La afición de Edwin Valero a guantear contra el rostro de sus semejantes comenzó cuando era sólo un chamito. Fue en su pueblo, Bolero Alto, en el estado venezolano de Mérida, no muy lejos de la vecina Colombia. Casi nadie llega hasta esta población de casas bajas y caminos de tierra que se encuentra entre los parques nacionales de Sierra Nevada, La Culata y Tapo Caparo.

Quienes conocieron a ese niño fibroso, canijo y envalentonado cuentan que al hijo de Eloísa y de Domingo le apasionó el boxeo desde pequeño. Aunque no exactamente como un deporte. El Inca, como otros grandes púgiles de la historia, comenzó a lanzar sus puños cuando se veía obligado a resolver cualquier entuerto con los otros niños de la calle.

Ahí, en la calle, dice Mario -un antiguo amigo de tropelías, escapadas del colegio y mamporros recíprocos- el pequeño Edwin probó el alcohol con 9 años y la droga a los 11. Y ahí, rememora el amigo, hoy ya un cuarentón mulato de barriga caída y camiseta blanca de tirantes, Edwin también empezó a darle velocidad a sus brazos, los mismos que años después le llevarían a convertirse en uno de los mayores ídolos deportivos de la historia de su país, en tótem dorado del chavismo y en una auténtica máquina de triturar oponentes dentro de un cuadrilátero.

Sacaba a pasear su puño izquierdo con tanta violencia y rapidez que viéndolo luchar algún locutor de televisión dijo que parecía tener un resorte motorizado dentro del brazo. 

Lo malo es que a menudo también lucía sus dotes de púgil en casa con su mujer, Jennifer, la niña que un día le encandiló al verla pasar por delante del gimnasio en el que entrenaba. Una vez le pegó tan duro que la llevó a la muerte, no sin antes degollarla. Ella tenía sólo 24 años. 

La mató el 17 de abril de 2010. Fue en un hotel. Tras asesinarla y asestarle tres puñaladas, el propio Edwin bajó al hall del establecimiento para confesar: “Llamen a la policía. He matado a mi negra”.

Sólo dos días después de aquello, Edwin se quitó la vida en los calabozos, dejando a sus dos hijos también sin padre. Con 28 años caía un hombrecaminodelmito presa de sí mismo y del demonio que le recorría por dentro cuando entraba en cólera, ya fuese subido al cuadrilátero o fuera de él.

En el ring, Edwin se sentía como en el sofá de su casa, cómodo. Nunca perdió ni uno de sus 27 combates. En 19 de ellos venció por KO en el primer round. En su carrera no conoció lo que era combatir más allá del segundo asalto hasta su combate décimo noveno, cuando se enfrentó al mexicano Genaro Trazancos. En los 18 anteriores, El Inca, como le apodaban por sus rasgos indígenas, noqueó a su rival en el primer asalto.

Suyo sigue siendo el récord mundial de victorias en el primer asalto. Su predecesor fue Young Otto, quien consiguió 15 KO’s de manera consecutiva. Fue en 1905, cuando el boxeo aún no se había profesionalizado.

En su siguiente combate, en una ya mítica velada de agosto de 2006 celebrada en Ciudad de Panamá, Edwin le disputó el título de campeón del mundo superpluma al panameño Vicente El Loco Mosquera. En el primer asalto El Inca a punto estuvo de tumbar a El Loco, quien le hizo hincar la rodilla hasta dos veces; una tercera le hubiera dado la victoria técnica, pero la pelea se alargó hasta el décimo round, territorio desconocido hasta la fecha para Valero.

El combate contra El Loco duró 43 minutos, incluida la presentación y los descansos. Nunca antes El Inca había pasado tanto tiempo subido a un ring intercambiando golpes contra un oponente. Por lo general, y como ya hemos visto, sus peleas se acababan antes de los tres minutos, cuando la campana señala el final del primer asalto. Sólo Trazancos, rival anterior al panameño, había soportado en pie durante 120 segundos la tormenta de golpes de Edwin.

El gran logro de Vicente Mosquera fue que perdió su cetro sin que El Inca lo lanzara a la lona. Antes de recibir el puñetazo definitivo, el juez de la pelea, con Mosquera con la defensa baja y a un paso del desvanecimiento, paró el combate para proclamar vencedor a Edwin. El venezolano, jadeante y extenuado por la asfixia, en ningún momento dejó de lanzar puños al oponente.

La de El Loco fue toda una proeza. El púgil negro, que ponía en juego el cinturón de campeón mundial, tuvo el honor de recibir más puñetazos de El Inca que ningún otro púgil sobre un cuadrilátero. Incluso, en varios rounds cerca de estuvo de doblegar a quien por aquel entonces todos los entendidos del boxeo lo veían llamado a hacer historia.

Al final, cedió, como todos los rivales de El Inca en categoría profesional. Fue una batalla épica.

Edwin Valero, festejando una victoria. Nixon Alviarez/AFP/Getty Images

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Si sobre el cuadrilátero su figura relumbraba, fuera su vida estaba plagada de sombras. “Mijito no era mal niño, sólo que un poco echao p’alante”, cuenta la madre de Edwin.

En los años 80 y 90 del siglo pasado, a Edwin, el segundo de cinco hermanos, se le solía ver corretear medio desnudo y descalzo al salir de la escuela por su barrio de Bolero Alto. A su madre siempre le costaba convencerlo para que se aseara.

Cuando tenía siete años, su padre, chófer de camiones, abandonó a su madre, ama de casa, para irse con otra mujer. En su pueblo todo el mundo cuenta que aquel pasaje truncó la vida del chico. Dos años más tarde, según él mismo confesaría mucho después a su psiquiatra, probó el alcohol por primera vez. Tenía nueve años.

Cuando Edwin tuvo diez, su familia, con su madre al frente, se mudó a La Palmita, un barrio cercano a El Vigía, una ciudad importante del estado de Mérida. Sólo uno después comenzó a consumir drogas. Era 1991.

Hasta su muerte, el 10 de abril de 2010, su vida fue una continua cuesta abajo. Aunque en lo deportivo brillara, en lo personal se oscurecía. Con intermitencias, la droga y el alcohol no dejaron de acompañarle hasta su muerte.

Edward, el hermano mayor de los Valero, siempre fue un referente para El Inca. Juntos, uno con 15 años y otro con 14, se mudaron a El Vigía para trabajar vendiendo frutas. También lo hicieron en un comercio de bicicletas, cuyo dueño, Dimas García, había sido boxeador. Dimas suele contar que El Inca siempre le decía que quería ser un púgil reconocido, pero éste le desaconsejaba la profesión por su peligrosidad.

Edwin hizo oídos sordos a los consejos de Dimas. Enseguida comenzó a entrenar en el gimnasio de Óscar Ortega, quien se convertiría en su protector y a quien le decía que quería ser como Muhammad Alí. A partir de entonces, con una férrea disciplina, Edwin –también su hermano- comenzó a machacarse para ganarse un sitio en la historia del boxeo.



A la semana, cuenta Ortega, supo del propio Inca que ni él si su hermano tenían dónde dormir. Él les cedió los bancos del gimnasio durante las noches. Luego, sin tener tampoco dónde comer ni dinero para comprar alimentos, el entrenador se los llevó a su casa, aunque poco después los incluyó en el comedor del gimnasio, que estaba patrocinado por el Instituto Nacional de Deportes venezolano.

Poco a poco, de la mano de Ortega, El Inca, mucho mejor boxeador que su hermano, fue ganando campeonatos nacionales. Primero el de Guanare, después el de Maturín… Mientras crecía como púgil, llenaba su vida de robos con compañeros del gimnasio y de peleas callejeras con bandas rivales.

Aquel gimnasio en el que Edwin comenzó a crecer como púgil sigue en pie. Se trata de una amplia planta baja con pósters de boxeadores pegados en unas paredes amarillentas comidas por la humedad. Hasta allí siguen yendo a entrenar muchachos veinteañeros en su mayoría: blancos, negros, mulatos… “Pero ninguno como Edwin”, reconoce Dimas. 



Con sólo 15 años llegó a pasar siete meses en una cárcel por asaltar a una mujer a punta de pistola. Al salir, volvió al gimnasio y a los entrenamientos, pero su vida no dejó de estar salpicada por las drogas, el alcohol y las luchas clandestinas.



Pese a que Edwin se convirtió en un quebradero de cabeza para el entrenador Ortega, éste cuenta que siempre que le regañaba o le aconsejaba que cambiara sus hábitos de vida, El Inca le respondía: “Tranquilo, profesor, que yo tengo los pies sobre la tierra”.

Si el gimnasio del profesor Ortega encauzó la vida deportiva de Edwin Valero, también la condicionó en lo sentimental. Al lado del centro de entrenamiento vivía la tía de la que tiempo poco después sería su esposa. Jennifer, que por aquel entonces tenía 13 años, de vez en cuando iba a visitar a su familiar. Cuando Edwin la veía pasar por la puerta del gimnasio le decía a su entrenador y a sus compañeros: “Esa niña tan linda va a ser mi esposa”.

No le importaba que tuviera cuatro años menos que él y que se tratara de una menor de edad. Al poco consiguió enamorarla perdidamente y la convenció para que se fugara con él en el viejo camión donde antes vendía frutas.

Un accidente de moto condicionaría por siempre la carrera pugilística de El Inca. En febrero de 2001, cuando conducía sin casco una moto por El Vigía, chocó contra un coche. Su cabeza, desprotegida, fue a parar contra el asfalto. Sufrió fractura de cráneo y se le formó un coágulo en la cabeza.



Tres años después, habiendo dado el salto ya al mundo profesional y vencido varias peleas en Estados Unidos, se le denegó la licencia para seguir luchando en el país norteamericano. Una resonancia magnética había detectado los problemas cerebrales que padecía El Inca. Fue, quizás, el golpe más duro de su vida ya que estaba a punto de debutar en el programa de Oscar de la Hoya en la HBO Boxeo al amanecer. Pese a que le prometieron una y mil veces que se resolvería el problema con su permiso, éste nunca llegó.

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El Inca siempre pensó que fue su apoyo expreso a Hugo Chávez –por aquel tiempo ya se había tatuado el rostro del presidente venezolano sobre una bandera con los colores de su país y el lema Venezuela de verdad- el que llevó a las autoridades norteamericanas a denegarle la licencia para combatir sobre suelo yanqui. Era tal el amor que le profesó a la revolución bolivariana del comandante, que en ocasiones portó su cara en el calzón de combate junto a la palabra Forever.

"La primera vez que duré 20 meses fuera de Venezuela, lloré y sufrí con mi esposa", dijo en abril de 2010 a la televisión pública venezolana. "No veía el momento de regresar a mi patria. Somos tan libres y tan felices... Pienso que aquí tenemos todo. Es lo más lindo que he visto en el mundo”. Frases como éstas y sus excentricidades en forma de tatuajes o vestimentas hicieron que el mismísimo Chávez lo utilizara como ejemplo de buen venezolano amante de su patria.

Presidente y púgil llegaron a verse en infinidad de ocasiones. El comandante siempre bromeaba ante El Inca apretando sus puños, protegiendo su mentón y lanzando golpes al aire que nunca llegaba al rostro de Edwin.

Instalado en Los Ángeles, sin opciones de pelear, nació su segundo hijo fruto de su relación con Jennifer, con la que había contraído matrimonio siendo ella aún menor de edad. En la ciudad de los Oscar llegó a trabajar como taxista pero al poco, en 2005, comenzó a pelear en países como Argentina, Panamá, Venezuela… Su leyenda de púgil invencible iba creciendo a la par que la de otro boxeador, el filipino Manny Pacquiao.

Sin embargo, muchos aficionados al deporte de los puños solían criticarle diciendo que sólo se enfrentaba a rivales de segunda fila. En parte, guardaban razón. El Inca murió sin haberse enfrentado nunca a ningún boxeador de renombre. Sin embargo, nadie le puede achacar que no quisiera hacerlo. Cuando estaba más cerca, EEUU le denegó la licencia para luchar en su territorio.

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Durante todo su matrimonio, las palizas a Jennifer fueron costumbre para El Inca. En una de ellas le quitó la vida. Fue el 17 de abril de 2010, en el hotel Intercontinental Valencia, en Venezuela. Pese a que el matrimonio había estado conversando “tranquilamente” durante dos horas en el hall, a las 5.30 de la madrugada el boxeador bajó a la recepción y explicó que había matado a la madre de sus hijos. El cuerpo de Jennifer presentó tres heridas por arma blanca. Una de ellas, en el cuello.

Valero, en el momento de su detención. Edsau Olivares/AFP/Getty Images

Dos días después, a la 1:30 de la madrugada del 19 de abril del 2010, Edwin El Inca Valero apareció ahorcado en su celda de los calabozos de la policía del estado de Carabobo. Según informó el director de la Policía por aquel entonces, Wilmer Flores Trossel, el púgil utilizó su ropa para ahorcarse. En menos de 48 horas puso fin a dos vidas, la suya y la de esa niña hecha mujer de la que un día se encandiló al verla pasar por la puerta de su gimnasio.

Con su muerte se iba el Edwin gamberro, bebedor y aficionado a las drogas, pero también el púgil que ya sonaba entre la prensa especializada, el público, los patrocinadores y las casas de apuestas para enfrentarse a Manny Pacquiao.

En un calabozo de Carabobo se acababa de quitar la vida el boxeador que nunca dejó de luchar como en las calles de su pueblo natal, como el bandido que tiene que fulminar a su oponente antes de que la policía llegue al lugar. Quienes lo vieron cuentan que asistir a uno de sus combates suponía ser testigo de una reyerta de dos hombres peleando en la calle. Uno, casi siempre, recibiendo más puñetazos que el otro.

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