Me ha encantado saber, por nuestra Ana Romero, que al carácter impulsivo de doña Letizia su entorno de Zarzuela lo llama “espontaneidad”. Con el propósito de limarlo, o limarla. Al final, lo de meterse a reina era una vía ascética: un camino de perfección para elevarse a la conciencia desde lo incontrolado. En términos de autoayuda, resulta que casarse con don Felipe servía para lo mismo que meterse a carmelita descalza (aunque con autorización para calzar unos Manolo Blahnik) o, a nivel barato, que seguir las instrucciones de Paulo Coelho.
El mensajillo de octubre de 2014 a López Madrid se puede interpretar, en esa gincana de mejoramiento, como un tropezón. La dichosa espontaneidad volvió a brotar, pese a los esfuerzos por domesticarla, y ha terminado llegándonos en este minicaso de letileaks (o, como dice también Ana Romero, de “incontinencia electrónica”). Pero en el mundillo de la autoayuda se sabe que gracias a los errores, trabajando con ellos, se puede alcanzar un grado mayor de perfección. Como hemos conocido después, aquellas palabras al “compi yogui” terminaron siendo de despedida. Se avanzó un paso hacia la solitaria santidad. La Zarzuela como Cartuja.
La filtración no se sabe de quién ha sido. Algunos dicen que detrás está Rajoy, que habría querido vengarse del rey por mantenerlo en la postura yóguica del cadáver después de haberle permitido a Sánchez hacer sus salutaciones al sol. Pero lo más raro es que la filtración de los mensajes de doña Letizia se ha producido casi a la vez que la de un informe interno de Podemos en que el partido se autodiagnostica “falta de elementos plebeyos” en su merchandising electoral. Los analistas seguramente lo pusieron para adular a su líder; pero el filtrador ha dejado ahí una insidiosa conexión, siquiera estética, entre la reina y Podemos: como si ella fuese justo lo que este necesita...
Por otro lado, según ha escrito Ferrer Molina, subdirector de EL ESPAÑOL, “lo grave de los SMS es que la gente puede ponerse de puntillas sobre ellos para asomar la nariz en Palacio”. Y justo eso es lo que a mí me ha gustado: olisquear (pese al olorcillo a merde). Siempre me reconforta ver (¡por resentimiento social, sin duda!) las servidumbres de nuestros poderosos en materia retórico-afectiva. Esas jabonosidades que, ciertamente, delatan más la influencia de Paulo Coelho que de Santa Teresa de Jesús: “Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos”. Hay que celebrar, con todo, que la retahíla no desembocase en “te quiero un huevo”. Una espontaneidad que sí que hubiese resultado irreversible.