Impone su figura: alto, musculoso, de ojos vivos y sonrisa perenne. Alonso Caparrós llama la atención sin querer. Se palpa su cercanía a lo lejos, cuando se le ve gesticular en una charla inaudible. Después, en el mano a mano, se comprueba esa proximidad, esa confianza. Pide echarse un cigarro rápido antes de las fotos y la entrevista. Luego pide permiso para no molestar a quienes están en la sala donde se le retratará. Y, por último, pide perdón por ir con retraso. El presentador, reportero, tertuliano y nombre mítico de la televisión española es alguien que no duda en disculparse o ceder el asiento. Es alguien que quiere abrirse en canal y dejar atrás las rémoras del pasado. Las que le impedían ser sincero, vulnerable, libre.
Hablamos, claro, de adicciones. De una etapa marcada por la fama, el despilfarro y la cocaína. De una época donde se quemaban a diario los últimos cartuchos. El del dinero, el del amor, el de la salud. Y cuando ya no hubo pólvora, llegaron las ascuas. La de la ruina, la del paro, la de una familia rota. Alonso Caparrós (Madrid, 1970) ya ha contado aquel tramo oscuro en el que se precipitó durante dos décadas. Ahora viene a narrar el reverso. La resurrección. Y la forma elegida es un libro. Un testimonio de los procedimientos adquiridos para reorganizar el puzle personal y tirar adelante. Para dejar de achicharrar lazos y empezar a estrecharlos. Lo ha llamado Empieza de cero. Transforma tu interior y consigue una vida nueva y acaba de publicarlo la editorial Planeta.
A pesar de ese título exhortativo, Caparrós evita el tono de mentor. Defiende que no es más que su propia experiencia tras 52 años de tiovivo vital. El madrileño no pretende ejercer de maestro ni convertir sus 230 páginas en una lista de consejos. Simplemente lanza una moneda al aire para quien quiera sacarle provecho y ofrece la cara B de su obra anterior, Un trozo de cielo azul. Entonces relató su peregrinaje por el infierno. Ahora ha preferido restar “intensidad” y optar por la “frescura”.
“Ya había hecho en el otro un repaso por momentos muy complicados y quería un poco de aire, incluso de sentido del humor, para centrarme en un método que puede ayudar a gente atravesando un periodo de estancamiento, de desesperación”, argumenta Caparrós. La portada, sin ir más lejos, evoca un amanecer y un kilometraje que se inicia al alba. Una metáfora que desgranará en una conversación sin prisas en una sala del hotel Intercontinental de Madrid, en pleno Paseo de la Castellana. En camiseta y vaqueros, luciendo unos tatuajes heterogéneos -van desde un tribal o un corazón taleguero hasta una frase borrosa- dialoga sobre su creación literaria. Y, aunque no evita otros asuntos más superfluos, prefiere focalizarse más en reflexiones que en chismes.
De eso, precisamente, trata este camino de redención: a través de la meditación, la desconexión en parajes aislados o el voluntariado en hospitales, esta estrella televisiva ha encontrado algo parecido a la templanza. También juegan un papel fundamental su mujer, Angélica, sus hijos Claudia y Andrés, o sus progenitores, Andrés y Julia. No siempre estuvo tan respaldado ni tuvo tantas ganas de compartirlo. En Empieza de cero, Alonso Caparrós se exhibe despojado de etiquetas y bajo los parámetros de la sencillez, aunque incluya sentencias como esta: “Me había pasado la vida culpando de los errores de mi pasado de mis ausencias del presente y pensando en futuros que nunca se cumplieron. Pero cada vez entendía mejor que el ayer y el mañana eran los que me robaban el hoy”.
Pregunta.– El libro está planteado como un mandamiento. ¿Lo consideraría de autoayuda?
Respuesta.– Uf, es complicado. Yo creo, como gran lector, que todos los libros nos ayudan. A mí, cualquier libro que cojo y leo, me ayuda. Pero, desde luego, no es el concepto de este libro. No es autoayuda para solucionarte la vida y darte las claves de la felicidad rápida, con una fórmula. Lo que transmite es que, más que la felicidad, cuesta conseguir la paz y la calma. Y que requieren constancia, esfuerzo e ilusión. La búsqueda de uno mismo es muy ilusionante.
P.– Por sus capítulos hay bastantes otros títulos, desde de teorías religiosas o científicas hasta novelas. ¿Cuáles son sus influencias?
R.– Leo mucho de todo. En este libro menciono una serie de ellos que me acompañaron ese tiempo, como Tolstói o una colección entera del oeste. Estas son maravillosas. Son muy interesantes, porque cuentan un momento de la historia de Estados Unidos y también del hombre. Todos son libros que me sirvieron. La clave es acompañarse de la lectura, de personas que te transmitan conocimiento.
P.– Comenta cómo eras buen estudiante, deportista, y a los 17 años hubo un cambio. ¿Podría poner esa edad como un punto y aparte?
R.– No, yo creo que la vida se caracteriza por los giros inesperados. Tanto lo bueno como lo malo está a la vuelta de la esquina. Y no sabes qué te espera. Es como jugar con cartas que te van llegando sin saber. A mí, con 17 años, me pasó uno de esos giros. Quizás por varias circunstancias: estructura familiar, éxito… Hay momentos en los que la vida te da un golpe y con eso tienes que bregar.
P.– Se ven últimamente muchos testimonios de gente que está en la cima de la popularidad o de sus carreras y luego tienen una especie de desdicha interna. ¿Qué ocurre?
R.– Sí, hoy pasa cada vez más. Hay muchísimos influencers con éxito y dinero que tienen muchos problemas. Es que la fama es como un escaparate y detrás se esconden muchas cosas. No siempre son malas. Para mí, esa notoriedad es una trampa para el ser humano porque nos separa de nuestra esencia. Y, por lo que yo he vivido, está relacionado con cómo avanza el mundo: al final, la fama no es tanto el dinero sino el poder. Y son cosas que al ser humano no le vienen bien, son como el colesterol. Hay que saber llevarlas bien. Yo apuesto por que no deberían estar en la vida de la gente.
En relación a esto, incluyo unas líneas de Carl Sagan. Él propuso, cuando lanzaron la nave Voyager, que la cámara se girara hacia el otro lado. Y se ve la tierra como un punto azul pálido, el nombre que puso a un libro. Ahí hace una reflexión diciendo que son estúpidos el ego o la vanidad del ser humano. A lo largo de la historia, algunos se creyeron dueños de un punto minúsculo cuando estamos rodeados de una inmensidad. Y somos un misterio que tenemos dentro cosas tan bonitas como la compasión o el sacrificio. Nada que ver con todo esto que nos hemos inventado.
P.– Pues parece que la tendencia es la contraria: gente que quiere ser famosa sin más, como una profesión en sí misma. Lo sabrá después de tanto tiempo en la tele…
R.– Sí, y es muy peligroso. Lo es precisamente por el nombre: influencers, que quieren influencia. Y la transmiten a los jóvenes. El problema es que no hay un crecimiento, todo es muy súbito. No da la oportunidad de crecer, de conseguir las cosas con esfuerzo. Y cuidado, lo digo con respeto porque lo que hacen es un trabajo, pero no te da tiempo a profundizar en lo que somos. Yo lo escucho todo el día: voy al gimnasio y los chavales están hablando de seguidores. Me parece maravilloso como oportunidad para nuevas facetas, pero le falta algo. Algo esencial. No sé qué.
P.– Y ya no es una vida virtual, alternativa, sino su vida real.
R.– Pero no es culpa de ellos, es culpa de los dueños de las redes sociales. Hace un par de años hubo un juicio en Facebook porque tenían documentos que decían que las redes sociales eran un peligro que causaban traumas en la juventud. Ellos lo sabían y eso demuestra que la culpa no es del chaval sino quien lo permite. El sistema da vía libre.
P.– Volviendo al libro y a la pregunta más tópica: ¿Es posible empezar de cero?
R.– Es posible y deberíamos hacerlo, un poco, cada día. Porque cada día es como traerte un trozo de vida entera: algo nace y muere. Y tú eres dueño no de lo que pasa, sino de cómo reaccionas a lo que pasa. Lo ideal, por eso es importante la meditación o disciplinar nuestra mente, es intentar mantener la calma ante las circunstancias que nos impone la vida.
P.– ¿Cree que somos conscientes de eso, que vivimos el presente?
R.– No, no, no. Ése es el problema. A mí no me parece mal la evolución, que haya empresas o cómo está la política. Hace falta todo lo que tenemos. El problema es que nos olvidamos de una parte. La inteligencia no puede ir separada de la compasión. Ahora se habla mucho de inteligencia en la guerra de Ucrania y es algo hecho para matar. El ingenio de la gente que fabrica armas está enfocado a la destrucción. Así que tiene que ir unido a otra cosa. Igual que al revés: no podemos ir todos con una túnica por el monte sin sentido. Y a la vista está que estamos en serio peligro. Cuando creemos un algoritmo que incluya la empatía o el sacrificio, yo me vanagloriaré. Mientras tanto, pensaré que somos tan estúpidos como cuando descubrimos la energía atómica y la usamos para crear una bomba.
P.– Para usted, y perdón por el chiste fácil, ¿empezar de cero ha consistido en remozar la casa o en tirar los tabiques y levantarla de nuevo?
R.– Mira: lo mejor es tener tu casa diáfana. Los tabiques, los muros, el apego, son sitios donde se refugia el miedo. Donde no ves. Creo que las estancias de uno tienen que ser diáfanas. Hay que acostumbrarse a tener el corazón y la casa abierta. Mejor tirar los tabiques.
P.– Lo normal es que acumulemos.
R.– Son lastres. Sitios donde nos quedamos atados. La mayoría de nosotros, y a mí me pasó, queremos tirar cosas y te das cuenta de que tienes muchas cosas que dices: ¿y esto para qué me sirve?
P.– Hablas de Angélica, tu mujer, de tu familia y de otras personas como Antonio y Enrique, que conociste en un voluntariado. ¿Por qué son tan importantes?
R.– A mí todas me dan pie a hablar de las buenas personas, que muchas veces pasan por ti y no las ves. Otras veces dejan una semilla. A mí me da pena no darnos cuenta en el preciso momento de que hay mucha gente buena y nosotros, para sobrevivir, necesitamos a los demás. Lo que nos hace a todos los seres vivos iguales es que todos sufrimos. Y nadie quiere sufrir. Solamente acompañado de otro lo universalizas. Es admirable en los hospitales cómo se ayudan unos a otros. Es precioso.
P.– Da la sensación, sin embargo, de que en los manuales de transformación se habla de autocuidados, de corregir tus zonas erróneas, pero apenas se incluye a los demás. ¿Aquí va a contracorriente de ese egoísmo o narcisismo?
R.– Claro, es que creo que nos hace falta esa transformación interior, pero no la podemos llevar a cabo sin la gente que nos rodea. Nos necesitamos los unos a los otros. Pero no solo para lo material, sino para lo más esencial, para poner en práctica la compasión, que me parece una palabra maravillosa.
P.– Junto con “amor”, la repite a menudo. Se parece al discurso de Jesucristo. ¿Se ha sentido un poco profeta?
R.– ¡Qué va! Además, huyo de todo eso. Ni soy gurú ni soy profeta. Esto es mi experiencia y a quien le sirva bien y a quien no, no. Pero es que los ingredientes con los que se cocina la paz y la calma son esos. Están dichos y los sabemos desde antes de Jesucristo. Pero no le hacemos ni puto caso. En un sentido, somos muy estúpidos.
P.– También aboga por el perdón.
R.– Alucino, porque ahora parece que no hace falta pedir perdón. Y constantemente erramos porque somos muy imperfectos. El perdón debería estar en nuestro día a día. Es básico y fundamental. Pero lo complicamos, quizás por la reacción del otro. A lo mejor lo pedimos y nos mandan a la mierda. Yo lo desligo de la religión. Es algo que debe llevar el ser humano como carnet de identidad. No entiendo esa negación. Es como si fueras débil. A mí, el perdón me sirve de mucho y la vida me va mucho mejor.
P.– Otra cosa que mencionas constantemente es la muerte o los miedos, algo raro porque no solemos exponer nuestras vulnerabilidades.
R.– No, mostrar lo frágiles que somos parece que es lo peor. Y no es verdad. Hay que luchar por las cosas y está bien competir, pero con uno mismo. Tenemos que intentar superarnos a nosotros mismos. Y a mí me encanta decir “no puedo”. Antes de ayer, por ejemplo, tuve que dejar un voluntariado. Y me siento fatal, pero vi que había un límite.
P.– Lo contrario puede ser el síndrome del impostor. ¿Lo ha sufrido?
R.– No, y es verdad que a veces que tiramos más allá de nuestras posibilidades. Pero con el tema de la felicidad nos están creando una dependencia brutal. Nos hacer creer que tú, pensando de cierta manera, vas a lograr algo. ¡Unos cojones! Hay gente que no puede ser feliz y la felicidad no está garantizada. No es un derecho. El derecho es buscarla, pero el universo en ningún momento nos la da. En su indolencia, el universo no promete nada. Es algo perverso y lo han convertido en un negocio.
P.–¿Es posible, al menos, domar el miedo?
R.– No se trata de domar el miedo, sino de disciplinar la mente. Porque es la dueña de todo, lo más poderoso. Solo a partir de entenderte puedes controlar tus temores y elegir lo que quieres.
P.– Y usted, ¿a qué tiene miedo?
R.– A muchísimas cosas. Además, tendemos a olvidarnos de las cosas y todo vuelve. Por ejemplo, pierdes a un ser querido, lo pasas mal y luego se te olvida. Pero se muere otro y lo vuelves a pasar mal.
P.– Una de las partes importantes del libro es la recuperación de las relaciones con tus padres o con tus hijos. ¿Cómo es tejer de nuevo esas redes?
R.– Es un trabajo de aprender a reconocer tus errores y de pedir perdón. Y es muy importante aprender a reconstruirse no con lo que la se tenía, sino confiando en construir un nuevo Alonso. Que todo esté por inventarse. No merece la pena seguir siendo lo que éramos o recuperar lo que pasó.
A Alonso Caparrós le priva perorar sobre desafíos individuales o sobre los retos que dispone la existencia. Su figura, no obstante, está muy ligada a la pequeña pantalla. A horas y horas de polígrafos, discusiones entre tertulianos o llantos y plegarias en prime time. Tras el anuncio del fin de Sálvame el próximo 23 de junio, el integrante del ubicuo espacio en la parrilla de Telecinco afirma que la cancelación tiene motivos empresariales, políticos y de “luchas internas” que no quiere “ni imaginar”. Confirma que la noticia le llegó por la prensa y que él, como trabajador, tendrá que pensar a qué dedicarse. Sobre la mesa, dos proyectos en mente más acordes a “su espíritu”. Uno, montar una empresa para ayudar a que un conocido, inmigrante de Perú, consiga sus papeles. Otro, quizás, dar un golpe de timón más brusco: reciclarse en apicultor. “Quiero hacer miel, plantar flores y cuidar abejas, estar en contacto con la naturaleza”. Todo, sin desviarse de esa reforma propia.
P.– Exponerse tanto, en su caso, ¿le ha beneficiado o perjudicado?
R.– Lo que le ha dado sentido es escribirlo. Es verdad que contarlo en un plató de televisión no tiene tanto efecto y puede que sea negativo. El resultado no siempre ha sido el esperado. Pero escribirlo, explicarlo bien, permite masticarlo.
P.– ¿No echa de menos nada de antes, como una noche de fiesta?
R.– No, no. Primero, por la edad. Y además, como decía antes, estoy en lo diáfano. Ahora que se acaba Sálvame me viene al pelo. Estoy expectante, maravillado con ver qué va a pasar, qué puertas se abren. Creo que hay que tener los ojos, el corazón y la mente abierta.
P.– Para ponerme en contexto, me he documentado con mi Wikipedia particular, que es mi madre. Ella me ha contado quién eres: hijo de un prestigioso periodista, colaborador de María Teresa Campos, presentador, un fijo en las tardes... Si alguien le preguntara ahora quién es Alonso Caparrós, ¿cómo se definiría? ¿Qué pondría en esa entrada de enciclopedia?
R.– Pondría: “Alonso Caparrós está por descubrir”. El personaje conocido está en Wikipedia, pero lo que me apasiona del ser humano es que cada día es un empezar de cero. No sé qué voy a ser mañana. Ese ejercicio de “imagínate dentro de 10 años” tiene una respuesta fácil: ni lo sé ni me importa. Lo que sé es que cada día voy a procurar descubrir cosas nuevas e ilusionarme con lo que sea, por pequeña que sea.