Dicen que un año en la vida de un perro equivale a siete para los humanos. "Pero un año viviendo en la calle son como cuatro viviendo en circunstancias normales". Lo dicen el Jordan, de 54 años, y la Puri, de 37. Ella asiente, sentada a su lado, en un ajado sofá situado en una fábrica de azulejos abandonada que está en manos de una entidad bancaria. Puri lleva dos años siendo sintecho y su pareja, cinco. Ambos llevan ya impreso en la piel el desgaste acelerado e inmisericorde que provoca la exclusión social en su máximo grado; los días y las noches a la intemperie; la pérdida de identidad y autoestima que causa el rechazo; probablemente, el consumo de drogas; y por último, la invisibilidad a ojos de la sociedad.
Jordan y Puri son pareja desde hace relativamente poco. Puri, como casi todas las mujeres sintecho, ha acabado emparejándose. Es un hecho que conocen bien oenegés y todos los estudios, más bien escasos, sobre la mujer que se queda sin hogar. Es una medida de seguridad. "Se emparejan porque buscan protección. Lo hacen por supervivencia", subraya a EL ESPAÑOL | Porfolio María Jesús Muñoz, presidenta de la Asociación Realidades.
Las mujeres sintecho son esquivas y desconfiadas, aunque quien las requiera para hablar con ellas sea otra mujer. Muchos indigentes son anárquicos y no suelen moverse por los mismos sitios. Muchos son sintecho clase itinerante. A ellas hay que buscarlas y, muy importante, hablarán únicamente si se las trata con respeto. Se les da la mano y se las mira a los ojos. Y sobre todo, si se las escucha.
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Es así porque antes de acabar sin nada han sufrido lo indecible, han perdido todo arraigo y por eso, ya como indigentes, descubren que la invisibilidad las protege de recibir más golpes. En la calle además son víctimas de agresiones sexuales y de todo tipo de vejaciones, y no sólo por parte de otros sin hogar. También son presas para hombres insertos en la sociedad por diversión perversa. Por lo común, las noches cuando se vive en la calle son tremendamente duras. Si el colectivo de los sintecho es invisible, en el caso de ser mujer la invisibilidad y la vulnerabilidad, la dureza y el grado de violencia al que están expuestas crecen exponencialmente.
El día de Puri comienza un poco antes de las 8,15 de la mañana. A esa hora está sentada en una sala de 'El Pan Nuestro', un comedor social para indigentes y personas en exclusión social. Está viendo el informativo del canal 24 horas, monotemático sobre la ola de frío, mientras espera un desayuno que se sirve cuando se escuche una campana que tocarán a las 9.
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-Hola.
[La mujer pone los ojos como platos y mira asombrada a derecha, a izquierda y hacia atrás. Pero a su lado no hay nadie, y detrás solo está la pared. El movimiento lo ha hecho por puro instinto. Porque el saludo -se lee en su cara- no puede ser para ella. Tras unos segundos en los que se da cuenta de que efectivamente la han saludado, responde con un hilo de voz]
-Hola.
"Es lógico. Ten en cuenta que nadie normal les saluda jamás", cuenta José Manuel, a EL ESPAÑOL | Porfolio. Este voluntario del comedor lleva 25 años atendiendo a indigentes. "Yo he visto de todo. Yo ya me sé los números. Una ciudad de cien mil habitantes tiene 50 sintecho. Una de 200.000, cien indigentes. Por cada cien mil habitantes hay 50. Y sí, de unos años para acá, el número de mujeres ha aumentado".
Puri ha pedido una caseta de campaña que le van a dar cuando termine de desayunar. A este periódico contará, entre otras cosas, que es para ella, pero es mentira. No hay que tenérselo en cuenta porque mentir es un mecanismo de defensa. Al filo de la medianoche la caseta estará montada en la fábrica de azulejos para que duerma en ella un chico de 20 años. Alto, guapo, con un corte de pelo moderno y una tristeza primitiva, en lugar de responder cómo es posible que esté durmiendo en la calle agachará la cabeza derrotado, porque él tampoco se lo explica todavía. Lleva así solo dos meses y aún no lo ha asimilado. La Puri y El Jordan lo han adoptado y acogido en su refugio.
Cuando hace dos años Puri acabó en la calle no tuvo tanta suerte. Dormía con su saco entre las filas de carros de los supermercados, y si llovía, en el interior de una locomotora antigua que corona una plaza. "Te emparejas para que no te violen", dice Puri. "A mí me han tirado hasta piedras. Me ha pasado de todo", cuenta a EL ESPAÑOL | Porfolio. Lo de menos es que no tiene móvil porque se lo robaron, como le pasó varias veces con el dinero. Su historia -mujer maltratada, sin estudios y con pérdida de arraigo familiar- es casi una constante para explicar por qué las mujeres acaban en la calle.
"Yo me quedé viuda con dos hijos. Tengo una pensión de viudedad muy corta, y tenía que elegir entre alimentar a mis hijos o pagar un alquiler social. Elegí alimentarlos. Me cortaron el agua, la luz y por último me echaron de la casa, y con poco más de 400 euros no alquilas nada. Al poco me quitaron a mis hijos, que viven de acogida con la familia de mi marido. Me quitaron mi motor para luchar. Y luego me quedé en la calle".
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Hablar, escuchar
Ana María se sale de la norma, porque lleva con Javi, su novio de la adolescencia, casi 30 años. Ella nació en 1969, se casó y enviudó. Javi es un superviviente y aun atesora parte de la belleza que le hizo famoso en su juventud y que enamoró a chicas como Ana María, quien también era un espectáculo de mujer. En los años ochenta, Javi era militar paracaidista, destinado en la Base de Torrejón de Ardoz. Se enganchó a la heroína con la misma intensidad con la que vivió la Movida Madrileña.
Posteriormente Ana le reencontró y por amor le esperó los 17 años que éste pasó entrando y saliendo de la cárcel en Madrid y Andalucía por delitos como hurtos, robos y robos con violencia para pagarse sus dosis. Lleva muchos años limpio, y acompaña a Ana María mientras esperan a que el supermercado cercano deposite en la basura los productos próximos a caducar. Viven de ocupas en una casa en ruinas. "Ser mujer en la calle es duro".
"Todas, todas, se emparejan para protegerse. Porque para hacer las cosas obligadas con muchos, prefieren hacerlo sólo con uno."
Como todos los que aparecen en el reportaje, hablan muchísimo. Una vez que se muestran cómodos en la conversación, comienzan a hablar sin parar y pueden llevarse horas.
"Es porque no habla nadie con ellos. Todos tienen una necesidad muy grande de ser escuchados. Las mujeres, más". cuenta Estrella Martínez-Valverde, voluntaria de la oenegé Calor en la Noche. La asociación, muy pequeña, únicamente tiene implantación en cuatro ciudades de la provincia de Cádiz. Por eso fue una sorpresa que en 2019 recibieran una llamada telefónica de parte de un grupo de rock mundialmente famoso como Metallica. Invitaron a la entidad al concierto que ofrecieron en Barcelona... y les hicieron entrega de un cheque de 25.000 euros. Habían sido seleccionados, junto con otra oenegé, entre todas las de España para recibir un euro de cada entrada vendida para aquel concierto.
"Nosotros les damos asistencia a los indigentes por las noches. Somos unos doscientos voluntarios, que les damos bocadillos, caldo caliente, café, leche, mantas, sacos... pero realmente eso es el pretexto. Nosotros lo que hacemos también es charlar con ellos mientras les hacemos entrega de esa ayuda. El calor en la noche que les damos no es solo físico, también es psíquico: necesitan hablar. Y no vamos a buscarlos, sino que ponemos puntos de encuentro por zonas y ellos vienen a buscarnos a nosotros, porque eso es crearles una obligación y un esfuerzo, y también es socializar".
Una de las mujeres que atienden es Marién. Tiene 25 años. Musulmana, sus padres son de origen marroquí y regentan un bazar. "Se echó un novio y mantuvieron relaciones sexuales. La familia se enteró y la repudiaron. La echaron de su casa". Marién tiene una discapacidad psíquica leve y lleva dos años en la calle. Se emparejó con Mauro, un argentino de 60 años. Sufrió un ictus, estuvo en la UCI y lleva tres meses hospitalizada. "No recibe visitas. Porque su familia no quiere saber nada de ella, y a Mauro no le permiten entrar porque no es familia".
Tamara es muy conocida en la calle porque mide más de 1'90 metros y pesa más de cien kilos. Es trans, aunque nunca ha recibido tratamiento hormonal alguno ni se ha sometido a intervenciones quirúrgicas. Pese a la extrema necesidad, nada la disuade para dejarse tanto como para no arreglarse. Se depila las cejas, y todos los días se maquilla los ojos y se pinta de rojo unos labios cuajados de tantas arrugas como las que surcan su rostro.
Su hermano, Carmelo, también fue indigente: murió hará un par de años mientras dormía echado en un banco en la estación de tren de Jerez de la Frontera. Obviamente, su envergadura disuade, pero tampoco se libra de recibir agresiones verbales, palizas y todo tipo de vejaciones. Cuando va a ducharse, Tamara huye de los servicios para hombres y se mete en los de las mujeres, lo que genera conflictos con ellas por el tamaño proporcionado que tiene su pene en relación con su altura.
La fábrica abandonada
"Es que encima pertenecer a esos colectivos... lo hace aun más duro", cuenta Jordan. Para que él y Puri accedan a hablar con este periódico, ya al filo de las once de la noche, hace falta entrar en la fábrica con una contraseña a silbidos, hace falta encender la linterna de los móviles y hace falta cruzar una primera puerta que da a una habitación con los techos desprendidos y llena de escombros. A continuación, hay que deslizarse entre el hueco de la pared y una plancha de hierro que descansa al otro lado. Al sobrepasarla, el Jordan se gira y sin decir palabra sella el hueco con la plancha y la atranca en perpendicular con una gran viga de hierro que descansa sobre dos enormes clavos fijados en la pared.
"No tengáis miedo. Lo hacemos por seguridad. Aquí nos roban y nos han pegado hasta palizas, nos tiran cócteles molotov... hay gente mala".
Luego hay un patio, hay que atravesar otras dos habitaciones ruinosas, enormes y sin techos, y otro gran patio descubierto. Al final, frente a una puerta de garaje, hay un espacio para hacer hogueras con las que calentarse y dos habitaciones sin puertas. Uno grande, donde huele a orines, con dos tiendas de campaña instaladas. El segundo, pequeño, es el de Jordan y Puri. Un blíster con cápsulas que parecen nolotiles está a la mitad sobre una pequeña mesa de centro, donde descansan un plato sucio que hace las veces de cenicero y dos velas encendidas para alumbrar.
-Aquí estuvieron viviendo un tiempo dos chavalas que eran lesbianas. Una era española y la otra, mexicana. Pese a que iban juntas, estuvieron a punto de violarlas. Me las encontré llorando en la puerta del comedor y me las traje para acá.
"Ahora están viviendo en el Campo de Gibraltar, sé que las han ayudado, viven en un piso de acogida y están ya trabajando. Me alegro mucho por ellas porque de aquí es muy difícil salir".
Se puede
La Asociación Realidades tiene presencia en Madrid y en Andalucía. Su función como organización no gubernamental es, desde 1992, restituir los derechos que han perdido los indigentes y reinsertarlos, en un trabajo que implica asistencia psicosocial, la mejora de la autoestima y una red de casas y pisos de acogida. En 2022 han dado alojamiento a 110 personas en situación de indigencia, de las cuales 60 son mujeres que se encuentran en pleno proceso de reintegración en la sociedad. La entidad les ofrece una oportunidad a un colectivo que necesita de tiempo para recomponerse, para motivarse y para volver a quererse.
María Jesús Muñoz, su presidenta, explica que lleva 20 años trabajando en Realidades, "y cuando yo empecé, la presencia de la mujer en la calle era residual. A raíz de la crisis económica de 2008 hubo un incremento. Actualmente, calculamos que la proporción de mujeres indigentes se sitúa en torno al 20%, pero esa foto no es real y hay más. Influye mucho el tamaño de la ciudad también. No obstante, no se está peor en función del tamaño de la ciudad. Se está peor donde no se invierte en recursos".
Las mujeres "evitan al máximo acabar en la calle. Desarrollan estrategias para no acabar en la indigencia hasta el punto de que a veces esas estrategias puedan ser hasta peores. Porque saben que en la calle las pueden violar y hasta matar. Queman todos los cartuchos para llegar hasta el límite posible y no dormir en la calle, a un nivel que no tienen ellos". Por eso, cuando se ven en la calle, se emparejan. "Y muchas veces es peor, porque en lugar de que con mala suerte te pegue un desconocido, te pega el que más conoces".
El peligro, para hombres y mujeres, es la cronificación en el tiempo de la situación. Suelen acabar con problemas físicos, por la imposibilidad de cuidarse y también mentales, como la depresión. Los siguientes pasos de la escalera hacia el abismo son el alcohol y la droga. "La depresión, el alcohol y la droga suelen ser una consecuencia, no un origen. Por eso un año en la calle equivale a cuatro. La esperanza de vida se reduce considerablemente cuando se es indigente. No hace falta irse al Tercer Mundo".
Con la pandemia y el confinamiento, la asociación vivió un auténtico aluvión de mujeres viviendo en la calle. Muchas de ellas eran mujeres del servicio doméstico. De un día para otro perdieron el trabajo y lo perdieron absolutamente todo. "Esas mujeres no tenían nada que ver con las que llevan un año o más acudiendo al albergue. No tenían cronificación ni problemas graves. En cuanto hubo activación económica salieron de la rueda".
Dada la situación, ha habido que hacer "un trabajo ímprobo con los servicios sociales para que amplíen su mirada al sinhogarismo, porque también la padecen las mujeres". De ahí que sean necesarios otro tipo de alojamientos más allá de los albergues, "porque a lo mejor necesitan otro alojamiento específico". Necesitan recuperar costumbres, habituarse a un espacio doméstico, adquirir hábitos de comida... "y hay casos en los que las mujeres lo han pasado tan mal que no pueden convivir con hombres, no los pueden soportar".
¿Hay motivos para la esperanza? Sí. Se puede salir. "Hay muchos casos, más de los que pensamos", advierte. María Jesús recuerda el caso de una indigente de Sevilla, "con un historial de maltrato, retirada de hijos... no hay un perfil en el sinhogarismo, pero el de ella coincidía con el mayoritario". También, el rechazo de la familia, "que es un dolor inasumible". No tenía apenas formación y su experiencia laboral no iba más allá de limpiar casas cobrando en negro.
En la calle, acabó con problemas de salud mental. Estuvo un año y medio en un piso de acogida. "Poco a poco retomó las costumbres. Lo hizo con nuestro apoyo profesional, y dependía mucho de ellos porque estas mujeres son muy dependientes ya que necesitan un sitio seguro al que agarrarse. Al final ha dejado el piso, ha alquilado una habitación en un piso compartido que se paga ella, con su trabajo. Esto es una alegría para una persona que no ha tenido nada positivo en su vida. Ella también se ha dado una oportunidad".
Puri dirá, entre otras cosas, que "se me fue la vida a la mierda en 10 minutos". Es otra de las constantes que, según María Jesús, también tortura a los que no tienen hogar. "Y los demás creemos que esa situación solo les puede pasar a otros".
Tras una hora de charla, EL ESPAÑOL | Porfolio se despide de Puri y de Jordan, que aplaude el reportaje. "Nadie escribe de nosotros. Es duro vivir aquí, entre ratas. Nadie ha venido nunca a preguntarnos, y de las mujeres, aun menos". Antes de que el hombre desatranque la plancha de hierro para poder salir al exterior, los ojos se paran en la pared que da al colchón donde duermen los dos. En ella alguien ha escrito: Nada es eterno, todo tiene fin.