En el cielo, sobre los picos del Parque Natural de Tenencia de Benifasar, sólo hay nubarrones grises y negros. El chirimiri amenaza con convertirse en tormenta y el olor a lluvia lo impregna todo. ¿Seguirá aún Peter Buch, ese 'loco' alemán de 85 años del que tanto se habla en la zona, en lo alto de la montaña, esperándome en su ciudad de fantasía, El Jardí de Peter, o se habrá refugiado ya en una taberna del pueblo aledaño, La Pobla de Benifassà, descuidando la cita que teníamos concertada y dedicándose, libérrimo como dicen que es, a otras tareas más importantes, como pintar, reflexionar sobre el sentido del arte, tomar un vino o pasear por una pradera en busca de silencio?
Parece que la cita sigue en pie. Las puertas del jardín están abiertas. Como por gracia del destino, justo al llegar para de llover y salen unos tímidos rayos de sol. Respiro aliviado. Un pequeño cartelito indica que hay que dejar el coche en un parking de tierra y caminar 90 metros hasta que aparezca una escalinata y una plancha de madera azul en la que el creador pide a los visitantes el módico precio de 3,50 € por visitar su obra. "Se paga al artista que se encuentra ariba", reza el texto, imperfecto, indiferente a la crítica, que exclama, desafiante ante la modernidad: "¡Tarjeta no!".
A la derecha aguarda al intrépido visitante una escalinata en la que comienzan a vislumbrarse algunas de las creaciones del genio: bustos de cabezas y cuerpos deformes; una casa de unos tres o cuatro metros de altura cuya entrada es una boca que amaga con un grito de desesperación como el de Munch y las ventanas dos ojos que otean el verde horizonte que ofrece este mágico enclave del Bajo Maestrazgo. También hay animales imposibles, retorcidos, demoníacos, extraños, a veces infantiles, hechos de teselas, azulejos, cemento, barro, piedra, botellas y antiguas cerámicas que forman, a pesar de lo esotérico, preciosos mosaicos trencadís que evocan a Gaudí, a Dalí, a Miró; figuras que quedan bajo los zapatos, en el suelo, en cada escalón, dañados por el paso del tiempo, la lluvia y el viento, como todo land art soñado para perecer y quedar vivo únicamente en el recuerdo.
¿Qué es este lugar? ¿Dónde me he metido? ¿Y qué espera al visitante si sigue subiendo, allí en el horizonte, donde sobresalen, aunque parezcan sueños, siete, ocho y hasta nueve construcciones gigantes, cada una con una forma más singular, surrealista, de todos los colores, verde, amarillo, rojo, azul, rodeadas de figuras y caras, como si se tratase de una reconstrucción de El jardín de las delicias de El Bosco, de los círculos del infierno de Dante o del perturbador sueño de la 'maravillada' Alicia de Svankmajer?
Aparecen varios senderos. No sé cuál tomar, pero me dejo atraer por lo ciclópeo y emprendo el rumbo hacia la figura más extraña que veo: una suerte de caimán con unas fauces monumentales. Cada vez hay más casas deformes, o de formas anárquicas, más figuras, un tornasol de colores y rarezas inabarcable; esto parece una ciudad, con sus avenidas, con su sentido urbanístico, pero para verlo todo hace falta venir un día entero y bien preparado, con botas para las pendientes y agua para no desfallecer; ahora hay una fuente de agua verdosa en una especie de plaza, con un estanque donde zumban los mosquitos y las libélulas, estas de verdad, rompiendo el silencio casi sacro del lugar.
Llega el rumor de unas voces. No hablan español. Por el tono, deben departir en alemán. Entonces aparece, caminando entre las obras, un hombre de pelo blanco, frondoso y enmarañado, con una gigantesca rasta hippie que le llega hasta la cintura, que viste con camisa blanca y pantalones ocre, lleva un chaleco siena y unas sandalias marrones y una misteriosa llave colgada al cuello que debe abrir un secreto inconfesable. A pesar de su avanzada edad, el 'chamán' se mueve con habilidad. Es Peter Buch. Al verme se queda quieto, como sorprendido o extrañado, y levanta una mano para saludar. "¡Hola!", dice con acento alemán, sonriendo, pero sigue su camino y desaparece como el críptido Bigfoot tras echar una última mirada. ¿A dónde irá?
Una voz suena a lo lejos, mística, volátil, pero de origen desconocido. Es la de un hombre más joven, pero también tiene acento germánico. ¿Un familiar? Grita y resuena el eco. "Da una vuelta por el parque, lo ves y luego nos vemos arriba, pasado el museo, para hacer la entrevista". Acepto la misteriosa invitación y prosigo la visita. Si en vez del rumor de las hojas de los árboles agitadas por el viento sonase una partitura de Angelo Badalamenti esto podría ser una película de David Lynch. Todo es atípico, raro.
Al principio uno tiende a pensar que estos edificios, de tintes oníricos y psicodélicos, muchos pintados de azul en su interior, son inhabitables, pero al entrar en varias de las casas-museo uno se encuentra libros –entre ellos destaca el Singular Spaces de la estudiosa estadounidense Jo Farb Hernández, íntegro en inglés, donde aparece, por descontado, este lugar–, cuadros, plantas, mesas y sillas, una chimenea y hasta una cama que, luego me enteraré, es para "invitados especiales" y donde de vez en cuando duerme el artista. Uno también puede subir encima de algunas construcciones, donde se encuentran miradores con vistas a los impresionantes paisajes poblatàs, gentilicio de la zona.
Cuando finalmente encuentro a Buch, me espera sentado en una silla metálica, como las de los bares, frente a una mesa campestre con vistas a la montaña y a las parcelas que, escalonadas en la ladera, recogen sus creaciones. Bebe vino en vaso de cristal. No es el primero de la tarde, porque la jarra de la que vierte el elixir encarnado está a la mitad. A su lado se sienta la voz que antes me había llamado desde la nada, un hombre de unos cuarenta y pico años de rasgo y acento alemanes.
Es su hijo, Orson Buch, también artista, quien hará de intérprete durante el encuentro, y no porque su padre no sepa español, que lo sabe, aunque imperfecto, pues tiene el deje propio del inmigrante que no se ha dejado conquistar del todo por la patria ajena, sino porque Peter Buch está prácticamente sordo y se niega a llevar audífonos. Entonces hace falta elevar la voz para que comprenda lo que se le dice, y el idioma alemán, que tiene palabras para definirlo todo, es mucho más sencillo para él.
Conversando con ellos aprendo que Peter Buch lleva treinta años construyendo esta 'ciudad' de figuras y formas oníricas. Sí, treinta años. Pienso, agobiado, que son más de los que llevo en este mundo. ¿Cómo es posible dedicarle tanto tiempo a una obra efímera, que desaparecerá cuando él muera, destruida por la erosión del agua, del viento, de los riachuelos que caen todos los otoños e inviernos desde lo alto de la montaña cuando el cielo ruge y anega la tierra? ¿Por qué tanto esfuerzo para algo de lo que no quedará ni rastro? "Porque el arte es hacer lo que te gusta, y yo quiero hacer feliz a la gente", responde con sencillez, sin apenas darle importancia.
"La idea es que la gente que suba aquí y tenga un buen momento. No hago nada de forma consciente ni preparada: simplemente, me dejo llevar. La piedra, los azulejos, los bloques de piedra son mis materiales favoritos. Hay gente a la que le gusta y otra, como un famoso pintor catalán, muy elitista, que vive aquí en el pueblo pero que nunca ha subido, dice que esto no es arte. Son los otros quienes deciden qué lo es y qué no. Lo único que me molesta es que me comparen con Gaudí. Parece que la gente no conoce otra cosa (ríe a carcajadas). Yo no hago copias de nadie, sino que tengo mi propio estilo. Ni siquiera soy arquitecto. Hago esto porque no sé hacer, ni quiero hacer, nada más".
Buch nació en Frankfurt en 1938, un año antes de la II Guerra Mundial, cuando Hitler aún estaba en el poder. Su familia, que era burguesa pero de izquierdas, padeció en sus carnes el delirio del nacionalsocialismo y su propio abuelo murió asesinado por los nazis. Los Buch vieron defenestrado su estatus social hasta quedar sumidos en la pobreza. "Recuerdo cómo jugaba entre escombros. Los niños encontrábamos armas y bombas entre las ruinas", evoca el artista al revivir un dolor madurado y curtido por el tiempo.
Este peculiar anciano ha dedicado su juventud, su madurez y su vejez al arte. Cuando estaba en sus años veinte viajó a París, donde conoció a su esposa Marianne, de la que ya está divorciado, y en los años setenta viajó a España, concretamente a Formentera, entonces otra dictadura, la franquista, donde vivió junto a su familia en una pequeña casita aislada de todo y de todos, sin electricidad, como un nómada.
Allí, en tierras ibicencas, comenzó a labrarse un nombre como pintor. Era algo bohemio, pero no hippie. "Los hippies son los otros", bromea. Expuso en galerías de España, Alemania, Francia y Holanda, vendió cientos de cuadros, comenzó a tallar figuras de madera y, poco a poco, se labró un nombre como artista, hasta que comenzó a experimentar con las figuras que hoy pueblan su Jardí. Por eso, en parte, no le agrada que digan que su arte es, como acuñó Dubuffet, art brut, pues implica un amateurismo que él dejó atrás hace décadas. "Yo pintaba desde los 14 años y después estuve en la escuela de Bellas Artes de Stuttgart. Llevo toda la vida creando".
Harto del encarecimiento de las islas Baleares y del turismo masificado, buscó un nuevo hogar donde asentarse y experimentar hasta su muerte, volcado, como un ermitaño, al acto de crear. Así fue como cayó en Castellón, en Valencia. Con los ahorros que traía de su venta de arte, compró una casa en La Pobla de Benifassà y una pequeña porción de terreno donde comenzaría, a mediados de los ochenta, a levantar sus primeras obras. Fue entonces cuando comenzó a construir El Jardí de Peter.
Hoy tiene 3,5 hectáreas plagadas de extrañas figuras que, dice, no significan "nada en particular", sino lo que se le va ocurriendo. El suyo es un arte de improvisación que "nace de las entrañas". "Yo vine aquí porque quería empezar de nuevo. No planeé hacer nada de esto. Fue surgiendo sobre la marcha, pero lo que sí puedo decir es que lo hice yo solo".
Desde hace tres décadas, todos los días sube a la montaña para continuar con sus figuras 'psicodélicas'. Ahora, más mayor, trabaja con el soporte de un ayudante, de sesenta años, vecino del pueblo, que le asiste con la preparación del cemento y llevando de un lado a otro los sacos de azulejos y piedras. "Ya soy viejo y no puedo trabajar como antes. Si viene mi ayudante estoy cuatro horas por la mañana. Antes podía echar el día entero. Eso sí: el trabajo artístico lo hago yo, porque hay que ser muy fino", confiesa Buch, que se aproxima a su próxima creación, aún inacabada, en cuya fachada reposa una escalera de unos tres metros. La enseña con orgullo.
"¿Usted se sube ahí? ¿No es peligroso?", le pregunto. "¿Y quién si no?", me responde, retador, y su hijo Orson me enseña una foto para corroborarlo. "Van a un ritmo alucinante", confiesa el vástago. "En Semana Santa no había nada y ahora mira".
Peter Buch se considera un "soñador". De ahí que toda esta obra, aunque parezca extraña, a veces perturbadora, sea tan especial, pues su creador ha sabido encontrar un lenguaje propio, único, carencia que padecen la mayoría de artistas contemporáneos que dedican su vida al arte. En el pueblo muchos lo consideran un genio que "ha hecho mucho bien a este lugar". Así lo confiesa a este periódico Manolita Miró, regente de uno de los apartamentos rurales de La Pobla de Benifassà. "Aunque temo el día que él ya no esté. ¿Qué haremos con su jardín? Deberíamos mantenerlo". Otros, no obstante, lo tachan de 'loco', no están de acuerdo con su arte. "A mí, la verdad, me da igual", insiste Peter Buch al plantearle la crítica.
"Yo soy un soñador. Quizás porque soy más de izquierdas. Pero, definitivamente, más soñador que revolucionario. Tampoco soy hippie, aunque vivamos como ellos, ¿eh? Soy alguien... imaginativo. ¿Cómo iba a idear todo esto si no? Los revolucionarios, es cierto, también sueñan, aunque mi estilo no es poner bombas. Yo odio la violencia. Por eso creo que nuestro mundo no tiene futuro. El ser humano es horrible. Ahora mismo tenemos esta guerra tan cerca de Europa, producimos armas, bombas; nada cambia. Hay demasiados conflictos. Aquí, al menos, he conseguido la paz. Pero el mundo... eso ya es otra cosa".