Tras ser coronado rey de Portugal, Felipe II tenía bajo su poder uno de los imperios más grandes de todos los tiempos. Sus posesiones ocupaban parte de los cuatro continentes conocidos, lo que implicaba que, en tan amplios territorios, los problemas se sucedieran.
Pero quizá el conflicto que más quebraderos de cabeza dio al Rey fue el que causaba un pequeño rincón de Europa, considerado por muchos como el gran culpable de que el Imperio Español acabará sucumbiendo: Flandes, ya que los ingentes recursos económicos y militares necesarios para mantener a raya a los rebeldes de esta región provocaban que España desatendiera otros territorios y asuntos.
Gracias a estar en medio de las grandes rutas comerciales entre el Atlántico, el Báltico, Europa e Inglaterra, su comercio, su banca y especialmente su producción textil, llevaron a Flandes a ser una de las zonas más ricas de todo el continente y a que estas provincias anhelaran la independencia del imperio ultracatólico de Felipe II.
La Guerra de los Ochenta Años, más conocida como la Guerra de Flandes, enfrentó a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos contra España y finalizó el año 1648 con el reconocimiento de su independencia. Durante esta guerra, aquellas provincias hoy conocidas como Países Bajos, se hicieron con la principal plaza de la monarquía española en ultramar, Salvador de Bahía, hasta que uno de los mejores marinos de la época, los expulsó junto a una de sus mayores flotas: Fadrique de Toledo Osorio.
Objetivo: Salvador de Bahía
En 1621, los holandeses creaban la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales con unos objetivos muy claros: expandir el comercio holandés en aguas de dominio español y hacerse con territorios en Brasil, una región rica en materias primas necesarias para sus intereses económicos. Por ello, San Salvador de Bahía se convirtió uno de sus principales objetivos.
La que era entonces capital administrativa de Brasil, había sido fundada en 1549 por Portugal, era el centro neurálgico del comercio de caña de azúcar y de esclavos en la región y además era la sede del obispado brasileño. Tras la incorporación de Portugal a la corona española, en 1581, la ciudad siguió desarrollándose como un gran productor de tabaco, palo de Brasil o algodón, convirtiéndose en un núcleo de vital importancia para los intereses hispánicos.
Para su conquista, los holandeses armaron una fabulosa flota de 35 navíos y 6.500 hombres, bajo el mando de Jacob Willekens, que partió de los Países Bajos el 22 de diciembre de 1623. Los planes holandeses no tardaron mucho en ser descubiertos por espías españoles que hicieron llegar la noticia a la corte de Madrid, donde el conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, no les dio crédito, algo que sí hizo el gobernador de la ciudad brasileña, Diego Mendoza Hurtado, quien reforzó las defensas construyendo el fuerte de San Marcelo, que se sumaba a los dos ya existentes en los extremos de la bahía, San Felipe y San Antonio, y a otros dos más con los que contaba la ciudad, aunque poco podrían hacer ante una fuerza de tal tamaño.
El 8 de mayo, la flota holandesa apareció frente a Bahía y dos días después la ciudad ya había caído. La población huyó despavorida mientras se saqueaba la plaza, que no fue incendiada ni destruida, ya que los invasores pretendían quedarse con ella.
Apenas un par de semanas después, ya se enviaban cargamentos de mercancías rumbo a Holanda, mientras comenzaron a ser acosados por guerrillas locales encabezadas por el obispo de la ciudad, Marcos Teixeira, que había huido durante el asedio tierra adentro, reuniendo bajo su mando una fuerza de 1.400 portugueses y 250 nativos con los que construyó fortificaciones y organizó emboscadas en los bosques, impidiendo a los holandeses ampliar sus dominios o hacer acopio de provisiones, reteniéndolos en el perímetro urbano de la ciudad.
El mejor marino de su época
Cuando la noticia de la ocupación llegó a la corte española, a comienzos del mes de agosto, se decidió dar un contundente mensaje a sus enemigos, por lo que se organizó en tan solo seis meses una formidable fuerza expedicionaria a la cual se confió su mando al mejor marino de su época: Fadrique de Toledo Osorio.
Fadrique era hijo de Pedro de Toledo, V marqués de Villafranca del Bierzo y capitán general de las galeras de Nápoles, donde nació el 30 de mayo de 1580. Siendo todavía un adolescente comenzó a servir en las armadas del Rey como piquero, pasando más adelante a embarcarse en la flota de galeras de su padre. La valentía e inteligencia demostrada en los combates con turcos y berberiscos, le valió para que, en 1617, fuera nombrado capitán general de la Armada del Mar Océano, la flota atlántica permanente del imperio español.
En 1621 se enfrentaría, al frente de una pequeña flota de 8 navíos, en el Estrecho de Gibraltar, a una escuadra holandesa que se dirigía al Mediterráneo compuesta por un centenar de barcos, 31 de ellos galeones de guerra, haciéndolos huir. En recompensa por tan valerosa acción, el Rey le otorgó el título de Capitán general de la gente de guerra del Reino de Portugal.
Ese mismo año reunió una flota de 34 galeones de guerra para bloquear varios puertos españoles a otra expedición holandesa que se estaba creando en Marruecos, motivo por el cual tuvieron que abortar sus planes.
Por todo ello, cuando el Rey quiso conformar una flota para recuperar San Salvador de Bahía, Fadrique, recién nombrado marqués de Valdueza, fue su mejor opción. La expedición partió de Cádiz el 14 de enero de 1625, llegando a Cabo Verde a comienzo de febrero desde donde, tras una semana acopiando agua, víveres y pertrechos, partieron rumbo a las costas brasileñas.
La flota más poderosa del momento
La mañana del 29 de marzo de 1625, con los estandartes y banderas al viento y las cubiertas adornadas, una magnífica Armada, la más poderosa organizada por España desde la “Grande y Felicísima Armada”, entraba en la bahía de San Salvador. La vista era imponente ante la mayor fuerza naval que jamás hubiese cruzado el océano Atlántico y cuyo frente de combate se extendía 6 leguas sobre el mar (casi 30 kilómetros): 52 barcos, 1.185 cañones pertenecientes a las Armadas del Mar Océano, del estrecho de Gibraltar, de Portugal, de Vizcaya, de Nápoles y de las Cuatro Villas. Embarcados iban 12.563 soldados asignados en 5 tercios de infantería, las unidades de élite del ejército español.
Los holandeses habían reforzado las defensas, situando en ellas abundante artillería y además contaban con 18 buques fondeados, además de esperar refuerzos desde Holanda, que habían sido solicitados semanas antes. Fadrique, al frente de sus soldados, comenzó el desembarco de tropas el 31 de marzo, dejando su flota desplegada en media luna abarcando todo el ancho de la bahía para impedir cualquier ayuda por mar a los holandeses y la huida de sus barcos fondeados.
El 2 de abril, las fuerzas de asedio ya habían recuperado todos los fuertes de la bahía, por lo que los holandeses no tuvieron más remedio que abandonar sus posiciones y buscar refugio en la ciudad. El 28 de abril, tras casi un mes de asedio, pidieron negociar la rendición.
San Salvador de Bahía había sido recuperada.
La flota de refuerzo holandesa, compuesta por 34 navíos y más de 6.500 hombres, lo que da una idea de la importancia que aquella plaza tenía para sus intereses, había partido de los Países Bajos en diciembre de 1624 llegando a la boca de la bahía el 25 de mayo de 1625, ordenando Fadrique que se les permitiera la entrada y que no se abriese fuego sobre ellos para atraerlos hacia el interior de una trampa sin escapatoria entre la flota española y los fuertes de la bahía, que habían sido reforzados convenientemente con más artillería.
Pero en cuanto los invasores fueron conscientes de que la ciudad ya estaba en manos españolas huyeron por donde habían venido. Los de Fadrique desistieron de la persecución debido a que uno de sus galeones encalló cuando habían comenzado la caza. A pesar de todo, Sin llegar a enfrentarse con nadie, la flota holandesa perdió más de 1.000 hombres debido a las enfermedades.
Los españoles, tras preparar su Armada y dejar la ciudad guarnecida y con las defensas recompuestas, partieron con la esperanza de encontrar a los holandeses, pero no lograron dar con su paradero, por lo que pusieron rumbo a Cádiz, a donde llegarían justo cuando Inglaterra y Holanda intentaban hacerse con la ciudad, la cual, gracias a este providencial refuerzo, pudo defenderse con éxito.
Los celos que mataron a un héroe
Mientras tanto, Fadrique de Toledo Osorio, continuó con su labor bélica en nombre del Rey, con grandes victorias y éxitos, como la conquista de la isla de Nieves, ocupada por corsarios, o la de San Cristóbal, en la cual franceses e ingleses habían levantado dos fuertes defensivos.
Pero las exitosas campañas de Fadrique despertaron los recelos y la envida del valido del Rey, el conde-duque de Olivares, pues el Monarca no había ocultado su satisfacción y admiración por los servicios del marino. En 1633, para organizar su vida privada y con la salud mermada, se le permitía ser relevado en el mando de la flota, pero el conde-duque le ordenó al año siguiente que se pusiese al frente de una nueva escuadra para recuperar Pernambuco de manos holandesas, una orden que Fadrique desobedeció aduciendo la improvisada y escasa fuerza naval que se ponía a su disposición.
Ante esta negativa, Olivares ordenó su detención y el inicio de un procedimiento sancionador, pero mientras se realizaban las diligencias judiciales, Fadrique cayó gravemente enfermo en su celda del castillo de Santa Olalla del Cala, en Huelva, por lo que se acordó permitirle el arresto domiciliario en Madrid, donde fallecería el 11 de diciembre de 1634.
De manera póstuma fue condenado a pagar 10.000 ducados de multa, el pago de costas y a la privación de todos los títulos, mercedes y encomiendas además de ser inhabilitado para ejercer cualquier cargo público. Tanto debió molestar al conde-duque que Fadrique falleciera sin sufrir la humillación y el castigo que con tanto ahínco había planeado, que prohibió su entierro público y el acompañamiento del cadáver a la iglesia, pero no pudo impedir que el día de su entierro todo Madrid saliera a la calle a despedir al mejor marino de su época.
Tras la destitución de Olivares, se rehabilitó su memoria, sus méritos fueron debidamente reconocidos y se reintegraron a su familia los honores y dignidades que a lo largo de su vida había alcanzado y que la envidia le había arrebatado.
Todavía en la actualidad, 1625 es considerado el Annus Mirabilis español, una gran racha de victorias (Fadrique contribuyó con dos) que supusieron el culmen del poder del Imperio español: la expulsión de los holandeses de Bahía, el sitio y la toma de Breda, el fallido intento anglo-holandés de conquistar Cádiz, la exitosa defensa de San Juan frente a los holandeses y el socorro de Génova. Dios era español, se decía. No sabían que aquellos eran los últimos estertores de un imperio que ya estaba herido de muerte.