Nacionalista es el que se queja de que no se sabe pronunciar Puigdemont al tiempo que pronuncia Madrit. La culpa en el ojo ajeno, siempre. A mí me parece bien que cada cual pronuncie como quiera; no soy nacionalista y por lo tanto no soy censor, ni inquisidor. Pero con Puigdemont deberíamos hacer el esfuerzo, porque, como ya se dijo, en su caso pronunciar Putschdemont es una maravillosa manera de ajustar fonética y contenido. El putsch catalanista, ese 23-F estelado. De buen rollito, eso sí. Al fin y al cabo, es contra los españoles, esos fachas por definición.
El narcisismo del nacionalismo catalán al fin ha encontrado un personaje a la altura. Jordi Pujol no daba la talla: solo podía aspirar a encarnar un narcisismo emocional, conceptual, intelectual si se quiere (¡y pido perdón a las pescaderas!). Artur Mas era más propicio para el escaparate, aunque su aspecto de señora podía causar algún cortocircuito en la sexualidad (siempre anal, así lo dice el psicoanálisis) de sus correligionarios. Con Carles Puigdemont, en cambio, se ha hecho un fichaje facial con un éxito televisivo ya contrastado en medio mundo: el de Jaime Bayly.
Nacer en un pueblo de Gerona con cara de peruano debería vacunar contra el nacionalismo y hacer abrazar un internacionalismo amoroso, aunque fuera amoroso para con la propia jeta. Pero no. En algún punto biográfico del nacionalista se produce un esguince moral que lo deja todo convertido en boina por dentro. Por fuera puede que aparezca Jaime Bayly, pero más allá del flequillo se oculta un Paco Martínez Soria interior. (Con las particularidades folclóricas del terruño correspondiente, claro está: que los folclorismos son muy exclusivistas). Ese flequillo, de hecho, es la gran ventaja nacionalista de Puigdemont, en tanto tapón de las esencias ceporras: nada del mundo se colará en sus ojos por el entramado cuatribarrado de pelos.
Puigdemont anunció el domingo que no se iría de vacío de La Moncloa, cuando la visitara el miércoles. Quizá fue entonces cuando Rajoy decidió regalarle algo, y lo más desagradable que se le ocurrió fue un libro. Que resultase ser el Quijote era solo cuestión de detalle; sin duda a Rajoy le sonaba porque ha oído algo estos días. Puigdemont, por su parte, lo habrá leído (o picoteado) al revés: como un libro de caballerías literal, con gigantes españolistas y no molinos. (En el mito de Sant Jordi, por cierto, para mí el dragón sería el nacionalismo: el que oprime a un territorio real, complejo, en aras de una idea abstracta y simplificadora).
En la entrevista de Ana Pastor, Puigdemont estuvo superagradable. Se sentaba en una silla de diseño que era purita Europa: como signo de que allí no se cocía un fascismo normal, sino un fascismo avanzado, guay, telegénico. Un fascismo de momento en ciernes, porque persiste una cierta contención legislativa y de costumbres. Aunque con todos los ingredientes ya en la sartén, y algunos crepitando, como los desfiles con antorchas, los insultos y agresiones, las campañas mediáticas o la tala de cipreses de Boadella. Su "de la ley a la ley" es, como ha dicho Arcadi Espada, no un camino de salida del franquismo, sino de regreso a él; o como mínimo, de agresión a lo que ya no es dictadura, sino democracia.
Porque no sería "de la ley a la ley", claro. Puigdemont dijo una cosa muy parecida a aquella de Mas de que no les pararán tribunales ni constituciones. Todo muy avanzado menos el discurso: puramente retrógrado.