Jorge Drexler le canta al amor, a la concordia, al planeta, al sexo, a la tinta y al tiempo. También al algoritmo, pero con ironía gamberra y sin la devoción que le profesa al misterio de lo humano. La aparente sencillez formal de sus canciones esconde estructuras complejas cargadas de sabiduría: décimas que construyen relatos y rimas impregnados de humanismo y barnizados de ritmo y vitalidad; letras leídas –como las de Sabina o Leonard Cohen, sólo que sin el desgarro del alcohol y del tabaco– que se asemejan a cuentos dotados de una rica epistemología que apelan al corazón y a las entrañas; ritmos alegres y canciones pegadizas que lo convierten en un autor universal, un referente de lo que muchos consideran 'cantautor', aunque él confiesa no pedirse "ni esta ni otras etiquetas".
Esa identidad drexleriana no tiene otro nombre porque su estilo es tan inconfundible como el barítono perfecto de Sinatra o el voluptuoso bajo de Barry White. Es la que lo convierte en un artista que goza de una autenticidad atípica. Su música bebe, en parte, de la tradición musical latinoamericana y tiene como referentes las canciones populares del brasilero Caetano Veloso o la salsa panameña de Rubén Bladés, ambos fuentes de inspiración reconocidas por él. Esa arraigambre folclórica, no obstante, raras veces suele traspasar el charco y expandirse por las listas de canciones más escuchadas. Quizás por eso Drexler, que se impregnó de las esencias del Uruguay pero hizo carrera en Madrid, aún no acaba de creerse que, tras décadas de esfuerzo –empezó a vivir de la música a los 30 y a triunfar a lo 40–, esté en lo más alto de la industria discográfica.
El subidón de adrenalina le pilló desprevenido en los premios Grammy Latinos. La Academia Latina de Artes y Ciencias de la Grabación le otorgó no uno, ni dos, sino siete galardones. A la séptima Jorge Drexler subía al escenario más apurado que pletórico. No sabía dónde meterse. "¿Estás segura?", le preguntó a la presentadora cuando leyó que Tocarte, el tema que compuso junto a C. Tangana para su último álbum, Tinta y tiempo, se llevó la estatuilla a mejor canción latina. Pero el sueño, no había lugar a dudas, era real. El uruguayo arrasaba, hacía historia –como cuando en 2005 se llevó el Óscar a mejor canción; el primer charrúa en ganar en Hollywood, aunque, vaya, fuese gracias a una película argentina, Diarios de motocicleta– y repetía su entrada por la puerta grande.
PREGUNTA.– Siete Grammy. Ni con Al otro lado del río. ¿Aún te aguanta el subidón?
RESPUESTA.– (Risas) Es un pico. No creo que vuelva a suceder, al menos con en esta magnitud. Y eso que cuando pasó lo del Óscar pensé lo mismo, pero es que lo de la otra noche... fue algo inesperado. Bastante impresionante.
P.– Bueno, al menos repartiste con Rosalía y su Motomami.
R.– ¡Es que fueron siete subidas y siete discursos! Al principio subía con alegría, luego con sorpresa y al final casi con miedo, porque las tres últimas categorías eran las más grandes. Yo ya casi que pedía disculpas (risas). '¿Estás segura?', le pregunté a la presentadora cuando me entregaba el premio. Porque entre los nominados estaban no sólo artistas que admiro mucho, como Rosalía o Bad Bunny, sino algunos con mucha más difusión.
P.– Pero de la noche a la mañana pasas a ser la estrella. Jorge Drexler: el artista latino del año. ¿Qué supone este logro para tu carrera?
R.– Fue una sorpresa. Sobre todo para el público, para las 15.000 personas que habría en el Palacio de Deportes [de Las Vegas]. Cada uno quería celebrar los premios que le daban a sus artistas o a sus países. Había hinchadas de México, Colombia y Puerto Rico. Claro, como los uruguayos siempre somos pocos y lo que yo hago no tiene el nivel de difusión que el resto... eso fue lo que más me sorprendió. Lo que más me enorgullece. Mi proyecto no es de alto perfil mediático, sino intermedio. Es cierto que en algunos lugares soy un poco más conocido, como en Uruguay o en Argentina, pero no soy una figura mediática a los niveles de mis otros colegas.
P.– ¿Te sientes una rara avis en la industria musical?
R.– Bueno, es que no sé muy bien cómo es la industria ni si soy una rara avis (risas). Quiero creer que quienes nos dedicamos a esto es porque amamos la música, el género de la canción. He tenido otros trabajos [como el de médico] y este es el que más me gusta. Adoro escribir, desde siempre. Empecé sacando discos en Uruguay, un país donde la canción es considerada por mi generación como un género artístico. Siempre me pareció un desafío. Cómo musicalizar una décima, valorar hasta cuándo meter un texto hablado en una canción, ver cómo se puede grabar con un sólo acorde o con un nuevo tipo de ritmo.
P.– Tus canciones son lo opuesto al mainstream. Te costó meterlas en las listas de canciones más escuchadas. No ha sido un camino de rosas, precisamente.
R.– A mí siempre me gustó ver el acto de escribir como un desafío. Plantearme nuevos géneros, formatos, tipos de rima, combinaciones para ampliar el espectro de la canción. Porque la canción es un género tan potente, tan difundido, que muchas veces nos fijamos sólo en su potencial mediático, emocional o económico, pero no en su potencial artístico. Siempre me he guiado por referentes como Caetano Veloso, Elvis Costello, Rubén Blades o David Byrne, referentes que han visto siempre en la canción algo más que un evento publicitario de un proyecto o de un evento comercial. No tengo nada contra vivir de la música ni contra su parte comercial, para para mí la parte artística es la primera, junto a la emocional.
P.– Sobre la música latina siempre pesan los estereotipos. ¿Cómo haces para huir del cliché? ¿Te pesa alguna etiqueta?
R.– Me gusta creer que todos tenemos estereotipos. El que esté libre de estereotipos que tire la primera piedra (risas). Todos los tenemos. Podemos aceptar, en mayor o menor medida, jugar de acuerdo a las normas de los estereotipos, pero a mí no me gustan. Ni siquiera las etiquetas que la gente considera favorecedoras, como 'canción de autor', 'cantautor', 'música de raíz' o world music. No me pido ninguna. Ni el de música urbana, jazz, rock o electrónica.
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La impresión que me da es que vemos más el estereotipo en el género ajeno que en el propio. Es fácil simplificar fenómenos desde lejos, a distancia. A cada generación le pasa igual: para ellos su música es aburrida, mediocre. Pero en cuanto te acercas a los orígenes se cumple lo que decía mi queridísimo maestro Antonio Escohotado: "La realidad es infinitamente densa, y cuanto más te acercas a un fenómeno no se vuelve más sencillo, sino más complejo".
P.– Pregunto desde la ignorancia y sin hacer sangre. ¿Acaso se puede descifrar la complejidad del reguetón?
R.– Desde lejos el reguetón parece simplificable. Te parece una mierda, una música barata y machista. Pero si vas al barrio de La Perla en San Juan de Puerto Rico y ves cómo se originó, cómo trabajaban los djs originales, la forma en la que tomaban el rap en castellano que provenía de Panamá, y cómo esos panameños que escribían esa música en castellano eran primero angloparlantes descendientes de los trabajadores del Canal, y cómo la cultura jamaiquina había impregnado a su vez la cultura panameña y, al mismo tiempo, la puertorriqueña o la de Medellín; en fin, cuando ves el reguetón como hay que ver las cosas, estudiándolas y en su profundidad, como decía Escohotado, te das cuenta de que existe una mayor complejidad.
P.– Aunque los orígenes sean interesantes, ¿no son sus letras también machistas?
R.– Hay un lado machista, como ocurre en el tango o en el rock, pero existen otros autores que desmontan este tipo de estereotipos, como pasa con Bad Bunny y su Yo perreo sola.
P.– Quizás ese prejuicio viene porque tendemos a quedarnos con el chascarrillo, con lo inútil.
R.– Me parece peligroso no investigar, no tener curiosidad ni preguntar. El origen de toda discriminación es la ausencia de curiosidad, el acto de querer simplificar a la gente. Pero si te acercas a una persona o a un proceso, te darás cuenta de que existe una complejidad, unos matices, y que cada uno está luchando su propia batalla para abrirse camino. Yo recomiendo acercarse a los fenómenos y a la gente. No hay mejor solución para el racismo que la lupa, el microscopio, mirar las cosas de cerca, darse cuenta de que todos somos diferentes y no ganamos nada cuando generalizamos.
P.– Tinta y tiempo es un disco provocativo. En Tocarte, que firmas con C. Tangana, invitas a recuperar lo táctil, la caricia, el sexo. Pero después viene Oh, Algoritmo, donde evocas justo todo lo contrario: el frío universo virtual, la dictadura algorítmica. ¿Pueden las tecnologías arrebatarnos el anhelo de tocarnos?
R.– Somos una especie que, en gran parte, se define a sí misma por el uso de la tecnología. Desde un molino manual para moler cereales hasta un microhip. Siempre hemos estado creando cosas que expandían nuestra limitada anatomía. Nuestra necesidad de descubrir mundos nos ha llevado a la tecnología. Si tienes un hacha, puedes construir una casa y calentar una cueva o partirle la cabeza a una persona. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de darle un tipo de uso. No vale echarle la culpa al algoritmo cuando después de despotricar contra él le preguntamos cómo llegar a un sitio o aceptamos sus recomendaciones para ver con quién debemos salir esta noche.
P.– Poner en manos de Google lo que es del César.
R.– Siempre nos ha gustado depositar en otra entidad nuestras decisiones. Oh, Algoritmo ironiza sobre cómo tratamos al algoritmo como lo hacíamos con el Oráculo de Delfos.
P.– Empezaste a vivir de la música a los 30 y a triunfar a los 40. ¿Qué ventajas te ha traído empezar con una madurez que la mayoría de músicos no tienen en sus primeros pasos en la industria?
R.– Yo creo que me ha permitido tener una vida pública tranquila. No hay ciudades, ni siquiera en Montevideo, en las que no pueda agarrar mi bicicleta, dar una vuelta, ir al cine o sentarme en un bar tranquilo. Aunque en Uruguay es más difícil y se puede ver algo más interrumpido, me ha dado un mayor tipo de estabilidad personal.
P.– Sin embargo, el sector musical está lleno de sombras, de estrellas quemadas y juguetes rotos. Seguro que conoces a alguien que haya pasado por eso.
R.– Yo creo que es importante no creerse el espejismo de la fama. Es fundamental entender la diferencia entre reconocimiento y fama, pero a los veinte años es difícil distinguirlo. Cuando eres joven entiendes que son la misma cosa, porque tu aparato crítico no está desarrollado. Tener alrededor a gente que te dice que todo lo que haces es genial es una droga de la que es difícil salir. Si te empieza a ir bien a los treinta, y mejor todavía a los cuarenta, has conocido ya lo que es querer una cosa y no conseguirla. La frustración es muy importante. Cualquiera que tenga hijos sabe que lo peor que puede hacer con un niño es evitar que se frustre y dárselo todo. Es importante que la vida no te regale lo que pides, de lo contrario corres el riesgo de volverte un gilipollas.
P.– Tú viviste la dictadura uruguaya. ¿Qué papel jugó la represión en tu crecimiento como artista? ¿Fue la música un acto de rebelión contra el totalitarismo?
R.– El ser un hijo de la dictadura desde los 9 hasta los 20 ha sido determinante en mi manera de trabajar. Me dio una especie de bloqueo físico, porque me crié en una sociedad en la que no se bailaba. Ni la dictadura, a la que no le gustaba, obviamente, la expresión corporal, pero tampoco la izquierda universitaria en la que me crié, porque tenía cosas más importantes que hacer entonces. La buena noticia es que no hay nada más importante que bailar. Es un acto revolucionario en el sentido de que produce una revolución interior en quien lo practica, y las verdaderas revoluciones se construyen de la sumatoria de las revoluciones individuales.
P.– Dijiste un día que posees un 'ADN del miedo' por haberte criado bajo el régimen militar y porque tus padres huyeron del nazismo. ¿Te enfada cuando se trivializan palabras como 'dictadura' o 'fascismo'?
R.– El miedo a la dictadura me hizo desarrollar un tipo de introspección, quizás de pesimismo, que me ha hecho valorar enormemente el Estado de derecho, la democracia y la libertad. Hoy vemos que hay generaciones que tienen estos derechos como dados, pero no los saben valorar realmente. Decir 'esto es una dictadura' hablando de España... No, no lo es. Tú no has vivido en dictadura. Si no tienes ni puta idea de lo que es vivir en una dictadura, no le faltes al respeto a la gente que vive en Irán o Venezuela, que sí están en un sistema dictatorial.
P.– Al final las redes sociales nos invitan a trivializarlo todo. La enfermedad del algoritmo, una vez más.
R.– Es que es como si Instagram hubiera instaurado el 'todo vale' con tal de comunicar. Una cosa es mentir sobre tu estatus económico, sacarte una foto con una casa que no es la tuya y decir que sí lo es, o mentir poniéndole filtros a tu cara o a tu vida, que ya de por sí es bastante estúpido, y la otra es no interpretar bien la realidad que te rodea, producir una manipulación que tiene efectos sociales.
P.– El otro día a tu maestro, Joaquín Sabina, se le echaron encima por decir que cada vez era 'menos de izquierdas por tener ojos para ver y oídos para escuchar', y que por ello creía bastante poco en la izquierda latinoamericana. ¿Qué crees que quiso decir?
R.– Sería bueno preguntárselo a él. Hace tiempo que he dejado de interpretar lo que dicen mis colegas. Siento un profundo respeto y admiración por Joaquín. Yo me he criado en una casa de izquierdas y hay muchas premisas con las que sigo compenetrado, especialmente las que tienen que ver con la solidaridad social, pero el tiempo pasa y Latinoamérica se ha fragmentado en distintos tipos de izquierda. A veces me cuesta hablar ya de la división izquierda-derecha.
Lo que he aprendido es que la democracia, el Estado de derecho y la libertad son valores superiores, y si se vulneran poco importa si quienes lo hacen son de izquierdas o de derechas. ¿Qué es Putin? ¿Realmente importa? Un día Apoya a Salvini, el otro a Maduro, el tercero a Cuba... A mí me interesa más la diferencia entre autoritarismo y no autoritarismo, entre libertad y la falta de ella, entre la democracia y la no democracia. Esa división es la que me interesa. El resto son armas arrojadizas, muchas veces disparates.
P.– ¿Nos hemos desenamorado de la vida?
R.– Sería importante preguntarle a las mujeres si su vida es mejor ahora que hace tres generaciones. O a los homosexuales. Nos encanta criticar y hablar mal de esta época, pero si eres una mujer trans deberías pensar en si tu vida ha cambiado para bien o para mal en los últimos años. La sociedad está aprendiendo que existen diferencias. Ha incorporado a la mitad de la población, es decir, a la mujer, a lugares con cada vez más tomas de decisión. Esa emancipación es un acto de amor a la vida...
P.– (Silencio) Pero...
R.– El problema es que todos estos cambios se producen en una parte del mundo claramente chica. Piensa que hay países que llevan adelante mundiales de fútbol que aún no han salido del medioevo en lo que respecta a derechos de la mujer o a las disidencias sexuales. No me atrevería a decir que nos hemos desencantado de la vida. Creo que muchos no somos del todo conscientes de hasta qué punto hemos mejorado. Pero claro, luego vemos el retroceso de la guerra. Cuando creíamos que teníamos superados algunos milenarismos nacionalistas, estupideces pretenciosas y ególatras, las tenemos de vuelta.
P.– Pero es el eterno retorno al error. Tropezamos una y otra vez con la misma piedra. Como artista, como humanista, ¿qué se te ocurre para frenar la caída?
R.– Yo creo que la libertad es el mejor antídoto. Esos procesos bélicos son fáciles de llevar adelante en países donde la libertad está en tela de juicio. En un país en el que puedes hacer una demostración antibélica y meter a dos millones de personas en una plaza es difícil hacer una campaña así. En un país en el que la libertad de expresión está rigurosamente prohibida y perseguida, el Estado puede mentir, reprimir a la gente. Entonces, el único antídoto es la libertad. Es más fácil generar una guerra en un Estado autoritario y mentiroso que cuando hay transparencia. Rusia ni siquiera está llamando a las cosas por su nombre.
P.– El odio es el lazarillo de los cobardes, cantabas en La guerrilla de la concordia. ¿Has sufrido esa intoxicación del odio en tus carnes? ¿Cantas desde la propia experiencia?
R.– Sí, claro que he odiado. Todos lo hemos hecho en algún momento. Y también he tenido celos. El odio y los celos son enfermedades de los sentimientos, repentinas e inconducentes, por las que se pasa como quien pasa una gripe. Siempre he tratado de evitarlo, pero uno está lejos de tener el control absoluto sobre lo que siente. Al menos yo, en particular. Prefiero evitarlo, pero no siempre lo consigo.
P.– ¿Son los nacionalismos una perversión? Parece que siempre nos conducen a la violencia, a cometer atrocidades.
R.– Creo que es bonito saber de dónde es uno, conocer sus raíces, pero en el momento en el que eso se transforma en una herramienta de discriminación y de creer que el pueblo del que tú vienes es mejor que el otro, las cosas empiezan a andar mal. Y no creo que sea sólo una opinión, sino algo bastante objetivo. Piensa por un momento en los soldados que están yendo al frente en Ucrania... Todos tenían su cuenta de Instagram, su Twitter, probablemente tuvieran amigos rusos siendo ucranianos y ucranianos siendo rusos.
¡La cantidad de grupos que escuchan en común, de comidas, gastronomías compartidas, de novias de uno y otro lado! Hoy todo eso está olvidado, reducido. Es un retroceso monstruoso. Los nacionalismos tienden a enfermar de xenofobia, y para no hacerlo deben tener un alto grado de madurez. A mí me dan un poco de miedo. Por eso no soy amigo de las banderas ni de las definiciones nacionales. Me parece más bello sublimar todo eso en un partido de fútbol y reírnos.
P.– Vamos, que a Portugal, de momento, no la tienes vetada.
R.– (Risas) Mañana tengo que grabar con un músico portugués. 'No va a influir nada el resultado del partido del otro día', le dije en broma. El problema es que hay gente que, a veces, confunde los partidos de fútbol con las disputas territoriales. Pero yo creo que es bonito sublimarlo, sacarlo ahí, dejarlo estar y seguir adelante manteniendo amigos en todos los lados.