Antaño, Françoise Sagan, risueña y eminente proustiana —recordemos que, cuando publicó Buenos días, tristeza abandonó su apellido, Quoirez, y tomó prestado como seudónimo definitivo el del príncipe de Sagan, al que había conocido en la lectura de En busca del tiempo perdido—, solía decir que Proust era, en sí mismo, una prodigiosa farmacopea.
Para quienes sufrían de mal de amores o se enamoraban demasiado rápido, la escritora decía que no había remedio ni píldora más eficaz —para solazarse o ver las cosas con claridad— que la medicina que había inventado su dios Marcel Proust.
"¿Acaso sufres, mi amor?", le preguntaba al desdichado que había sido rechazado, traicionado o abandonado... "Pues prueba con diez páginas de Albertine desaparecida mañana, tarde y noche durante quince días...". A veces, pensativa, advertía: "A ver, monada, ¿crees que ya lo has conseguido, que serás feliz con tu nueva conquista? Mejor relee una y otra vez Un amor de Swann, sobre todo el principio, o el final de Sodoma y Gomorra... Verás que enseguida se te caen las vendas de los ojos… Y que te matan la ilusión".
Cierto es que esas recetas hacían milagros: al corazón roto —como era mi caso, las más de las veces— le ofrecían la pericia de un virtuoso de la desesperación. A los inocentes, que pronto acabarían siendo víctimas, le recordaban, de la mano de Proust —a menudo acompañado, aunque fuera de lejos, por Fitzgerald, Apollinaire, Pavese y Aragon— que "el amor feliz no existe" y que en los dominios amorosos se entra siempre por la puerta de la ilusión para luego salir por la del hartazgo...
Un afecto nauseabundo
Después de haber hecho abundante —y saludable— uso personal de este remedio, decidí conocer más de cerca a su ilustre creador, yendo más allá de las palabras de la maravillosa Françoise. Lo que descubrí en Intermitencias del corazón —uno de los títulos que se barajaron para En busca del tiempo perdido— fue, simple y llanamente, prodigioso, emocionante, trágico, indispensable. Una verdadera mina de oro de la melancolía. Ya dependerá de cada uno, según su temperamento, extraer de sus profundidades la fortuna, la lucidez, la sabiduría... o la debacle.
A los inocentes, le recordaban, de la mano de Proust... que en los dominios amorosos se entra por la puerta de la ilusión para salir por la del hartazgo
Pues cuando Proust habla de amor —de hecho, es lo único de lo que habla— apenas explora el afecto más o menos brumoso y almibarado del que hacían gala los románticos. Ya se lo advirtió el dramaturgo Georges de Porto-Riche: "Usted tiene un gran futuro en la historia del corazón".
Pero ¿sospechaba que el material proustiano, así como la sustancia con la que infectaría a sus criaturas novelescas, sería, en contra de todo almíbar literario, un afecto doloroso y nauseabundo, una especie de virus que solo se supera con la decepción, el tiempo o la muerte?
Para adentrarnos en los meandros de esta sombría convicción, primero cabe precisar un aspecto —que sirve de piedra angular de todo el edificio—: en En busca del tiempo perdido, solo hay amor si los celos —esa "sombra del amor", su "lamentable y contradictoria excrecencia"— le han precedido.
Este detalle es esencial, pues, en Proust, los enamorados, antes que sentir amor, sienten celos.
La primera víctima voluntaria de esta retorcida forma de sentir y de amar es, cómo no, Charles Swann, que queda inmortalizado como compadre de los enamorados transidos. Conoce a Odette, que no es su tipo (y lo sabe), ya que prefiere a las modistillas que no le impiden pensar en Vermeer o en las fluctuaciones de la bolsa, pero todo se complica una noche, que está previsto que se encuentre con ella, según su rutina de dandi, en casa de los Verdurin. Ella, sin embargo, no está allí esperándolo... "Ha salido", le dicen, "con Forcheville, sin duda..." —e inmediatamente se pone en marcha la maquinaria del tormento, la mecánica del amor celoso—.
En Proust, los enamorados, antes que sentir amor, sienten celos
Swann se pasa la noche buscando a Odette entre teatros y bulevares, se esconde detrás de un árbol en la rue La Pérouse para vigilar la casa de la ya amada; no puede dormir, pierde el apetito, se apaga. Está acabado. Sumido en una aflicción que no vio venir, a la que no supo ponerle nombre. Odette, que goza de experiencia, será capaz de torturarlo a su antojo. Mejor aún: Swann podrá torturarse a través de ella. Gracias a ella. Con el horizonte, la certeza de estar enamorado por primera vez.
El mismo mecanismo se pondrá en marcha, más tarde, entre el Narrador y Albertine, entre Charlus y Morel, entre el duque de Guermantes y Odette —que se ha convertido en su amante—, entre Saint-Loup y Rachel... De principio a fin, En busca del tiempo perdido es un reino infernal en el que todos, creyendo ingenuamente que es bueno amar, se adentran, sin saberlo, en las sendas del mayor de los dolores. Los celos —el otro nombre, o el anverso, de este sentimiento— circulan por estos mundos como una corriente diabólica que quema a los que no pueden evitar tocar su triste resplandor.
De ahí que podamos extraer, como en una sucesión de teoremas:
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Que el amor nunca es la causa de los celos, sino su consecuencia, que, nacidos de la nada, lo fabrica a posteriori. Por tanto, el amor solo existe para torturar, cegar y dañar. El amor proustiano, como la cristalización stendhaliana, solo nace a posteriori, cuando los celos han preparado el terreno para ello.
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Que los seres susceptibles de inspirar tal sentimiento serán siempre, y por fuerza, "seres fugitivos", seres huidizos que, para llegar a ser amados, deberán someterse al cruel "pliego de condiciones" que los obliga a rechazar, a defraudar o a herir a quienes han tenido la imprudencia de convocar su maleficio.
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Que no es el amor lo que une a quien ama con la persona amada (ya que el amor, al provenir de uno mismo y no del otro, inventa constantemente su objeto), sino que son los celos los que, a través de su insaciable fantasía, hacen que esta persona le resulte a uno indispensable.
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Que el amor proustiano, en consecuencia, no deja de atribuir al otro las debilidades y tentaciones propias de los celosos. De hecho, como uno se siente capaz de traicionar a la persona amada, petrifica a su pareja en la postura de posible traidora.
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Que el amor es una patología de la imaginación y que, en consecuencia, no cesa cuando se elimina su causa. La propia muerte (de Albertine, por ejemplo) no exime al narrador de sufrir por quien ya no está para ofrecerle nuevos pretextos para su suplicio.
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Que los amantes proustianos, si alguna vez han amado desde los celos, ya no pueden amar de otra manera: "Swann amó a otra mujer, una mujer que no le daba motivos para ponerse celoso, y sin embargo lo estaba, pues ya no era capaz de amar de otra manera; su manera de amar a Odette aún le servía para amar a otra".
Muchos exégetas han intentado topografiar este amor celoso, encontrar su origen en la escena primitiva que, al principio de En busca del tiempo perdido, presenta "el beso rechazado" del narrador, todavía niño, a Mme. Proust —¿no son los celos de la madre, según el freudismo más básico, la fuente de todos los celos?—. Sería pues la madre quien forjaría los temperamentos que, a su vez, proporcionarían el terreno en el que germinarían los celos y su escolta sentimental y amorosa. ¿Por qué no? Proust tiene la cortesía de no hurtarle jamás una interpretación a su lector.
De todo ello se desprende que, si exceptuamos su variante familiar (y sobre todo la referida a la madre o a la abuela), el amor que circula por las cuatro mil páginas de la "catedral" proustiana nace de la ilusión, vive de las mentiras y muere de hartazo. El amor, de este modo, se coloca en un registro poco conocido, si bien paradójicamente fundamental, omnipresente y sublimemente diseccionado por el gran neurótico que concibió esta obra.
Léxico casi criminal
Las palabras que más se asocian a él pertenecen a un léxico violento, casi criminal: "capturar", "espiar", "poseer", "sorprender", "torturar", "matar", "secuestrar"... Un remanente de angustia "que ha emigrado [...] y se ha fundido con él", que solo puede experimentarse en su falta y en el vacío, y causa sufrimiento cuando está ausente. ¿Cuáles son entonces sus únicas virtudes? "Demostrar lo poco que nos importa la realidad". Sin embargo, este horrible deleite se adhiere a la vida y le da relieve, profundidad y su noble complejidad.
Sin el amor de Swann, la rue La Pérouse sería una calle sin más, y el trenecito a Balbec sería un trenecito cualquiera, y no el pretexto para un viaje encantador como lo había sido en la época en la que Albertine y sus amantes del malecón eran todavía muchachas en flor. Es una suerte, en definitiva, que Proust nunca consiguiera convertirse, como bien deseaba, en un "budista del amor" (la expresión es de Emmanuel Berl) sin deseo y, por tanto, sin celos ni sufrimiento.
A este respecto, cabe recordar la cruel y divertida disputa de Proust con el joven Berl justo a la sazón de la pregunta de éste, que quiso saber qué diferencia hacía el novelista entre el amor, tal como él lo diseccionaba, y el... onanismo. Proust echó al insolente a zapatillazos, pero responderle no le respondió.
Sin embargo, si se hubiera atrevido a contestar, ¿no habría admitido que el amor, engendrado por la imaginación del celoso, avivado por la insaciable curiosidad que obliga a la mente a observar sin cesar hasta el más mínimo detalle en el comportamiento de la persona amada, que afila su vigilancia y atención ante el mundo tomando nota de una entonación, de aquel silencio, de ese otro matiz en la mirada o en un gesto que pronto se fijará en la obra que se tiene entre manos, proporciona a su víctima todas las cualidades necesarias para convertirse en escritor?
No hay novelista, pues, sin celos insanos.
No hay novelista sin amor.
Esto es lo que Proust, en definitiva, se propuso demostrar con tanto ahínco.
*** Jean-Paul Enthoven es editor, crítico literario y novelista