Diwaniya, Irak, 11 de febrero de 2004. El sargento Sergio “Lobo” Santisteban regresa de un día rutinario de patrulla. Va en un vehículo blindado BMR y se dirige a la base Al-Andalus en Diwaniya. Aquí es donde el presidente José María Aznar y el Ministro de Defensa Federico Trillo han enviado a un contingente militar español “para la reconstrucción” de Irak.
Son las 5:30 de la tarde y el calor asfixia. Pero el BMR se detiene en el camino. Lobo ha visto una guarnicionería con fundas de pistolas. El lugar quizá pueda darle pistas sobre las armas que su unidad tiene la orden de destruir para terminar con la insurgencia.
Lobo baja del BMR junto al alférez Contreras, el cabo Gemio y el soldado Galán. Se enciende un cigarro. El vehículo se ha detenido a 40 metros de la guarnicionería. Comienzan a caminar rodeados de edificios.
De pronto, un destello: algo ha caído de un balcón.
Milésimas de segundo después, Lobo se mete en los pulmones el humo del tabaco, con polvo y gravilla. A su alrededor, los demás gritan. Están postrados en el suelo. No oyen. De manera instintiva desenfundan las pistolas y disparan al azar, pero a ellos les disparan desde todos lados. Lobo entonces coge a Contreras. El alférez tiene el cuerpo bañado por la metralla. Lo arrastra al interior de una peluquería, donde los locales se quedan sorprendidos de ver a dos hombres cubiertos de polvo y sangre con pistolas en las manos. El BMR recula hasta la peluquería. Lobo mete a Contreras dentro, y él entra también. Piensa en fundir las fachadas con las ametralladoras pesadas del vehículo. Pero el riesgo es demasiado alto. Están expuestos y no saben dónde está el enemigo. El enemigo sí que sabe donde están ellos. Sólo piensa en huir. Y eso hace.
Mientras, en la base se encuentra el soldado Fernando ‘Nandy’ Tello Velaz. Todavía tiene memoria para describir aquel ataque al detalle, tal como se la contaron y presenció a posteriori. Él vivió otros, como la batalla de Nayaf del 4 de abril. Esta, y tantas otras historias de la guerra, de él, ‘Lobo’, Contreras, Gemio, Galán, Cuéllar, Álvarez, Chiqui, Javi, África, Uge, Lolo, Coleta, Junior, Tocha, Rafa, Edu Pilo y el resto de sus “hermanos de sangre” —como él los llama— de los regimientos Castilla XVI y Saboya VI de Infantería Mecanizada, no se borrarán nunca.
Estuvieron sometidos al hostigamiento constante de la insurgencia, a los ataques de mortero en el interior de la base, a los atentados y emboscadas en medio de las calles polvorientas, mientras en España se decía a la opinión pública que las tropas españolas no entraban en combate. Nandy y los suyos, sin embargo, vaciaban varios cargadores por día.
“El soldado español es el mejor soldado y combatimos como tales. Pero nuestra logística era pésima. Teníamos municiones caducadas, vehículos en mal estado… El heroísmo de los compañeros aquellos días se conoce poco, pero ahí nos salvamos la vida unos a otros todos los días. Pero no cayó ni una medalla, todas fueron para los mandos”, dice Nandy.
De aquel regimiento con base en Bótoa (Badajoz), volvieron a casa una quincena de heridos. Nandy no se llevó ni un milímetro de metralla en el cuerpo. Aparentemente estaba intacto. Pero a los 15 ó 20 días de regresar, ya no podía dormir. Él todavía no lo sabía, pero tenía el síndrome de estrés post-traumático, la enfermedad de quienes van a la guerra y luego no pueden adaptarse a la vida corriente.
Han pasado 20 años desde aquel marzo de 2003 en que Estados Unidos, Reino Unido y España decidieron invadir Irak. Nandy atiende a la llamada de este periódico algo cansado. No es la primera vez que expone su caso, y los años han hecho mella. Este tiempo después de Irak—dos décadas— ha sido para él una guerra diferente, pero no menos intensa.
Después de todo aquello, Nandy no existió nunca más: el Ejército le negó ayuda médica y el reconocimiento de una enfermedad que le ha robado media vida. En 20 años, no ha recibido un céntimo de compensación. Cualquier ayuda o reconocimiento de combate hubiera significado que el Gobierno hubiera aceptado que los españoles que estuvieron en Diwaniya fueron a una guerra. Sobre el papel, nuevamente, eran “fuerzas de reconstrucción”.
La otra guerra de Nandy
Nandy nació en Barcelona, donde sus padres emigraron por trabajo. A los tres años regresó a Cordobilla de Lácara, un pueblo de apenas 1.000 habitantes de la provincia de Badajoz. En 1999, año en que se suprimió el servicio militar obligatorio, se alistó como voluntario en el Ejército. “O voy yo, o me lo quitan”, dice recordando aquellos años. Él tenía 17 y una sólida vocación militar.
Apenas cuatro años después, España se unió a la coalición anglosajona que encabezó la invasión de Irak contra Saddam Hussein. Nandy no se lo pensó y también dio un paso al frente. Llegó al país en la segunda rotación del contingente español como voluntario, el 16 de diciembre de 2003. Lo que vino después fueron cuatro meses de combates intensos, como el de aquella tarde del 11 de febrero en la que su sargento casi no lo cuenta.
“Después de patrullar toda la noche, volvíamos a la base a las seis de la mañana, nos íbamos a dormir y ya estábamos otra vez en pie porque no paraban de bombardearnos. El objetivo de la insurgencia era no dejarnos tranquilos ni un instante: nos disparaban con morteros, desde el palmeral, nos emboscaban cada vez que salíamos a patrullar. Habíamos invadido su país y ellos se defendían. Es como si yo voy a tu casa y entro a cargármelo todo… Te defenderías, ¿no?”, dice Nandy.
A los pocos días de volver a España, en mayo, no podía conciliar el sueño. Cualquier ruido, por pequeño que fuera, le molestaba. La tele, la música de fondo… Ni hablar de los botellones o el ambiente de los bares. Nandy apenas tenía 24 años y la vida de cualquier joven a esa edad. Pero las molestias comenzaron a ser fuertes y dejó de salir. Se encerró en casa.
“Fui a ver al teniente médico y me dio la baja. Ese verano de 2004 me juntaron las vacaciones con el tiempo de descanso que me correspondía por la misión en Irak. Fue mi perdición. Desde entonces no levanté cabeza. Me perdí. Hice de mi casa un fortín, tenía ataques de ansiedad constantes… Sólo por tener que ir a ver al médico, al salir de la puerta de casa me temblaban las piernas…”, relata.
A la vuelta del verano le prolongaron la baja un par de meses más y le abrieron un expediente derivado al hospital militar de Madrid Gómez Ulla. Le dieron atención psicológica durante un año. El 14 de febrero de 2006, un tribunal médico resolvió que no era apto para el servicio militar. Tenía el contrato vigente y, aún así, le expulsaron del Ejército.
“Me dijeron que estaba enfermo pero no dijeron por qué estaba enfermo. Yo antes de ir a Irak era un tío perfectamente sano. Al volver, ya no. Pero ellos no podían decir que yo me había puesto enfermo por la guerra, porque aquello había que taparlo… El enemigo no estaba en Irak, lo teníamos en casa”, dice.
Recaída
Desde su expulsión del Ejército, la vida de Nandy ha sido un calvario. No puede estar solo. Eso le ha costado varias relaciones. La más larga le ha durado 10 años. Reconoce que para vivir con alguien como él, hay que tener paciencia y, al final “se cansan”, dice. Tiene cambios de humor constantes, ataques de ansiedad, miedo a salir… A sus 44 años vive con su madre y visita al psicólogo todas las semanas.
En estos 20 años, Nandy ha ido empalmando un trabajo tras otro, en el campo, cobrando un jornal. Sus ingresos no se han movido de los 800 ó 1.000 euros al mes. Las temporadas en las que ha estado de baja, apenas cobraba 600. Durante muchos años no pudo conducir y nunca ha sido autónomo para desplazarse. Necesita siempre compañía. Tampoco ha probado un sorbo de alcohol desde entonces, por incompatibilidad con la medicación.
Con todo, decidió emprender una colosal batalla legal contra el Ejército y el Ministerio de Defensa; no por él, sino por todos sus compañeros. “Decidí dar un paso al frente e ir solo contra el Ministerio de Defensa para que se hiciera justicia. Ya había dado la cara y me habían jodido la vida, e iba a seguir hasta el final para que esto ayude a alguien. Hay gente que me dice que lo hago por una pensión… ¿De qué me sirve una pensión ahora, si he perdido los últimos 20 años de mi vida?”, lamenta.
En 2019, tras haber agotado casi todos sus recursos para que se hiciera justicia, su caso llegó a la ministra de Defensa, Margarita Robles, quien se comprometió a ayudarle. Aquel año, él y la ministra fueron al plató de ‘Chester’, donde conversaron sobre su caso con Risto Mejide.
“La ministra se portó muy bien conmigo, pero no podía arreglar las cosas a dedo. Necesitaba que la Seguridad Social reconociera mi enfermedad”, apunta.
Nandy había llegado al máximo escaparate posible para exponer su problemática, que durante años había permanecido en la sombra. Pero su victoria tuvo, a la vez, un coste muy elevado.
“Con mi estado de salud, ir a un plató de televisión con Risto Meijde, me costó mucho. Las piernas me bailaban flamenco. Aquel programa me abrió muchísimas puertas. La ministra se comprometió a estudiar mi caso, una vez se reconociera legalmente mi enfermedad. Pero al volver a casa, a los pocos días de haber estado en el programa, pedí la baja otra vez. Tuve una recaída”, explica Nandy.
La ansiedad de Nandy se disparó. Se encerró ocho meses en casa y redobló su medicación: un cóctel de alprazolam, trankimazin, tranxilium y orfidal que le hizo engordar hasta 91 kilos. A los pocos meses, la pandemia le dio la puntilla. En cuatro años, se ha gastado 5.000 euros en psicólogos y medicamentos. “Fui por lo privado porque no quería quedarme tirado otra vez”, dice.
La luz al final del túnel
Nandy se puso a hacer deporte y adelgazó 31 kilos. Redujo su medicación y volvió a conducir. Se volvió a comprar una moto, y reemprendió su batalla judicial. Su día a día consiste en trabajar en el campo por las mañanas y hacer deporte por las tardes. Se apega a esa rutina para mantenerse a flote.
Parte de este cambio de ánimo es la sentencia que dictó el pasado enero un juzgado a su favor. Tras 20 años de suplicio, el tribunal reconoció que Nandy tiene síndrome de estrés post-traumático crónico, trastorno de ansiedad y agorafobia, más una incapacidad del 53%.
Con esta sentencia en la mano, el siguiente paso es ir contra Defensa para que le restituyan la compensación que le corresponde, con carácter retroactivo. “Ahora sólo me hace falta encontrar un abogado que tenga cojones”, sentencia Nandy.