El director ejecutivo de X, Elon Musk, durante su intervención en unas jornadas en el Festival de Cannes la semana pasada.

El director ejecutivo de X, Elon Musk, durante su intervención en unas jornadas en el Festival de Cannes la semana pasada. Festival de Cannes

LA TRIBUNA

Regular el acceso a las redes sociales: una vieja mala idea

Por su carácter descentralizado, complejo, abierto, e internacional, Internet es difícilmente subsumible en las lógicas regulatorias habituales.

1 septiembre, 2024 02:12

La historia de los intentos de controlar estatalmente los contenidos en la red arranca con la generalización del uso privado de Internet a mitad de la década de los noventa, y se intensifica con el nacimiento de las redes sociales a inicios de este siglo. Es, de momento, una historia de fracasos, por la sencilla razón de que ni Internet ni las redes sociales son un medio de comunicación más.

La red de redes, nacida en el contexto académico-militar como un instrumento de transmisión de información inasequible al enemigo en el contexto de la Guerra Fría, se extendió después al calor de una contracultura libertaria, que vio en él una nueva tierra virgen de libertades al margen de los poderes estatales.

Dos décadas después, hemos aprendido lo mucho que había de ingenuo en los utopismos de primera hora. Pero también que Internet, por los rasgos de su arquitectura (su carácter descentralizado, de plataforma abierta e internacional, su complejidad inherente y el gran número de actores públicos y privados que le dan forma), es difícilmente subsumible en las lógicas regulatorias habituales.

Una mujer muestra una pancarta en la que se puede leer 'Libertad para Pavel Durov', en la embajada de Francia en Moscú.

Una mujer muestra una pancarta en la que se puede leer 'Libertad para Pavel Durov', en la embajada de Francia en Moscú. Reuters

Sin embargo, que Internet, que siempre fue un campo de batalla de intereses políticos, favorezca ciertas libertades, que facilite el acceso a la expresión relajando fronteras espaciales y controles burocráticos, no quita que no se pueda o deba regular. Significa, únicamente, que es una tarea mucho más difícil, arriesgada y a menudo contraproducente de lo que tienden a suponer legisladores y hacedores de discursos políticos.

El diablo, como suele ocurrir, se encuentra en los atajos.

Y junto a la constatación de que es posible regular la red, ha arreciado la conciencia de la necesidad de hacerlo. Junto al encomiable abaratamiento de la libertad de expresión que produce (que así lo llama el experto estadounidense Jack Balkin), vemos cómo la red tiende las condiciones para la comisión de un sinnúmero de delitos y de discursos odiosos. El abaratamiento de la libertad conlleva, irremediablemente, su vulgarización, lo que nos impone el perenne reto de equilibrar libertad y seguridad.

De los dos términos del binomio, es el segundo (la búsqueda de seguridad, la necesidad de recuperar el control) el que se ha impuesto en el discurso público y en la agenda legislativa de los países europeos y la de la propia Unión en lo concerniente a la actividad de las grandes redes sociales.

Es esta búsqueda razonable de equilibrios la que está detrás del importante Reglamento de Servicios Digitales. Pero, con el cambio de óptica, mutan los riesgos. La amenaza que se ciñe hoy sobre los usuarios de Internet (por su importancia y ubicuidad, sobre los ciudadanos en general) no es, o al menos no sólo, el de un espacio indómito de libertad irresponsable, sino el de unas presiones regulatorias que pueden fácilmente derivar en usos censores sin ningún beneficio proporcional para el usuario.

Es el riesgo incómodo de un securitarismo excesivo de una parte de las élites políticas y tecnocráticas de nuestras propias democracias liberales, que dibujan un proyecto restrictivo de las libertades en su principal conducto expresivo.

"Controlar el indeterminado contenido 'odioso' dispondrá todas las condiciones para que las RRSS se conviertan en reguladores y censores indirectos de discurso"

Sin salirnos de la Unión Europea, y baste para esto consultar la prosa airada de la carta de Thierry Breton a Elon Musk, ha cundido un mensaje de defensa de la soberanía o autonomía estratégica en muchas ocasiones empleado para paliar la ausencia de políticas efectivas de innovación en el viejo continente. En particular desde la invasión rusa de Ucrania y sus efectos de desglobalización, sin olvidar la excitación de los ánimos que ha producido la renuncia de Biden y la marejada política que nos llega del otro lado del Atlántico. Se trata de plantar cara a las multinacionales, de meterlas en vereda y reconducirlas al orden legal comunitario.

El problema es que, en esta mentalidad, late una visión parcial del asunto.

Las grandes redes sociales tienen una gran influencia en nuestra esfera pública y cuentan con avanzados algoritmos. Pero, por otra parte, se ven constantemente en la necesidad de controlar cantidades oceánicas de datos y discursos y de cumplir con los mandatos legales de una gran cantidad de jurisdicciones.

Si añadimos a este difícil equilibrio la necesidad de controlar contenidos "odiosos", con todo lo que de indeterminado, contextual y manipulable arrastra este concepto, estaremos disponiendo todas las condiciones para que las redes sociales se conviertan en reguladores y censores indirectos de discurso.

A la tal vez loable intención de lograr ambientes digitales más sanos seguirá una censura de la que siempre podrán escapar sus usuarios más avezados, y habremos perdido todos los beneficios a costa de paliar algunas de sus contraindicaciones. La concepción de las redes sociales como salvajes monstruos de control y manipulación de los que han de salvarnos nuestros dirigentes políticos difícilmente nos acercará a un equilibrio sensato.

"Sólo alguien con una infinita confianza en la Administración podría pensar que esos datos públicos nunca serán empleados para 'moderar' discursos incómodos"

Que el riesgo mayor al que nos enfrentamos hoy es esta mentalidad sobreprotectora es evidente si nos asomamos a las noticias internacionales de esta semana. Quien justifique la detención en Francia de Pável Dúrov encontrará sin duda enormes dificultades para explicar la carta de Zuckerberg en la que divulga las presiones censoras de la Administración Biden en los tiempos del Covid-19.

En España no íbamos a ser menos. Y si hace unos meses fue motivo de chacota pública la propuesta del ministro Escrivá de desarrollar una Cartera Digital Beta (más conocido, por méritos propios, como "pajaporte") para que los visitantes de páginas pornográficas verificasen su mayoría de edad mediante credenciales digitales, menos chistoso parece que todo un Juez de la Audiencia Nacional tuviese que rectificar en su pretensión de bloquear Telegram por la constatación de que se alojaban en sus servidores contenidos pirata.

Más preocupante es la adhesión de no pocos opinadores y ciudadanos a la propuesta del fiscal Miguel Ángel Aguilar de revisar el carácter anónimo del acceso a las redes sociales ante el más que comprensible rechazo a algunos usos políticos o comentarios despreciables que se han hecho sobre el asesinato de un niño en Mocejón.

De nuevo, la propuesta no es original. La pretensión de un acceso mediante algún tipo de credencial digital pública (habitualmente, la exigencia de registrar el DNI en la red social al crearse el perfil) es una vieja mala idea de la que nos salvará, muy probablemente, su ineficacia.

Sólo alguien con una infinita confianza en la Administración y en la pedagogía podría pensar cabalmente que esos datos públicos quedarán intactos para usos torticeros o hackeos, que nadie nunca los empleará para "moderar" discursos incómodos o que es posible retener una amplia libertad de expresión reduciendo hasta tal punto sus peligros.

Nuestro tiempo es proclive a que, de una comprensible indignación y búsqueda de seguridad, emerja una visión odiosa de la libertad que procuran las redes. Se va haciendo urgente poner diques para que la necesidad de moderación no sirva de cobijo a la censura.

*** Pedro Lecanda es escritor y jurista especializado en responsabilidad de plataformas digitales.

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