Le bastaron once años para que, entre una percepción y otra, cupiera un abismo. En el primer cuadro, Relato de Olga sentada en un sillón, de 1918, aparece una joven, hermosa, de mirada algo lacónica y esperando de manera sumisa, con las piernas cruzadas sobre una butaca de flores sujetando un abanico, también de flores, sobre un vestido, rematado con flores. Flores y flores y flores.

El segundo cuadro, Gran desnudo en el sillón rojo, que es de 1929, ya no tiene nada de eso. En él, una ¿mujer? monstruosa sufre una especie de prolapso uterino; los senos, ya deformados, han perdido la firmeza que un día tuvieron -el desnudo no reivindica, denigra- y (lo peor de todo) la cara grita al aire, tanto que casi se escucha, con los dientes afilados, angulares, peligrosos y desesperados.

No es el sillón lo único que hay en común entre las dos imágenes. También su protagonista, la modelo, Olga Jojlova. En realidad, lo único que cambia es la mirada de su marido, Pablo Picasso, que la pinta. Así la veía. Así la acabó viendo. Y lo cierto es que le encantaba: Debe de ser doloroso para una mujer verse transformada en un monstruo o desaparecer de mi arte, mientras una favorita nueva florece en todo su esplendor, decía del de Málaga.

Olga, la mujer de Picasso, retratada por él mismo. Su visión cambia en apenas once años.

Esta percepción, difícilmente defendible hasta para el más acérrimo fan del pintor, aparece recogida en el libro A Life of Picasso Volume IV, del historiador del arte John Richardson. Publicado, de momento, sólo en inglés, este libro pone punto final al monumental trabajo que el británico inició en 1991, cuando vio la luz el primero de los tomos, y no porque haya completado la vida y obra del pintor, ya que aborda sólo la época entre 1933 y 1943, sino porque el autor murió en 2019, y sólo dejó este último manuscrito. Lo importante de ello es que, dicen los que saben de estas cosas, los cuatro volúmenes componen una de las mejores biografías, no de Picasso, sino del género mismo.

Al margen de detalles hasta ahora nunca contados -Richardson se pasó las primeras cinco décadas de su vida aprendiendo sobre Picasso y las cuatro siguientes contando lo que había aprendido, además de que fueron muy amigos- uno de los aspectos más interesantes es que deja la ventana abierta de par en par a la relación del pintor con sus mujeres.

Picasso era hasta hace nada, hablando mal y pronto, el puto amo. Pero la visión sobre el pintor ha ido cambiando, su sombra se ha ido haciendo cada vez más grande, a la par que la sociedad ha ido cambiando algunas perspectivas morales. Así, lo que antes era un chascarrillo al margen de su genialidad, algo para engrosar un almanaque de anécdotas, ahora es para muchos una característica troncal que a mucha gente, incluso, le hace replantearse el mero hecho de reivindicar su figura.

Que Picasso era un maltratador con sus musas, ya se sabía. Pero Richardson lo registra ante notario, porque nadie ha contado esas cosas como las ha contado él, con un acceso casi inédito a la familia y una labor de investigación mastodóntica. Y aunque ni de lejos es su objetivo principal, la época que trata, esa entre 1933 y 1043, es en la que Picasso más se mostró como era, encadenando amantes y hundiéndolas en su grandeza.

John Richardson, a la izquierda, junto a su novio Douglas Cooper, en una comida con Picasso.

A fin de cuentas, Richardson opinaba que cuando Picasso cambiaba de mujer, cambiaba de estilo. Y en esos 10 años hay tres principales perjudicadas, y tres de las mujeres que más condicionaron su pintura: la ya mencionada Olga Jojlova, Marie-Thérèse Walter y Dora Maar.

El monstruo y la rubia (Olga a Marie)

Picasso, que era un artista excesivamente prolífico, pintó en 1932 dos cuadros que llamó del mismo modo: Mujer frente al espejo. En uno salía una figura rubia, con vitalidad, con sus curvas en armonía y repleta de colores vivos. En el otro, la figura está derrotada, más deformada, mirando al espejo de reojo, como no queriendo reconocerse, y pintado en colores más apagados. Una (la rubia) es la nueva amante, Marie-Thérèse, y la otra es su entonces esposa, Olga. Estos dos cuadros ejemplifican a la perfección aquello que decía el propio artista sobre una mujer que florece y otra que se hunde. Por supuesto, el retrato que ha pasado a la posteridad es el vívido.

Picasso conoció a Olga Jojlova en 1917, en Roma. Ella era una bailarina girando con la compañía Ballets Russets, toda una estrella, y pensó que el pintor era un hombre estilizado que le metería de lleno en la vida social de París. Un año después de aquello, se casaron, y ella acabó abandonando su carrera a petición de él para servir de musa y de ama de casa a un pintor ya consolidado que empezaba a dar muestras de una mezquindad tan grande como su genio.

Las dos versiones de 'Mujer frente al espejo'. A la izquierda, Walter.

Durante el inicio de su matrimonio, Picasso empezó a desarrollar un estilo que luego se calificaría como su etapa neoclásica. El trazo era más fino, suave, clásico, aunque sin abandonar del todo su cubismo. Cuando nació Paulo, su primer hijo, en 1921 siguió explorando la maternidad y las escenas domésticas, como si Olga fuera una Madonna.

Pero el idilio romántico duró apenas unos años, hasta que empezaron a llegar nuevas amantes y, con ellas, nuevos estilos. Ahí Olga pasó a convertirse en un monstruo. Ya no había belleza en el trazo, sino horror en la mirada. No quedó nada de lo que un día le había inspirado y Jojlova fue, poco a poco, derivando en la locura, viviendo una vida infeliz, hasta que murió de cáncer en 1955.

Olga Jojlova, la primera mujer de Picasso.

En el libro de Richardson hay una anécdota perfecta para entender cómo la trataba. Jojlova se quejaba de que Picasso nunca mostraba interés por su mundo, el de las artes escénicas. Hasta que un día, para sorprenderla, la llevó a ver la ópera Pagliacci (esa de "la comedia e finita!"). Aquella noche, de vuelta en casa, hicieron el amor. Todo perfecto, una reconciliación ante los días turbulentos que corrían, pero a la mañana siguiente la despertó un timbre. Era un hombre con los papeles del divorcio. Mientras, Picasso socarrón, cantaba una canción que había oído la noche anterior. Estaba contento. 

O guapa o lista (de Marie a Dora)

Aquella rubia que Picasso dibujaba de manera vívida era Marie-Thérèse Walter, y cuando la joven entró en su vida, volvió a cambiar su estilo. Lo hizo no sólo retratándola de una forma distinta, menos decrépita que a su esposa, sino llevando toda su pintura a una nueva etapa, más influida por el surrealismo, aunque sin entrar de lleno en esa corriente artística.

A Walter la conoció a finales de los años 20, cuando ella apenas tenía 17 años. Era menor, pero eso no paró los pies a un Pablo Picasso que entonces ya gastaba 45 primaveras. De hecho, era prácticamente un plus y le gustaba que ella se hospedara en campamentos de verano para niñas cuando se iban de vacaciones.

Marie, a la izquierda, y Doora Mar a la derecha.

A través de ella, Picasso entró en una visión más romántica de la figura femenina. No sólo la inició en juegos sexuales sadomasoquistas, sino que la retrataba de aquella forma, como una musa, por así decirlo, que dormía, que se reclinaba, que tenía un toque erótico en la pasividad. Eso le gustaba. Y mientras estaba con ella, aún casado con Olga, entró en su vida una nueva amante -Dora Maar- y eso le gustaba aún más. Disfrutaba cuando los demás veían que tenía una musa romántica, y adoraba que vieran que tenía a espuertas.

Marie-Thérèse Walter, la amante de Picasso.

Otra anécdota. Maar y Walter coincidieron una vez en el estudio del artista. La joven pidió a Dora que se fuera de ahí, y él siguió pintando mientras las dos discutían. Cuando Walter le dijo a Picasso que una de las dos se tenía que ir, que eligiera, él contestó que tenían que discutirlo por su cuenta, y empezaron a pelear. Más tarde, el pintor recordó que era una decisión difícil de tomar, porque Walter era gentil y dulce y hacía todo lo que Picasso le pedía, pero Dora era inteligente. El artista se referiría a este episodio, a esta pelea, como uno de sus "recuerdos más preciados".

Maar y la política

La relación entre Picasso y Marie-Thérèse Walter llegó a su fin cuando el pintor malagueño encontró otra musa -aunque en la cabeza, ella nunca superó esa etapa y se acabó suicidando poco después de la muerte del genio-. La nueva mujer que movía ahora sus pasiones era la fotógrafa surrealista Dora Maar, una persona muy interesante, que ha pasado a la posteridad, aunque demasiado circunscrita a la figura del hombre que siempre la eclipsó.

A Dora Maar, Picasso siempre la retrató de una forma mucho más oscura que a la vívida Walter. Maar es la mujer que llora lágrimas de cristal, deformada y horrorizada por la guerra. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, cabe la posibilidad de que la fotógrafa haya influido en el pintor mucho más que las demás, a las que sólo suaba para sus propósitos y que parecían resbalar por su vida por puro interés acumulativo. Maar no, Maar caló.

Dora Maar, fumando un cigarro.

Ella, militante de izquierdas, acabó sacando a Picasso de su programado carácter apolítico, a lo que le ayudó la Guerra Civil de España, que horrorizó al pintor. Ella le buscó un taller lo suficientemente grande como para pintar el Guernica -que hizo en blanco y negro inspirado por las fotografías de ella-, le retrató haciéndolo, y empezaron a aparecer motivos políticos en sus cuadros. A saber: la mujer que llora tiene aviones que bombardean en el ojo.

Fue Maar la que le dijo a John Richardson, años después, que Picasso cambiaba de estilo cada vez que cambiaba de amante. Y no pudo saberlo mejor, a fin de cuentas, ella misma había estado viviendo esa situación: Picasso llegó a pintar a una mujer cuya mitad de la cara era Walter y la otra mitad era Maar.

El autor británico también recoge en su libro algunas cartas que Maar escribe a Picasso. La lectura de las misivas encoge el alma. A pesar de que estaba siendo maltratada por él, ella se representa a sí misma una persona altamente dependiente, sin amor propio, que pide perdón por discusiones en las que, a fin de cuentas, ella tenía razón. Esa relación la llevó a rozar la locura, si es que no se hundió directamente en ella a ratos.

Dice Richardson que, además de prolífico, no sólo tenía una genialidad artística desmedida, sino también inteligencia. Esa era su arma. Eso le convertía en una persona manipuladora. A pesar de su encanto de primeras, al toque se convertía en un monstruo emocional que tenía la necesidad de humillar, tanto en la vida como en el arte. Y ahora que ya no quedan en pie ninguno de los protagonistas de esta historia, lo que sí prevalece es todo lo que hizo con ellas. Basta con ir a un museo y verlo. El arte es largo, la vida breve.

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