En el verano de 2020, cuando España se sofocaba bajo el calor, Felipe VI llamó a su padre a su despacho. Cuando entró don Juan Carlos, encontró a su hijo sentado en la mesa. A su lado, de pie, estaba Jaime Alfonsín, el jefe de la Casa del Rey. Fue él quien le dijo: "De parte de la vicepresidenta del Gobierno tiene que abandonar esta casa y el país". Felipe VI no dijo nada.
Seis años antes, el padre del rey había tenido que renunciar a la corona. Ahora lo despojaban de su reino. Desde que hace casi dos años abandonó España y se instaló en Abu Dabi, ha tenido tiempo de pensar en el arco que dibuja la trayectoria de su vida desde que el 9 de noviembre de 1948, a los diez años de edad, viajó desde de Estoril hasta la estación de Villaverde en el tren Lusitania y pisó por primera vez territorio español. Llegó desde el exilio y, 72 años después, volvía al exilio.
Aquel 3 de agosto de 2020, debía enfrentarse a su karma, expiar sus culpas, esfumarse. Los medios, la familia y, sobre todo, un frágil Gobierno Frankenstein presidido por Pedro Sánchez —formado con mucho esfuerzo después de tres elecciones y aliado con los independentistas— no dejaban otra opción al viejo monarca. Su vida privada, disoluta y reprochable, era la excusa para menospreciar su obra política. Poco podía hacer Felipe VI para evitar la caída en desgracia de su padre.
Luces y sombras
La garantía de la monarquía ha caducado. Cuestionada y cuestionable, como diría Zapatero, se ha convertido en una institución obligada a justificar su utilidad a pico y pala. Felipe VI se empeña en ello, se ha ganado la confianza de los españoles, pero ni aun así cesa el acoso a la Corona. Un legado de los demasiados escándalos paternos, las demasiadas cuentas bancarias en paraísos fiscales, las demasiadas comisiones, los demasiados regalos y prebendas de los sátrapas árabes, los demasiados elefantes, las demasiadas amantes. La demasiada, en fin, conciencia de impunidad.
Esa falta de ejemplaridad ha bastado para eclipsar sus resultados extraordinarios: lograr, de forma pacífica y rápida —y contra todo pronóstico— la transición de una dictadura a una democracia, de una monarquía absoluta a otra parlamentaria. Esa hazaña mereció en las cancillerías de todo el mundo la consideración de una obra maestra e inesperada. Por entonces, escribe la escritora francesa Laurence Debray en Mi rey caído (Debate), "él simbolizaba la libertad, la vitalidad, la modernidad. Era el rostro de una nueva España, efervescente y alegre".
Ahora es una figura incómoda no sólo para el Gobierno; también para su hijo Felipe VI. Un hombre en el umbral de la muerte, que parece no distinguir entre el bien y el mal, que ha perdido el norte por incapacidad para navegar con los nuevos vientos. De entender los nuevos tiempos. Así se ha ganado el desafecto, que es otra forma de destierro.
Condenado al ostracismo
Su padre, don Juan, murió a los 79 años; su abuelo Alfonso XIII a los 55 y su bisabuelo Alfonso XII habría cumplido los 28 años tres días después de su muerte. Él cumplió los 84 en enero. El rey que mandaba callar a Chávez no se calla. Ha transmitido su queja a un entourage que atestigua su mal humor, su añoranza y sus ganas de volver. "¿Qué quieren, que me muera?", les dice, dolido, el viejo monarca. Es natural que le asuste vivir sin los suyos, morir solo y lejos, reprobado y condenado al ostracismo.
El rey honorífico (no es rey emérito, sino honorífico, según el Real Decreto de 13 de junio de 2014: "Continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey...") es un viejo con mala salud. Debilitado por veinte operaciones —una de ellas a corazón abierto—, trata de combatir el dolor y el envejecimiento con gimnasia y fisioterapia. José Antonio Zarzalejos sugiere —en Felipe VI, un rey en la adversidad (Planeta)— algún grado de demencia.
En una vida ociosa en la que tiene tiempo para todo, también lo tiene para pensar en la muerte. Tras elogiar el entierro de su padre, don Juan de Borbón, en abril de 1993, que recuerda como "muy bonito" y el de Felipe de Edimburgo, en abril de 2021, que califica como "soberbio, muy emocionante y muy elegante", confiesa a Laurence Debray que ya piensa en su propio entierro. "¿España le organizará un funeral a su medida? ¿Quién irá?", se pregunta la autora.
Esta monarquía no es la de los Windsor, carece de glamour, de castillos majestuosos, de jubileos memorables, de ceremonias fastuosas. La Zarzuela no es Buckingham, no es Versalles, no es el Hofburg. La Zarzuela es un chalet burgués de dudoso gusto arquitectónico.
La Operación London Bridge, el plan del futuro funeral de la reina de Inglaterra, está perfectamente engrasada en todos sus detalles de pompa y circunstancia, de fastuosidad espectacular. Incluso el príncipe Carlos puede morir tranquilo, el operativo en clave Menai Bridge lo tiene todo atado. Como lo tuvo el de su padre Felipe de Edimburgo muchos años antes de su muerte.
El último marrón
Cuesta mucho pensar en un ritual parecido para Juan Carlos I. El asunto preocupa, y mucho, al Gobierno, que teme que la celebración de su funeral sea el último marrón que deje el monarca.
El protocolo diseñado hace años —tomando como modelo la Operación Lucero de Franco y las exequias de Alfonso XIII en El Escorial en 1980, de Tierno Galván en 1986 y de don Juan de Borbón en 1993—, ha quedado obsoleto por los últimos acontecimientos, que han llevado al rey honorífico al destierro. La periodista Pilar Eyre ha escrito en la revista Lecturas que nadie habla con él de este tema, pero alguna vez ha comentado: "Por mí, que me entierren en el mar...".
Una fuente cercana a don Juan Carlos asegura que "las cosas de los muertos no le interesan. Él está vivo y muy vivo. No le interesa para nada el tema. Fíjate si no presta atención a estas cosas que no sabe dónde va a ser enterrado y no le preocupa en absoluto", según escribe Cristina Coro para EL ESPAÑOL | Porfolio.
El viejo león es expulsado de su propia manada tras el feroz enfrentamiento, pero a los viejos leones se les permite volver a su territorio para morir. Y lo deseable, y lo normal, sería que ese fuera el caso del exjefe de Estado. Durante un coloquio en Sevilla con Laurence Debray, el pasado marzo, el socialista Alfonso Guerra, exvicepresidente del Gobierno, pidió resolver la situación y que regresara a España cuanto antes porque, de morir en Abu Dabi, "sería un fallo histórico […], un baldón demasiado fuerte para el país y para la propia monarquía".
No debería morir en el exilio; sin embargo, el Gobierno y los medios han condicionado su regreso. Pero si Juan Carlos I muere expatriado, serán Felipe VI y Pedro Sánchez quienes tengan un problema. Un problema serio.
Cuando, en marzo de 2020, Laurence Debray supo que Felipe VI renegaba de la herencia de su padre publicó un artículo en defensa de su amigo don Juan Carlos. Confinada en su casa de París, Debray recibió la llamada del monarca: "Estoy leyendo un artículo en el que dices que si hubiera muerto antes de la cacería en Botsuana, habría muerto como un héroe". Y es muy probable que hubiera sido así. Ahora ignora cómo será su entierro.
Hace unos años no había motivos para esa ignorancia. Entonces era un héroe porque, contra todo pronóstico, este príncipe que parecía insignificante cuando aún era el heredero a la Corona, se convirtió en un animal político al que se atribuía transformar España, garantizar al país una estabilidad democrática, salvarla del golpe de 1981 y reintroducirla en la escena internacional. No estaba mal como balance.
Era el paladín de una historia que acababa bien en un país del que escribió —y con razón— el poeta Gil de Biedma: "De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, porque termina mal".
Juan Carlos había roto la mala racha, había torcido el cuello a la fatalidad. Ahora, expatriado en los Emiratos, ya no es lo mismo. El rey que fascinaba se convirtió en apestado. Ya lo había conjeturado Erasmo en sus Adagios del poder y de la guerra: "Un rey que cree que lo que le apetece le está permitido no va a poder comportarse como un rey bienhechor".
Aunque nunca se siente en el banquillo, la nula ejemplaridad de sus actos ha puesto en jaque a la Corona con escándalos que podrían gripar la maquinaria de un Estado que no parece finamente calibrada para encajar la monarquía ancestral en una democracia parlamentaria.
Aun así, si con la muerte de su padre don Juan, quien nunca reinó, se lanzaron salvas desde los buques de la Armada, se ofició un funeral de Estado y se le reservó un hueco en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial, ¿cómo esperar menos en los rituales fúnebres del hijo que reinó 39 años?
Honores militares
A los protocolistas, como al diablo, les gustan los detalles, tenerlo todo atado y bien atado para que la improvisación no curse en estragos. Y es de suponer que tanto la Casa Real como el Gobierno tengan previsto lo previsible y acotado lo imprevisible. Lo que no han previsto los reglamentos de ceremoniales lo organizará, de común acuerdo con la Casa del Rey, el secretario general de la Presidencia, Francisco Martín Aguirre, ayudado por el jefe de protocolo del Estado, Jorge Mijangos.
Para empezar no es lo mismo que don Juan Carlos muera en España que en Abu Dabi. Si muriera expatriado, si no pudiera escapar a la fatalidad del destino de sus ancestros muertos en el exilio, el simple traslado del cuerpo de quien fue rey de España, sería peor que un dolor de cabeza.
Lo relativo a los honores militares en unas honras fúnebres queda regulado, en su mayoría, por el R.D. 684/2010 de 2010. Esta norma tasa quién tiene derecho a honores militares post mortem, quién se encarga de la organización y cuáles son las normas de ejecución.
El Gobierno tiene la potestad de declarar el luto oficial, una muestra institucionalizada de respeto tras la muerte de una importante figura pública o cuando se producen graves catástrofes. En España no hay una ley que fije el protocolo exacto para estas circunstancias —como sí la hay en Francia o Reino Unido, por ejemplo—, sino que el Consejo de Ministros se encarga de valorar cada caso. O sea, que las características y la extensión del duelo se determinan decreto a decreto. Sólo este Gobierno podría dar carácter de Estado al entierro del exjefe de Estado.
La última vez que el Consejo de Ministros ha aprobado un decreto de luto oficial fue hace dos años por las víctimas del coronavirus y duró 10 días. Un año antes, tras la muerte del exvicepresidente Alfredo Pérez Rubalcaba, ondearon banderas a media asta durante 28 horas. El 18 de agosto de 2017, se guardaron tres días de luto por los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils, la misma duración que para despedir al primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez.
Como recuerda el protocolista Juan de Dios Orozco, "la costumbre es que la forma de hacer llegar al pueblo —y recordárselo mientras dura el luto— el fallecimiento de alguna personalidad y su nivel jerárquico sea por medio de cañonazos". Todos los días a las 08:00 y al ocaso se recuerda al pueblo con una salva de cinco cañonazos la muerte del rey.
En el momento de la inhumación, el número de cañonazos determina la importancia del finado. Así, 21 cañonazos se dan al rey y 19 al príncipe o al presidente del Gobierno. Además, se prevé el establecimiento de guardias de honor, la cobertura de la carrera por miembros de las Fuerzas Armadas y la utilización de un armón de artillería para el traslado del féretro.
Mientras dure el luto, las banderas de endrizar (exteriores) se colocan a media asta, sin crespones. En las banderas de interior y en las de las unidades militares, en la base de la moharra (la punta del asta) se coloca una corbata negra (lazo con cabos largos).
El art. 39.3 del Reglamento de Honores Militares establece que "las fuerzas que acompañen al féretro lo harán con las armas a la funerala [con las bocas hacia abajo], las banderas irán enrolladas y con corbata negra; las cornetas con sordina, los tambores destemplados y enlutados". Las fuerzas de escolta irán a pie (no a caballo) para que nadie sobresalga por encima del féretro.
Tratamiento de príncipe, no de rey
El rey comunicará el fallecimiento, una a una, a las familias reales. Lo hará con todas las europeas, a las que le unen lazos familiares, y con otras como las de Marruecos o Jordania, a las que le vinculan lazos de amistad.
El monarca pondrá las conferencias a título personal, no como jefe de Estado, y por eso no entrará en contacto con los presidentes de Francia o de Portugal. Felipe VI comunicará, por ejemplo, a su pariente la reina Isabel de Inglaterra que su primo, don Juan Carlos, ha fallecido. Le anunciará además la fecha del funeral solemne.
Al revés que don Juan, que era príncipe pero no rey, pero tuvo funerales de Estado como un rey, los funerales de don Juan Carlos serían como los de un príncipe de Asturias ya que, tras la abdicación, su estatus bajó un peldaño y se equiparó al de Príncipe de Asturias.
En su honor, habría cañonazos durante siete días, desde el día de la muerte hasta el entierro. Al menos, es lo previsto sobre el papel. Si fuera rey de pleno derecho, y no sólo honorífico, se lanzarían cinco cañonazos el día de su muerte y todos los días, al alba y al ocaso, hasta su entierro. Como no lo es, sólo tendría cuatro. Cuando se le entierre, sonarán las 19 salvas de cañón previstas para un príncipe y no las 21 que se reservan al rey. Al cadáver de un rey lo escoltan generales, honor que no se le rendiría a Juan Carlos.
Sin embargo, eso podría cambiar. Fue Juan Carlos I quien decidió dar a su padre funerales de rey; el presidente del Gobierno, Felipe González, lo sancionó y así se hizo. Felipe VI podría hacer otro tanto y el presidente Sánchez avalarlo. Aunque, un Gobierno en cuyo Consejo de Ministros se sientan Irene Montero, Ione Belarra o Alberto Garzón, activistas antimonárquicos, podría poner contra las cuerdas a Felipe VI y al mismo Pedro Sánchez.
El pasado mayo, para viajar sin escalas desde Abu Dabi a Vigo con su séquito, al exjefe del Estado le fletaron en los Emiratos un Gulfstream G450, birreactor valorado en 40 millones de euros y equipado con dos motores Rolls-Royce. No sería con esa ostentación como viajaría su ataúd.
Sería humillante y vergonzoso para la marca España que un jeque extranjero corriera con los gastos de repatriación. Lo normal sería que en un Falcon de la Fuerza Aérea española algún miembro de la familia, que no fuera Felipe VI, viajara para acompañar el cuerpo en su regreso a España. El rey, el jefe del Gobierno y los presidentes del Congreso, del Senado y del Tribunal Constitucional lo estarían esperando a pie de avión. Quienes le obligaron a vivir y a morir fuera estarían esperándolo a pie de avión para recibirlo de cuerpo presente.
También sería lo normal que la capilla ardiente se instalara en la Sala de Columnas o en el Salón del Trono del Palacio de Oriente. Pero no es seguro. De ser así, las honras fúnebres se iniciarán con la colocación de la capilla ardiente, abierta al público. Un piquete de ocho guardias reales, colocados a ambos lados del féretro, rendirá honores militares a los restos mortales.
Así sería el funeral
El vicario general castrense y capellán de la familia real será el encargado de oficiar en palacio la primera misa corpore insepulto. A ella sólo asistirán la familia real y cinco representantes del Estado: el presidente del Gobierno, los presidentes de las dos cámaras del Parlamento y los presidentes del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial.
"Seis caballos negros tirarán de él y lo escoltarán guardias reales, alabarderos y los jefes militares más antiguos"
Al día siguiente, en una segunda misa de levantamiento del cadáver, el círculo de los elegidos se ampliará un poco, hasta incluir a los presidentes de comunidades autónomas y al alcalde de Madrid, los que quisieran asistir, claro está.
Ya en el Palacio Real, diez miembros de la compañía Monteros de Espinosa de las Guardia Real en uniforme de gala entrarán en la capilla y sacarán el féretro a hombros hasta el patio de armas del palacio, engalanado con damascos y crespones negros. Formada la Guardia Real, entrará en el patio el armón con el féretro. Seis caballos negros tirarán de él y lo escoltarán guardias reales, alabarderos y los jefes militares más antiguos. La banda tocará la Marcha Fúnebre de Mendelssohn.
Sonarán las salvas de honor (¿21 como a un rey o 19 como a un príncipe?), el himno nacional y los disparos de los fusileros. En la explanada de la Almudena rendirán honores compañías de los tres ejércitos. En la calle de Bailén, una muchedumbre conmocionada alternaría olas de vítores y murmullos con contraolas de silencio, mientras los guardias reales introducirían el féretro en el furgón que lo llevaría a El Escorial.
La prensa, la radio y la televisión reflejarán las reacciones de cariño y dolor en el mundo político e institucional español y el Congreso y del Senado guardarán un minuto de silencio e interrumpirán de inmediato sus actividades en señal de duelo.
Las lágrimas del rey Felipe
Ya en El Escorial, los restos serán entregados por Felipe VI al prior de la comunidad agustina para que los custodie hasta que sean depositados en el Panteón de Reyes. Cuando enterraba a su padre en El Escorial vimos las lágrimas de Juan Carlos I. No sólo lloraba porque estaba enterrando a su padre, sino también por todo el daño que le había hecho. Había sido usurpador de su padre.
Esa imagen podría repetirse con Felipe VI. Si Juan Carlos muriera en Abu Dabi, su hijo tendría que llorar lágrimas de sangre porque la manera en que lo invitó a salir de España fue vergonzosa.
Para singularizar la imagen pública del finado, suelen ponerse junto al féretro algunos atributos personales; en el caso de don Juan Carlos, a los pies del féretro se colocaría la vara de mando, el sable de capitán general y los collares de la orden del Toisón de Oro y de la de Carlos III.
A la derecha del altar, bajo un dosel, presidirán los reyes y a su lado la princesa de Asturias y las infantas Elena y Cristina. Tras ellos, el jefe y el secretario de la Casa del Rey. En los bancos de la derecha se sentarán las decenas de miembros de la familia del rey muerto. En los de la izquierda, el presidente del Gobierno, los del Congreso y el Senado, del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial.
Con ellos, el Gobierno en pleno, los presidentes autonómicos, el nuncio del Papa, portavoces de los grupos parlamentarios, representantes de partidos políticos, los expresidentes del Gobierno y los jefes de los estados mayores de Tierra, Mar y Aire.
En los laterales de la capilla, representantes de la Diputación de la Grandeza, encabezada por el duque de Alba, y de las órdenes militares. Las voces blancas de la escolanía de El Escorial entonarán el Kyrie de Mozart.
No quedan nichos
Los elefantes tienen su cementerio y los miembros de la familia real, su necrópolis exclusiva y centenaria; la Cripta Real del Monasterio de El Escorial, el Panteón de Reyes. Son 25 sepulcros de mármol donde reposan los restos de todos los Reyes de España desde Carlos V excepto cuatro.
Las excepciones son Felipe V, que duerme el sueño eterno en la Colegiata del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso; Fernando VI, enterrado en el monasterio de las Salesas, que él fundó; José I Bonaparte, enterrado en Los Inválidos de París y Amadeo I de Saboya, en la Basílica de Superga de Turín.
Los últimos restos depositados en el panteón fueron los de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Su hijo Juan de Borbón, y la esposa de este, María de las Mercedes de Borbón, padres del rey Juan Carlos I, permanecen aún en una estancia llamada pudridero, una sala contigua al Panteón de Reyes, con suelo de granito y techo abovedado. Los reyes de España y sus madres permanecen allí entre 25 y 40 años, el tiempo estimado para que se elimine la humedad y el hedor de los despojos.
Antes de descansar definitivamente en paz, los reyes son momificados sobre una mesa dura. También el sueño de la vida —lo dijo Jean Paul— se sueña a veces en un colchón demasiado duro. En esa estancia enclavada en el subsuelo de la basílica, aún quedan dos sepulturas vacías. Están asignadas a los padres del rey exiliado en Abu Dabi.
No quedará más sitio, a menos que se haga una reforma. ¿Dónde será enterrado Juan Carlos I? Podría hacerse una nueva cripta anexa a la antigua, pero el panteón está rodeado de cámaras y pasadizos de gran interés histórico y arqueológico. Tanto don Juan Carlos como doña Sofía y los actuales reyes de España podrían ser enterrados en la capilla del Palacio Real o en la catedral de la Almudena. De momento, don Juan Carlos, que dejó de tener sitio en su propia familia, no tiene donde caerse muerto. Literalmente.
La despedida de sus pares
Al cumplirse el octavo día del fallecimiento, si no cae en festivo, acudirán a la basílica del monasterio las familias reales de todo el mundo. Se sentarán por orden jerárquico, primero los jefes de Estado, si los hubiera, y por orden de acceso al trono. Las repúblicas vendrán después, casi todas representadas por un embajador, aunque algún país podría tener la deferencia de enviar a un ministro. Portugal, en donde Juan Carlos pasó su infancia, estaría representado por el presidente de la República, ahora Marcelo Rebelo de Sousa.
Sólo las casas no reinantes enviarían a sus titulares como Constantino de Grecia (hermano de la reina Sofía), muy enfermo; Simeón de Bulgaria, Miguel de Rumania o Victoria de Saboya.
El Gobierno en pleno y los representantes de los poderes legislativo y judicial también ocuparán asientos preferentes en el templo para asistir a un funeral solemne que los expertos en protocolo se resistirán a calificar de Estado.
La misa funeral sería oficiada por el arzobispo de Madrid, el cardenal primado y el presidente de la Conferencia Episcopal. Se ignoran las obras que entonaría la escolanía del monasterio, pero tal vez sirva de pista que en el oficio por su padre, don Juan, se interpretaron composiciones de Mozart, Gounod y Bach.
Los miembros de la familia del rey se acercarán al sitial de doña Sofía y la besarán uno a uno. Luego, los reyes subirán al altar y se situarán a, la derecha, en sillones y reclinatorios cubiertos de terciopelo rojo.
Los focos instalados por la televisión —el oficio sería ofrecido en directo por TVE— realzarán los colores de los retablos, frescos de las bóvedas, tapices y pinturas de la basílica.
Hasta aquí lo previsible, el ceremonial propio de un funeral de Estado. ¿Lo decretará el Gobierno? Sería lo suyo, pero, definitivamente, Juan Carlos no es un rey como los demás. Primero fue encantador y luego maldito. Aunque si tuviera razón Rubalcaba —si "en este país se entierra muy bien"— tal vez su destierro final no sea su apoteosis. Tal vez le aguarde un nuevo momentum, tal vez su entierro sea una nueva apoteosis, una redención, y sobrevivan sus méritos, aunque, como augura Laurence Debray, no se mencionen en las escuelas.
Decía Samuel Butler que Dios no puede cambiar el pasado; los historiadores sí. Los políticos hasta pueden inventárselo.
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