Nadie quiere hablar en Son Banya. Hay una especie de acuerdo en el poblado. Ni la Asociación Gitana Los Churumbeles ni el patriarca Juan Amaya ni el presidente del asentamiento ni los vecinos. Todo es silencio en Son Banya.
No iba a ser así. Días antes de visitar este poblado a las afueras de Palma, una portavoz de Los Churumbeles nos decía por teléfono, rozando el entusiasmo, que podía visitar el asentamiento para denunciar las nefastas condiciones de vida de sus habitantes. Los Churumbeles es una asociación de mujeres gitanas que se han erigido en los últimos meses como portavoces de los problemas sociales del lugar.
Unos días después, en una segunda llamada telefónica y a punto de aterrizar en Mallorca, el mensaje era muy distinto.
–No vamos a hablar.
–¿Por qué? ¿No queréis que se conozca la situación del poblado?
–Sí, pero más adelante. Ahora no vamos a hablar.
–¿Más adelante cuándo?
–Después de las elecciones. No vamos a hablar hasta después de las elecciones.
A la entrada del poblado, un operativo de la Policía Nacional hace controles a los vehículos que acceden y abandonan el lugar. "No entramos. No por nada ¿eh? Pero si entramos se puede montar follón y no tiene sentido", dice un agente. Así que se quedan a las puertas, a unos 50 metros de las primeras barracas, donde se divisa a adolescentes sentados y niños jugando entre desperdicios.
Las miradas se alzan y los curiosos se acercan cuando nos aproximamos a las casas. Otros, en cambio, se esfuman en cuestión de segundos. Se impone aclarar nuestro estatus: "No somos policías, venimos a escribir sobre las malas condiciones que padece Son Banya". El primer vecino responde: "Yo me dedico a la chatarra ¿eh?", y sube las manos, con un gesto de 'a mí que me registren'.
Después preguntamos por Juan Amaya, elegido patriarca el pasado mes de abril en sustitución de Gabriel Cortés Radó, alias El Pelón. A Amaya le llaman el alcalde y un niño con una camiseta raída del Real Madrid sale corriendo en su busca después de obedecer una orden acompasada con una colleja. El alcalde hace aparición. Alrededor ya son 30 o 40 los curiosos que se arremolinan.
“No, no vamos a hablar, ya os lo dijeron Los Churumbeles”. Amaya insiste y vuelve a referirse a las elecciones. "Déjame tu teléfono y te llamamos después de las elecciones". A pocos metros del corrillo descansan dos coches calcinados junto a un descampado sembrado de jeringuillas.
Cualquier otro palo que se toca resulta inútil. Hay una suerte de pacto de silencio en el poblado. Un mando de la Policía Nacional de Baleares arroja luz sobre el asunto y plantea una hipótesis: "Me da la impresión de que algún partido les ha dicho que nada de prensa hasta después del 20-D. Y a cambio les habrán ofrecido algo, algún arreglo. Incluso dinero. Esto no es nuevo aquí".
Una trabajadora social que colaboró en Son Banya añade combustible. Explica que durante los muchos años que trabajó en el poblado y vio cómo los partidos mallorquines manejaban los intereses del asentamiento: "En varias elecciones, los partidos han enviado un autobús al poblado para llevar a la gente a votar y en los autobuses iban las cajas con las papeletas ya preparadas".
En el Ayuntamiento de Palma gobierna el PSOE en coalición con MÈS y Som Palma pero la trabajadora social es clara: "Lo han hecho todos los partidos aquí y lo siguen haciendo".
Que Son Banya lo manejan a su antojo los políticos locales lo saben muchos trabajadores de las administraciones mallorquinas. A nadie parece extrañarle el silencio de los vecinos. Nunca, sin embargo, se ha dado el paso de documentar estos movimientos. Lo único que es posible afirmar en este caso es que se niegan a hablar "hasta después de las elecciones".
Hay también otra certeza: que entre silencio y silencio, entre votación y votación, Son Banya sigue sumida en la marginalidad y en la miseria. Así llevan casi 50 años.
El despegue
Son Banya nació como una buena intención. Decenas de familias de la isla vivían en condiciones insostenibles en los años 60. El Gobierno decidió construir un asentamiento junto al aeropuerto mallorquín con casas humildes pero de calidad. Era una solución temporal. La idea era realojarlos en pisos al cabo de pocos años.
En 2015 Son Banya sigue en pie con 400 personas, todas ellas de etnia gitana. Viven en casas que ya no son humildes ni de calidad. Ni siquiera son casas: son viejas barracas sin servicios donde se amontona la miseria.
Los problemas de verdad empezaron en los 80, cuando llegó la droga. Son Banya degeneró y a los problemas sociales se unieron los de seguridad: se disparó la delincuencia y decenas de familias decidieron dedicarse al narcotráfico. En los 90 el poblado era ya un foco de problemas: pobreza, niños sin escolarizar y toxicómanos que se dejaban la vida entre las chabolas.
“Lo dejaron de la mano de dios”, cuenta un trabajador social de la ciudad. “Fue como si la Administración decidiera que aquello no tenía solución y concluyera apartar Son Banya de la agenda. Meter el asentamiento debajo de la alfombra”. Ahí debajo sigue.
Son Banya es hoy un poblado de forma triangular con cuatro hileras de barracas. Está rodeado por un muro que reduce el acceso a un único camino de asfalto. Las barracas son de un blanco gastado por la suciedad y las pintadas, con tejados de uralita y remiendos por todas partes: cables de la luz que se enredan, ventanas tapiadas y plásticos que hacen de toldos.
En las tres calles paralelas que se forman sobre el asfalto levantado, se amontonan neveras abandonadas, viejas bicicletas, neumáticos y todo tipo de desperdicios entre los que discurren ratas del tamaño de un conejo. En el descampado de enfrente, entre los dos coches calcinados, hay un viejo sofá abandonado.
Al lado, en una explanada que desempeña el rol de cancha de fútbol, los niños corren detrás de un balón deshinchado. Están a unos 300 metros de la pista de despegue del aeropuerto. Cada 10 minutos un avión sobrevuela con estruendo las casitas. Un toxicómano que entra en el poblado arrastrando un cubo de basura ignora el rugido de los motores.
Llorar en Son Banya
La primera vez que Victòria Fullana entró en Son Banya acabó llorando. Trabajó como voluntaria en el poblado durante más de cinco años y todo comenzó con un impulso. “Decidí que tenía que conocer aquello”, cuenta en su casa de Palma. “Un día, sin pensarlo, cogí el coche y fui. Iba muerta de miedo, no sabía por qué lo estaba haciendo, pero algo me empujaba a seguir”.
Lo primero que Victòria vio al llegar fue una puerta sobre la que se leía una pintada: bar. Entró y el hombre que estaba detrás de un amago de mostrador ni siquiera saludó. “Aquí no se vende droga”, dijo. Victòria explicó que no buscaba droga y pidió un agua. “No hay agua”, respondió el vecino. Se hizo el silencio. “Me quedé en blanco. ¿Cómo le podía explicar a ese hombre lo que quería, que quería conocer ese lugar?”. Superada por la situación, Victòria rompió en lágrimas. “No podía parar”, recuerda. Entonces sí, el hombre le sirvió un agua.
Otro vecino le indicó cuál era la casa del patriarca, el mencionado Gabriel Cortés El Pelón. “Una vez en su casa seguí llorando, así que la mujer de El Pelón me preparó una tila”. Después de aquel primer contacto, Victòria estaría años ayudando, peleando y haciendo ruido para que Palma abriese los ojos y ayudase a Son Banya. “Fue un poco como darse contra una pared, aunque se consiguieron muchas mejoras”.
Entre los años 2008 y 2011 el Ayuntamiento de Palma desahució a varias familias y derribó sus chabolas, ofreciendo a cambio pisos que, según los habitantes de Son Banya, no podían pagar ni mantener. Una trabajadora social municipal actualmente en activo asegura que el realojo sin más no es una solución, y que se precisa un seguimiento y un plan de inserción para evitar que regresen al poblado.
En realidad eso fue lo que pasó: sólo 15 familias aceptaron abandonar Son Banya. El resto rechazó los pisos y sigue a día de hoy en el asentamiento. De fondo hay una innegable y estridente motivación: el rentable negocio de las drogas.
El negocio de la droga
Un Audi azul de gran cilindrada entra en Son Banya. Avanza decidido entre escombros y se pierde en el interior del poblado. “El que conduce es barrendero”, cuenta un agente de Policía. Después sonríe. “No es broma. Trabaja de barrendero. No sé si hará algo más por otro lado”.
Según la Policía Nacional, el 90% de las familias de Son Banya se dedican, directa o indirectamente, al negocio del narcotráfico. “Unas 22 familias venden y el resto se dedican a vigilar, transportar, cortar, empaquetar… No tienen otra salida”, cuenta un mando policial que prefiere no revelar su nombre.
Victòria Fullana discrepa de los datos que maneja la Policía. “Las familias que se dedican a la droga son una minoría y el resto lo padecen”, afirma. El debate parece recurrente. Por un lado, la teoría que perpetúa el estigma de Son Banya como supermercado de la droga. Por otro, el intento de no demonizar a todos sus vecinos.
Lorenzo Marina, periodista de sucesos de Diario de Mallorca, sintetiza: “Hay familias de primera y familias de segunda. Los clanes de narcotraficantes viven en la opulencia mientras que los que no trafican están en la miseria. ¿Te crees que hay ratas en las chabolas de los narcos?”.
Es una de las curiosidades de Son Banya. Los clanes de la droga tienen numerosas propiedades fuera del asentamiento, incluidas casas y hasta mansiones. Pero eligen seguir viviendo en el poblado. Allí está el centro de operaciones. “Saben que allí están más o menos seguros”, explica Lorenzo Marina.
La Policía no entra a no ser que hagan un operativo especial, así que tienen todo organizado para la compraventa. "Más allá de Son Banya", continúa Lorenzo, "poseen una red de propiedades y testaferros complejísima. Lo tienen mejor montado que Iñaki Urdangarín, al que pillaron enseguida”.
El poder de los clanes de la droga ha desdibujado la estructura social del poblado. Normalmente, el patriarca es el que manda y decide en las comunidades gitanas, pero en Son Banya la droga ha enredado el organigrama en favor de los clanes.
El último patriarca con peso específico fue el Tío Quico, un líder gitano a la vieja usanza que mantenía a raya Son Banya. Su hijo y sucesor, El Pelón, se vio superado por las familias que traficaban. “A diferencia de otras sociedades gitanas, aquí los clanes de narcos van a su bola. No atienden al jefe”, explica Lorenzo Marina.
El papel de El Pelón se redujo a mediador y su autoridad terminó diluida. En un programa de investigación de La Sexta emitido en marzo de 2013, unos periodistas se citan con El Pelón en el poblado, donde los recibió en su casa. En pocos minutos, decenas de vecinos rodearon la vivienda y entre gritos y alguna piedra obligaron a los reporteros a huir a la carrera.
Una de las recriminaciones que se escuchó fue clara: “¡Ya no es nuestro patriarca!”. El último en tomar el mando ha sido Juan Amaya, El Alcalde, cuyo rol parece ser igual de limitado que el de su antecesor.
A la cola
“He llegado a ver colas de coches a la entrada del poblado que llegaban hasta el Carrefour”. Lo cuenta un vecino de Palma y la distancia que describe es de unos 800 metros. Casi un kilómetro de coches esperando para comprar cocaína.
“Aquí en Palma -prosigue el vecino- todos saben que Son Banya es el lugar para comprar la droga. La gente se reconoce y hasta se saludan mientras esperan. Yo he escuchado: 'no se lo digas a mi mujer ¿eh?”.
Según datos policiales, una media de 825 vehículos visitan cada día el poblado, dejando unos 80.000 euros al día. Son Banya surte de cocaína y heroína a una isla donde, especialmente en verano, se consumen grandes cantidades de droga. Más allá de los yates, discotecas, raves y famoseo, Mallorca cuenta con un patio de atrás en forma de proveedor que se llama Son Banya.
Los clanes que manejan el asunto son peligrosos. En los últimos años han tenido lugar tiroteos y ajustes de cuentas. Es recordado el ocurrido en el año 2000, cuando dos ciudadanos chinos que entraron en Son Banya para vender cocaína, aparecieron muertos y quemados. “Yo cuando llegué aquí pasé miedo. Tenía miedo cuando veníamos a Son Banya”, confiesa un agente a la entrada del poblado.
La Policía no entra. Sólo lo hace cuando llevan a cabo una redada organizada. “De vez en cuando hacemos controles a la entrada. Les tocamos las narices. Esperan a que nos vayamos y siguen al tema, a vender. Llevamos así años. No sirve de mucho, pero es una manera de tener la droga controlada, focalizada en un punto", explica un agente.
Las barracas conforman un laberinto de pasadizos que se comunican entre sí. Un vendedor puede entrar por una puerta y aparecer en una casa al otro lado del poblado. “Es muy difícil sorprenderlos con la mercancía. En cuanto entramos, desaparecen”, cuenta un policía. Por eso el factor sorpresa se antoja clave.
El año pasado la Policía Nacional y la Guardia Civil llevaron a cabo una redada en Son Banya ocultos en furgonetas de Emaya, la empresa municipal de aguas y alcantarillado de Palma. Algunos agentes incluso iban vestidos de limpiadores. La operación fue un éxito, pero se generó una gran polémica tras las quejas de los trabajadores de Emaya, que denunciaron represalias y que, desde entonces, tienen que entrar a limpiar en el poblado escoltados.
El clan del Ove, El Moreno, La Luisa, El Kung Fú o Los Andújar son algunos de los clanes más poderosos actualmente. Eso sí, en la Policía insisten en que la actividad es menor que hace 10 años. Si entonces en Son Banya se movían siete kilos al día, hoy no pasa de los dos. Una de las razones tiene que ver con la diversificación: el poblado ya no es un monopolio y otros barrios, especialmente Son Gotleu, albergan a narcotraficantes. La otra razón que explica la menor actividad -y tal vez la más convincente- es la caída de La Paca. La narcotraficante más poderosa que ha conocido Mallorca.
'La Paca'
Los 90 conocieron la época más dura de Son Banya. Los agentes llegaron a encontrar a "niños de prueba" en el poblado. Chavales de 12 o 13 años a los que le daban a probar la heroína para saber si era buena. Cuando los chavales se convertían en adictos, eran encadenados para controlar sus crisis de abstinencia. La Policía tuvo que rescatar a alguno de ellos y entregarlo a servicios sociales.
Fue en aquellos años cuando una secretaria judicial que participaba en una redada fue secuestrada. La metieron en una casa en un momento que los agentes bajaron la guardia y ahí estuvo contra su voluntad un día entero. Era una época en la que Son Banya plantaba cara a las autoridades. “Muy duro”, cuenta Antonio Cerdà, comisario de la Policía Judicial de Palma. “Cuando había algún operativo ponían barricadas y disparaban”. Hoy, y según la Policía, apenas hay algunas escopetas y rara vez se producen tiroteos.
La Paca estaba al frente en aquel convulso período. Francisca Cortés Picazo (sobrina del histórico Tío Quico) era la jefa del clan más poderoso que han conocido las islas. Su grupo movía millones de euros y decenas de kilos de cocaína y heroína. En 2013 fue detenida en la mayor redada vista en Son Banya. Más de 200 agentes de la Guardia Civil (muchos de ellos provenientes de Madrid y Valencia, ya que no había suficientes en Mallorca), irrumpieron en el poblado apoyados con un helicóptero.
El despliegue de la llamada Operación Kabul fue de película y La Paca sucumbió. En su casa encontraron, en un zulo de su baño de mármol, 7 millones de euros en efectivo. “La Paca pagaba 18.000 euros al mes en el juzgado para estar en libertad durante el juicio”, recuerda el periodista Lorenzo Marina.
Fue absuelta ese mismo año tras quedar invalidadas unas escuchas policiales. Pero este año el Tribunal Supremo ha ordenado revisar su caso. En la misma situación está su hijo, apodado El Ico y una leyenda en los bajos fondos de Palma. Además de supuesto heredero del clan, El Ico es conocido entre los agentes por dispararles con una pistola de bolas cuando todavía era un crío. Ya de adolescente se pasó a las balas reales y le metió una en la rodilla a un portero de discoteca en El Arenal.
De aquella época lo recuerdan en la ciudad conduciendo un Ferrari sin carné. Después logró el permiso, le compró un modelo Hummer al entonces futbolista Samuel Eto'o y lo lució con una "L" en el cristal. Hoy insiste en erigirse como regenerador del poblado, aunque la justicia sigue pendiente de él.
Más allá del narco
Las familias que no se dedican al narcotráfico tienen en la chatarra y en las ayudas sociales su sustento. Una precariedad que convierte Son Banya en uno de los puntos con más carencias sociales de España.
El absentismo escolar es enorme. Antonia Roca, técnico municipal responsable de Son Banya, cuenta que al preguntar a una vecina por qué su hija no estaba en el colegio, ésta le respondió: “Ya fue dos veces esta semana”. La cultura escolar y laboral está bajo mínimos en este asentamiento. Casi la mitad de los adultos son analfabetos y casi ninguno posee el graduado escolar.
Los vecinos apenas salen del poblado, sólo para ir al médico. Un autobús pasa frente a Son Banya con una frecuencia de una hora. Los taxis ni se acercan. Hay constantes cortes de luz y el agua es fría. Se asean en barreños y la suciedad está por todas partes. Hace un año, la administración tuvo que llevar a cabo una desratización del asentamiento para terminar con los animales.
El ayuntamiento, tal y como explica Antonia Roca, trabaja actualmente en varios programas de formación laboral, escolar y alfabetización. También ofrecen becas a los adultos a cambio de que sus hijos asistan al colegio. Además, les dan un servicio de acompañamiento médico y asistencia de higiene y salud.
Son medidas destinadas a intentar la integración de un poblado olvidado. No parece, pero, que vayan a solucionar el escenario. Son ya casi 50 los años de desinterés por parte de los políticos baleares. Para el resto de la isla, Son Banya es sinónimo de droga y delincuencia y esto opaca el resto de problemas que existen en el poblado. Nadie ha tomado las riendas del asunto. Nadie ha hecho nada, más allá de poner autobuses con cajas de votos preparados a cambio de silencio.