El Papa no dice lo que quieres que diga
Las críticas a Francisco y las comparaciones odiosas con otros papas parten de una politización de la Iglesia que olvida que el catolicismo trasciende las ideologías.
Este lunes el papa Francisco ha cumplido una década al frente del ministerio petrino. La mayoría de medios no consagrados apenas se ha hecho eco de la efeméride. Mientras, los detractores habituales no han perdido la ocasión de seguir horadando la imagen del actual titular de la Santa Sede.
Son los sambenitos y las invectivas de siempre. Bergoglio ha sido una desgracia para la Iglesia católica, una claudicación ante la tiranía de lo woke. El obispado romano fue a caer fatídicamente en un hombre de escasa competencia teológica, con un afán de protagonismo y unas convicciones indistinguibles de las de cualquier organización filantrópica laica. Por no hablar de sus simpatías hacia la perfidia del populismo latinoamericano y sus guiños a la ideología LGTB.
Naturalmente, ninguna de estas imputaciones resiste el más mínimo examen, siempre y cuando este se haga desde una voluntad de comprender caritativamente. Porque la inmensa mayoría de quienes porfían contra Francisco no sólo lo hacen desde la ausencia de fe (lo cual explica muchas cosas), sino también desde la mala fe.
El propio Bergoglio ha lamentado en ocasiones cómo los medios retuercen sus palabras y las privan de su debido contexto, hasta hacerle decir lo que ya querían que dijese de antemano. Es muy reveladora la avidez de los periódicos progresistas por encontrar en sus declaraciones presagios de su renuncia al papado, de la institución del sacerdocio femenino o de la bendición de las uniones homosexuales.
Pero lo cierto es que Francisco nunca ha dejado de hablar del aborto como un homicidio. También se ha referido a la homosexualidad como un "pecado". Y, mismamente, el pasado sábado declaró que "la ideología de género es de las colonizaciones ideológicas más peligrosas". En definitiva, como resume uno de sus biógrafos, Sergio Rubin, este Papa ha cambiado la música, pero no la letra.
Otro de los temas que le ha valido furibundas diatribas es la guerra de Ucrania. Desde la movilización forzosa a la que nos impelen los guardianes del "mundo libre", se hace incomprensible el posicionamiento no alineado del Vaticano. Y se condena como cruel equidistancia lo que no es más que una diplomacia de la paz que trata de quedar al margen de las rivalidades geopolíticas.
El Papa habló de "una tercera guerra mundial por partes", y tuvo palabras críticas con la OTAN. Otro anatema en la época del "ecumenismo atlantista", en palabras de Gorka Larrabeiti.
En realidad, la Santa Sede nunca se ha mostrado equidistante entre el agredido y el agresor. Francisco condenó la invasión desde el primer día, advirtió al patriarca Kirill contra la tentación de convertirse en el "monaguillo de Putin" y no ha dejado de ofrecerse a mediar entre Kiev y Moscú. Pero también defendió que "aquí no hay buenos y malos metafísicos", algo que la propaganda de la Alianza (militar) nueva y eterna parece habernos hecho olvidar. Muchos aún no se han enterado de que una de las herejías condenadas por la Iglesia primitiva fue, precisamente, el maniqueísmo.
El resto de cargos que le atribuyen sus detractores tienen análoga fundamentación.
"La polarización ha afectado también a la Iglesia, con una politización facciosa de las corrientes dentro del catolicismo"
Se critica su querencia por el ecologismo, como si el "cuidado de la casa común" no fuera una tarea perfectamente armonizable con la fe católica.
Se tiende a sacar de quicio su sintonía con los líderes de la izquierda iberoamericana. A veces, incluso, mediante una burda semiótica de fotografías en las que se ve al Papa sonriente junto a los prebostes socialistas de la región.
Se carga contra su atención hacia los pueblos indígenas. ¿Han considerado los centinelas de la razón universal occidental que los graneros del catolicismo para este siglo estarán en América y África, y que por fuerza habrá de darse un reajuste en la representatividad de las regiones en el Vaticano?
Se le culpa también por la caída de las confesiones, como si este no fuera un proceso que data, por lo menos, de los sesenta y que es prácticamente imposible de revertir.
Se le afea su supuesto desprecio a España, adonde se resiste a peregrinar. Pero basta con revisar la lista de los viajes apostólicos de Francisco para comprobar que el Papa ha priorizado casi siempre aquellos países subalternos y olvidados, dentro de su proyecto de rescatar de la marginalidad a las "periferias existenciales".
Tampoco se han entendido bien sus pronunciamientos penitenciales, por parte de aquellos que, movidos por una especie de leyenda rosa de los tiempos imperiales, consideran que no hay nada por lo que Occidente deba pedir perdón.
La derecha más intransigente suele convertirle en blanco de sus ataques. La preocupación de Bergoglio por la crisis de refugiados desata su animosidad, como si no se tratase de una obligación de cristiana acogida y misericordia. Y tampoco tiene un pase retratarlo como afecto a las "élites globalistas". Un pontífice que, precisamente, se ha distinguido por clamar contra la "globalización de la indiferencia".
Por no hablar de su supuesto feminismo, que se ha limitado a una cabal apertura de los dicasterios vaticanos a los laicos y a las mujeres.
En realidad, todas estas críticas son más bien frutos de apriorismos ideológicos y de posicionamientos políticos fuera de lo religioso, y ese es justo el problema. La polarización característica de nuestra época ha afectado también a la Iglesia, traduciéndose en una politización facciosa de las corrientes dentro del catolicismo.
Quien mejor ha explicado el problema es Massimo Borghesi, uno de los mayores especialistas en el pontificado de Francisco. "El Papa no es ideológico. Es católico". Es decir, el error de base es proyectar sobre la religión católica una interpretación que parte de la prioridad de los posicionamientos políticos. Para Borghesi, "un error teológico-político, ya que no distingue entre el ámbito de la fe y el ámbito del mundo".
"Las diferencias del papa Francisco con respecto a sus predecesores no son tantas como pudiera parecer"
El sistema heredado de la mentalidad de la Guerra Fría de alianzas políticas coyunturales impide ver que el catolicismo trasciende a cualquier ideología. De ahí la frustración con Bergoglio. Se resiste a cualquier cooptación o instrumentalización política, porque la Iglesia no se mueve en parámetros ideológicos y está al margen de ellos.
Los conservadores ven en el Papa un peronista o un comunista. Y los progresistas, en principio más afines a este pastor de la Iglesia universal que a los anteriores, se muestran contrariados por la ortodoxia en materia de costumbres de Francisco.
Se suele decir que Francisco no contenta ni a unos ni a otros, como un defecto. Pero esto es justamente una virtud, porque su misión no es la de agradar a sus pretendientes.
Además, si se miran con más atención los años de Bergoglio al frente del Vaticano, se descubre que las diferencias con respecto a sus predecesores no son tantas como pudiera parecer.
Lo que distingue el guion pontificio de este Papa del de Benedicto XVI es poco más que una diferencia de acentos pastorales. Una divergencia en las prioridades y en el énfasis de cada estilo evangélico.
El reciente fallecimiento de Ratzinger ha vuelto a hacer aflorar las comparaciones odiosas con su sucesor. Y quienes más han alimentado la magnificación maliciosa de las discrepancias entre ambos vicarios de Cristo han sido un sector de la Iglesia estadounidense a los que Borghesi ha bautizado como "teocones".
Son sobre todo ellos los que han extendido la imagen del papa Francisco como un filosocialista sudamericano cuyas críticas al capitalismo financiero global asimilan prácticamente a la herejía. Y lo han hecho, a juicio del intelectual italiano, mediante una manipulación de la figura de Juan Pablo II, a quien estos teoconservadores consideraban un Papa más filooccidental y simpático al libre mercado.
Una lectura interesada que bebe de la impresión dejada por el anticomunismo de Wojtyla, que ensombreció el hecho de que también fue muy crítico con el capitalismo individualista, amoral y tecnocrático. Un movimiento semejante al que, para ridiculizar la preocupación de Bergoglio por el cambio climático, olvida que Benedicto XVI ya cultivó una gran sensibilidad medioambiental.
Es difícil negar que Francisco ha castigado con dureza a la facción de los tradicionalistas procapitalistas americanos. Y que en su ambiciosa reforma de la curia romana y el derecho canónico (que ha restringido también el alcance de la misa tradicional), probablemente haya incurrido en un uso quizás demasiado discrecional de su potestad legislativa en la Santa Sede.
Pero no hay que olvidar que los reaccionarios no son en realidad disidentes del pontificado de Francisco, sino del desarrollo mismo de la Iglesia católica, al menos, desde mediados del pasado siglo.
Porque el magisterio de este Papa tiene un carácter contra mundum no menor que el de Benedicto. Francisco es un Papa del Concilio Vaticano II, pero también lo fue Ratzinger, con quien el actual obispo de Roma siempre tuvo una excepcional sintonía. Y Juan Pablo II.
"Personificar en la figura de Bergoglio el 'aggiornamento' del catolicismo es una impostura"
Desde los años sesenta la Iglesia se embarcó en una nueva dinámica de lidiar con el mundo moderno, en lugar de posicionarse taxativamente al margen y en contra de él. El posconciliarismo trajo un nuevo modo de relacionarse con las sociedades contemporáneas. Sin cambiar en nada el credo católico, se propuso otro modo de relacionarse con un mundo que sí cambiaba vertiginosamente.
En este sentido, la "Iglesia misionera" de Francisco no es muy distinta de la "Iglesia peregrina" que el Vaticano II se propuso como ideal cuando asumió su reinvención. Y ser misionero implica una apertura a la realidad, y un encuentro con todos, sin excepción.
Hasta los años sesenta la Iglesia se había centrado sobre todo en la lucha contra el matrimonio homosexual, el aborto y la eutanasia. Pero se había olvidado de formular un programa no meramente negativo, sino propositivo. Y en esa dinámica se enmarca también la Doctrina Social de la Iglesia (que en realidad viene de finales del siglo XIX), comenzando los Papas a ofrecer en sus encíclicas orientación evangélica sobre las cuestiones sociales y económicas.
En resumen, es razonable encontrar resistencias entre los partidarios del neoconservadurismo económico y político a la renovada sensibilidad social de la Iglesia en el último siglo. Y también que los ultramontanos y lefebvristas de nuestra época renieguen, en general, del diálogo de la Iglesia con lo mundano (diálogo con otras confesiones y cosmovisiones, por cierto, del que Ratzinger fue el más ardiente promotor).
Pero estas posturas sólo resultarían consecuentes si, juntamente con Francisco, rechazasen también a Benedicto XVI y a Juan Pablo II. Personificar en la figura de Bergoglio el aggiornamento del catolicismo es una impostura que sólo se sostiene desde consideraciones extrarreligiosas.
Porque, guste o no, y usando los términos de Borghesi, al menos desde Juan XXIII el modelo del catolicismo es más el del "hospital de campaña" que el de la "fortaleza". Es decir, el de una Iglesia que sale al encuentro de los hambrientos de sentido trascendente, de los damnificados por el nihilismo de la era neopagana, de quienes aun en un mundo postcristiano están anhelantes de la presencia de Dios.
Que la evidente inclinación reformista y modernista de Francisco, y la existencia de al menos dos corrientes discrepantes en el seno del Vaticano, no nos llame a engaño sobre la naturaleza del mensaje "francisquista".
Que examinar con cautela algunas predilecciones cuestionables del Papa, que pueden abrir caminos que alienten dinámicas peligrosas (como su permisibilidad hacia la intoxicación protestante de la Iglesia alemana o hacia algunas demandas extravagantes de los sínodos), no nos lleve a tacharle de "progresista globalista".
Que su empeño por librar a la Santa Sede del vicio corruptor, burocratizante y autorreferencial del clericalismo no nos induzca a confundirlo con una anulación de toda crítica entre el orden episcopal y la Curia.
Abonarse a la machacona obsesión de poner el grito en el cielo por cada paso que da el Papa no es la actitud más propia de un católico llamado, como el conjunto de la comunidad de creyentes, a dar testimonio de la gracia de la fe y la salvación. Y no parece el gesto más coherente cuando nuestra vocación debería ser la de ofrecer un signo de reconciliación en un mundo de discordia y violencia, y la de contribuir con nuestro ejemplo a un mundo menos frío con los vulnerables y, en definitiva, más humano.
*** Víctor Núñez es periodista.