A Julio Anguita le ha dado vidilla que la llamada “nueva izquierda” lo haya vuelto a poner de actualidad, en un fulgurante ejercicio de memoria histórica en directo. Como Aznar no ha terminado de desaparecer y Mario Conde sigue eternamente camino de la cárcel, se puede afirmar que los noventa están otra vez aquí. (El gran relato de la década fue American Psycho, y lo tenemos también: encarnado en Donald Trump).
Lo paradójico en el lifting o photoshop de las ideologías es que no es el viejo el que rejuvenece, sino los jóvenes los que envejecen. Por pura magia simpática, y nunca mejor dicho respecto a esta izquierda que se pone ahora guay para venderse. Nuestros comunistas han cambiado las hoces y los martillos por los corazoncitos -unos corazoncitos con dulces pigmentos republicanos-, que a mí me traen a la cabeza al infartado de su exlíder. Anguita se recuperó, para alegría de todos, pero la lección soterrada es que el corazón es un órgano frágil. No conviene darle demasiados meneos electorales (y si son revolucionarios, aún menos).
En aras de la lucha de clases, un hombre serio y sobrio como Anguita se expone estos días a babas, mocos y lágrimas: los flujos demasiado humanos de la política sentimental. El espectaculito de Pablo Iglesias lloriqueando en su presencia no se había visto en televisión desde la muerte de Chanquete; y eso que este Chanquete en cuestión está vivo. Eso sí, de su fe ¡no los moverán! Pues el que se mueve corre el riesgo de aprender de los errores de la historia, y eso en el comunismo se lleva chungo.
Si con el lacio Garzoncito teníamos al curita, con el carismático Anguita volvió el obispo. Un obispo indudablemente califal; aunque más que casulla o chilaba, lo que lleva es un chándal in pectore, según la moda de sus admirados Castro y Chávez. Con él volvió además -todo hay que decirlo- la sintaxis. En nuestra desmadejada política, donde el anacoluto abunda tanto como la corrupción, son reconfortantes -como flores raras- sus construcciones verbales.
Aunque es en su discurso bien construido donde anida el problema. Su relato acabado, perfecto, sin flecos, incuestionablemente seductor, ofrece un sentido simple que, como todos los sentidos simples, resulta insuficiente para este mundo complejo. Como buen utopista, proyecta un futuro con instrucciones para llegar a él; pero quienes se pongan a ello se encontrarán con que -al contrario de lo que pasa con los muebles de Ikea- faltan tornillos, e incluso tablones. Y corren el riesgo de que lo que resulte no sea una estantería, sino una jaula... Esto no es algo que pueda pasar, sino que ya ha pasado muchas veces. Los profetas de la “nueva política” no lo son del futuro, sino del pasado.