera de la propia Ucrania es, en primer lugar, la opinión pública de París, Berlín, Londres, Varsovia y Nueva York, conmovida por la agresión rusa, por lo que están sufriendo nuestros compatriotas ucranianos. Una opinión pública que ha hecho gala de su solidaridad, sin vacilar, durante estos ocho largos meses.
Pero, en última instancia, nuestra retaguardia son nuestros dirigentes gubernamentales, militares y políticos; nuestros servicios diplomáticos; los medios de comunicación nacionales y quienes dirigen las multinacionales. Todos ellos contemplando el regreso de la guerra a Europa. Todos al cargo de la guerra y la paz en el Este del continente, tanto por los ucranianos como por nosotros mismos.
Ahora bien, la cuestión de la retaguardia, algo que se creía imposible a estas alturas, surge cada día más en los círculos de poder de los países europeos que prestan su apoyo a Ucrania. Por el momento, a pasitos y a media voz, pero la pregunta ya se formula: ¿aguantará esta retaguardia geopolítica?
Porque, a medida que la guerra en el Este se atrinchera en sus cuarteles de invierno y amenaza con prolongarse, empiezan a oírse las voces alarmistas tanto en las cancillerías y en las antesalas de los palacios nacionales. Y eso por no hablar de los putinófilos subvencionados, que ya entonan la gran melodía de la rendición.
Nuestros arsenales se van vaciando; el coste de nuestro apoyo a Ucrania será desorbitado; el frío amenaza a la vuelta de la esquina; echaremos en falta el gas ruso, nos cortarán la electricidad. Estas voces se aprovechan del hartazgo de la opinión pública, del egoísmo de las naciones; del miedo al chantaje atómico que plantean los rusos; de los riesgos de un enfrentamiento directo con Rusia. Son voces que hablan de extremismo ucraniano, de una Ucrania embriagada por sus primeras victorias ante el segundo ejército más poderoso del mundo ¡y que ahora querría avanzar hasta Crimea!
"Desde los Acuerdos de Dayton, Bosnia-Herzegovina nunca ha llegado a recuperarse del todo"
Señalan a un “aventurero” culpable (Zelenski) que dicen que nos va a introducir en una espiral infinita y nos va a llevar al borde del abismo.
Afirman (sin pruebas) que los ucranianos, al igual que los soldados rusos, se han saltado los Convenios de Ginebra sobre prisioneros de guerra.
Y, por último, esas voces en la sombra, nos instan a no humillar al pobre Putin para no provocar su justa ira contra nosotros, que estamos librando una guerra no declarada contra él a través de los ucranianos, una guerra que no es nuestra guerra.
En resumen, su postura es que, en nombre de una paz a toda costa, lleguemos a un acuerdo con Putin, y que para ello, pisoteemos a los ucranianos (esos belicistas, meras trabas para sentarse a la mesa a negociar). Mejor hacerles torcer el brazo racionando sin más dilación el sofisticado armamento que les permite tener en jaque a los rusos.
Vivimos una situación similar a la de hace casi treinta años, durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Los bosnios, asediados y bombardeados durante tres años en Sarajevo, a costa de once mil muertos, por fin habían forjado un ejército que, en el verano de 1995, contuvo a los serbios de Bosnia en su baluarte de Bania Luka bajo el fuego desde los montes Vlasic.
La ofensiva estaba lista. Bernard-Henri Lévy y yo asistimos a los preparativos. Los estadounidenses se opusieron en nombre de las negociaciones que pronto apadrinarían. En nombre de una paz a toda costa.
Si los bosnios seguían con la ofensiva, los estadounidenses ya los tenían advertidos: los dejarían solos, les privarían de apoyo aéreo ante el ejército de Milosevic, que no dejaría de atacar desde Serbia para asistir a los serbios en territorio bosnio. Fue un anticipo de los Acuerdos de Dayton, que los bosnios tuvieron que firmar tiempo después, a punta de pistola, y que refrendaron (bajo el amparo estadounidense) la división territorial de Bosnia en tres entidades cuasi soberanas y la limpieza étnica llevada a cabo por los serbios durante tres años.
Ganó la “paz”. Aún dividida, Bosnia-Herzegovina nunca ha llegado a recuperarse del todo.
Aquel nefasto precedente debería alertar a nuestros amigos ucranianos y a todos aquellos, en Europa y allende el Atlántico, que a la palabra paz le añaden “con justicia”. Esto significa evacuar a las tropas rusas de todos los territorios ocupados, garantizar la integridad territorial de Ucrania y exigir reparaciones de guerra a cargo del Estado agresor, el ruso.
En cuanto a las futuras negociaciones sobre estos tres pilares esenciales y sus modalidades prácticas, hay que tener en cuenta que los negociadores putinistas no les otorgan el mismo significado a las palabras: por un lado, tenemos las palabras trampa de la neolengua imperial de uso extendido en el Kremlin; por otro, lo que a sus ojos no son más que pergaminos, pedazos de papel.
"No debemos permitir que las almas derrotistas estrechen su torniquete de buenismo en la Europa de la cobardía"
Tenemos que darnos cuenta de que nosotros, demócratas occidentales, cumplidores de la ley y respetuosos de los códigos legislativos, somos incorregibles seres de buena voluntad cuando nos enfrentamos a bastardos sin fe ni ley.
Así, por muy versados en la materia que estén, los diplomáticos occidentales, racionales y educados, que se rigen por la buena fe y el cumplimiento de su palabra, tendrán que vérselas con matones como Lavrov; manipuladores, mentirosos, cínicos, creadores de bulos de manual, fabricantes de inversiones conceptuales, de fantasías que ellos mismos acaban creyendo, en las que sus víctimas resulta que han sido sus verdugos. La obscenidad semántica de estos secuaces del Kremlin no tiene límites. La neolengua del Imperio es la reina.
Aunque tengan que discutir sobre gastronomía con antropófagos, los ucranianos, que son los primeros interesados, solo negociarán desde una posición de fuerza. Se acabaron los acuerdos de Minsk, donde los rusos, no contentos con apoyar a los separatistas del Donbás sin esconderse lo más mínimo, se burlaron de los negociadores occidentales, que no dejaban de asentir, confusos.
Justo por eso, a los ucranianos aún les queda por delante el camino de la victoria y no debemos permitir que las bienintencionadas almas derrotistas estrechen su torniquete de buenismo en la Europa de la cobardía, su blanco favorito.
*** Gilles Hertzog es escritor, cineasta y guionista de documentales como Le serment de Tobrouk o Bosnia!.
*** Traducción del francés de Núria Molines Galarza.